Suena Dancing Barefoot, de Patti Smith
Encabezando el póster que promociona Big Bad Wolves (ídem, 2013), película dirigida por Aharon Keshales y Navot Papushado, aparece en letras destacadas una declaración de Quentin Tarantino: “La mejor película del año”. A modo de reclamo publicitario definitivo, en realidad, esas palabras deberían ponernos sobre aviso, tal y como ya ha sucedido en otras ocasiones cuando el nombre del director de Pulp Fiction (ídem, 1994) ha sido situado por encima de los responsables, incluso del título, de una película ajena. No es lo mismo que pueda gustarnos el cine de Tarantino, y a mí me gusta, sobre todo cuando transmite ese placer por lo que está haciendo, cuando su carácter lúcido se libera completamente, a que pueda gustarnos el cine que le gusta a él, más allá de su veneración por cineastas tan grandes como Samuel Fuller o Sergio Leone. El elogio, en esta ocasión, crea sospechas y finalmente pesa como una losa para una película como Big Bad Wolves. Pero, es más, esas palabras, en el fondo dicen mucho más de alguien como Tarantino que de la película que no duda en alabar.
Que los entusiastas calificativos vayan dirigidos a una película como Big Bad Wolves casi parece un acto de autocomplacencia ya que se trata de un producto que precisamente lo que hace es alimentarse de todo aquello que ha acabado convirtiéndose en una especie de cliché en la obra del propio Tarantino. El uso paródico y burlesco de la violencia más brutal y arbitraria, la reproducción de largas escenas dialogadas que funcionan a modo de digresiones casi y que conducen al absurdo, la amoralidad con la que se caracteriza a unos personajes que sin complejos, ni afectada conciencia, sobrepasan lo legítimo, son elementos en los que se basa Big Bad Wolves. Pero es más, el cine de Tarantino no es ya un sustrato del que alimentarse sino un material que se mimetiza a partir de sus elementos más tópicos y recurrentes –las mismas situaciones escenificadas de la misma forma, los mismos planos- sin que en ello haya una relectura, aunque sea en forma de parodia; operación, por otro lado, que se me antoja imposible, cuando la naturaleza del cine de Tarantino ya lleva incluida esa opción.
El punto de partida es el caso de secuestro, violación, muerte y decapitación de una niña y el intento por parte del enajenado padre de la víctima y el frustrado detective que llevaba el caso de obtener una confesión por parte del principal sospechoso, un profesor de estudios bíblicos. Y, claro está, no hay mejor método para sonsacar información que el de la tortura… Desmesurada, jocosa e infructuosa. El guión encierra a los personajes, a los que se suma el abuelo, ex militar hábil con el soplete, en un sótano del que solo surge la barbarie y la locura, filtrada por el elemento humorístico, que atenúa el desagrado que provocan la rotura de dedos, el arrancamiento de uñas, etc. Todo es tan obviamente desmadrado que no puede resultar dañino. La película, instalada pues en los clichés que han derivado en sucedáneos indigestos o imitaciones chapuceras del cine tarantiniano, cae en la redundancia y la ineficacia y nos revela que, punteada por su final, poco más que un chiste sin gracia tiene que ofrecer. Y Tarantino lo celebra, como quien tal vez se ve como un referente, un maestro a imitar por unos discípulos poco aventajados y torpes, cegados por el gurú e incapaces de ver más allá de la etiqueta que ha conseguido vender al gran público, cuando su cine, al menos para mí, no es solo eso.
Y entonces apareció Jean-Luc Godard, quien me hizo entender parte de estas cuestiones cuando en una entrevista concedida con motivo de la presentación de su última película, Adieu au langage (2014) en el festival de Cannes hizo las siguientes declaraciones respecto al director de Django desencadenado, quien acudió al festival para participar en un homenaje a Sergio Leone y celebrar el vigésimo aniversario de Pulp fiction: “No, no me ha pagado nada –con motivo de que Tarantino llamara a su productora A Band Apart, en alusión a la película de Godard-… No me interesa Tarantino. Es un sinvergüenza, un pobre chico; bueno, pero él es feliz. Es el tipo de persona que antes odiábamos. Pero hoy, lo dejo pasar.” Las palabras del director de El desprecio (Le mépris, 1963) tuvieron eco inmediato y causaron revuelo. Godard arremetiendo contra un declarado discípulo, mejor o peor aplicado, puede ser, pero alguien cuya actitud en sus inicios no andaba lejos de la manifestada por el propio cineasta francés emoezaba como cineasta: la recuperación de una mal llamada subcultura, la reformulación de la serie B o de subgéneros cinematográficos marginados y despreciados, el reciclaje y el collage estéticos; un cierta forma, en definitiva, de encarar el cine con aires renovados, en el caso de Godard, ventilados, en el caso de Tarantino; una forma desprejuiciada de ver lo qué es el cine… Y sin embargo, inmediatamente recordé palabras pronunciadas hace ya más de una década cuando Godard aclaró: “La diferencia entre Tarantino y yo, es que el cine vive en mí, mientras que Tarantino vive en el cine… A partir de ahí comparemos.”
Y entonces tuve claro por qué Big Bad Wolves es la mejor película del año.