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Respeto sus ideas, pero no las comparto

 

 Quien no haya soltado alguna vez este tópico, que levante el dedo. He aquí una sobada fórmula de urbanidad que puede dejarnos ufanos de nuestro grado de civilización, pero que nos engaña sin remedio. Con semejante cortesía pretendemos dar una muestra de tolerancia hacia las opiniones de nuestro antagonista, venimos a conceder graciosamente que no nos echaremos al cuello de quien discrepa de nuestros puntos de vista. Pero, las más de las veces, todo ello sirve para dispensarnos del esfuerzo de la discusión y del debate. So pretexto de no molestar a nuestro interlocutor, nos evitamos el disgusto de vernos contrariados.

 

¿Hará falta añadir que me refiero en especial a las ideas prácticas y no a las teóricas? Aclaremos que las ideas teóricas tratan de lo que necesariamente es, que por ello se expresa en una ley y se mide en fórmulas exactas; mientras que las prácticas tratan de lo que puede ser de acuerdo con los criterios de valor y elecciones que hacemos los seres libres.  Si las primeras se limitan a las cosas que son (como los fenómenos físicos), las segundas -las que más nos interesan aquí-  se dirigen a lo que debe ser: es decir, a nuestra conducta individual o colectiva. Cosa distinta sucede con el gusto, que al principio no hace sino expresar una preferencia individual en asuntos sólo ligados al sentimiento personal. El gusto, como cada impresión de nuestros sentidos, tiende a encerrarnos en nuestra propia experiencia o en nuestras manías. Y no digamos nada de la  fe o creencia que, por suponerse instalada en la Verdad, impide toda confrontación que no sea violenta. En tanto que mera adhesión irracional, ha cerrado por principio las vías dialogales hacia el acuerdo. Frente al puro gusto de uno mismo y a la creencia, que tiene vocación sectaria, la idea nos pone en comunicación con todos.

 

La mayor traición para las ideas es considerarlas, por presunto respeto, asunto privado e intocable. Pues el caso es que, como en todos habita la misma Razón, las ideas son la cosa más común y pública que existe.  Contra lo que proclama el petimetre, nadie es dueño de pensar lo que se le antoje. Lo que de veras quieren las ideas (al margen de lo que queramos nosotros hacer con ellas) es ponerse a prueba, exponerse a ser rebatidas o confirmadas. Como tales, querámoslo o no, las ideas tienen pretensiones de universalidad. Ahí radica la gracia del lenguaje: en que, si nos sometemos a las leyes de la palabra (o sea, a la lógica), al pronto tenemos que ver con la verdad o la falsedad. Por eso la vida de las ideas, en su afán inevitable por imponerse a todos y para siempre, consiste en un andar a la greña entre sí.  Preservándolas de su enfrentamiento recíproco, tal vez pensemos quedarnos con nuestra idea incontestada, pero  obtendremos a lo sumo un dogma.

 

Pero, como nadie está en posesión de la verdad -sostiene solemnemente el respetuoso-, toda teoría será idénticamente respetable. No hay mayor asnada dicha con mejor conciencia. De un solo golpe, elevamos nuestra opinión al rango de valiosa y degradamos las verdaderamente valiosas a nuestro pobre rasero. Mal que nos pese, las ideas cuentan con su propia jerarquía.  De manera que el único respeto debido a las ideas reside en su inesquivable poder de convicción. Y para tenerles ese respeto real, hay que perderles todos los demás respetos convencionales. «Pero es que yo no discuto con quien no respeta mis ideas, es decir, con quien encima quiere tener razón». No diga tonterías, hombre de Dios. Usted como yo, si nos comunicamos ideas, suele ser porque confiamos en que la razón está más bien de nuestra parte e inevitablemente deseamos (mejor dicho, la razón desea) que los demás la reconozcan y hagan suya. De lo contrario, nos callaríamos… o limitaríamos nuestra actividad verbal a vociferar órdenes, susurrar sentimientos o proferir interjecciones.

 

No nos confundamos, pues. A quien hay que respetar es al individuo, y con demasiada frecuencia a pesar de sus ideas. Las más de las veces deberíamos decir: «Le respeto a usted porque su dignidad como hombre está afortunadamente por encima de sus ideas, pero que conste que las suyas son ideas de bombero». El otro merece desde luego respeto precisamente como un ser capaz de engendrar y emitir ideas, pero no por la majadería que acaba de soltar. Y el mejor modo de respetarle -de prestarle el caso debido como ser razonable-  es combatiendo sus ideas cuando nos parecen erróneas.

 

En último término, si asumimos su naturaleza de guías para la acción, será nuestro deber combatir tales ideas cuando sospechamos con fundamento que ciertas ideas pueden emponzoñar o quebrar la vida de la propia comunidad. Pero es que las ideas no delinquen, saldrá al paso el jurista. Eso vale, y no siempre, en el estrecho ámbito penal; vale mucho menos en su sentido moral.  Con mayor sostén en éste que en aquél, algunas ideas delinquen cuando en determinadas circunstancias animan a delinquir o justifican el delito. Cuando se le preguntó al ex-nazi Kurt Waldheim si había leído Mein Kampf de Hitler, el austríaco que fuera después Secretario General de la ONU esbozó esta respuesta: «Quizá debería haberlo leído. Tal vez hubiera comprendido mejor: hay quien dice que todo estaba allí». Varios de los más prestigiosos filósofos alemanes de la época reconocieron después haber subestimado al futuro Führer, ahorrarse la lectura de su libro… y quedar así desarmados de ideas críticas frente al horror que ese mismo libro anunciaba.

 

¿Me permitirán entonces una recomendación?  Por respeto hacia nosotros mismos y hacia los otros, seamos irrespetuosos primero con nuestras propias ideas y después con las ajenas. Al fin y al cabo, tomarlas  en serio significa ante todo estar siempre dispuestos mediante mejores razones a cambiarlas por ideas mejores.

 

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