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Responsables de la lengua (1)

Ser responsables de la lengua quiere decir que hemos de cuidar nuestras palabras, la forma y contenido de nuestra habla. En suma, significa que tenemos deberes para con la propia lengua. Pues nuestra condición de hablantes nos otorga derechos lingüísticos, sin duda, pero nos impone asimismo deberes.

 

En rigor, no son deberes hacia una lengua, porque sólo tenemos deberes para con las personas. Son deberes hacia sus hablantes (mis co-hablantes), respecto de la comunidad de habla a la que pertenecemos. Habría que añadir con mayor precisión que nuestros deberes son con la comunidad viva de habla; que no hay deberes hacia los antepasados como si los muertos nos impusieran obligaciones, entre otras algunas lingüísticas. De manera que -para referirnos a la reivindicación nacionalista capital- tampoco hay deberes hacia un Pueblo que hoy no hablara ya esa lengua o al menos no en proporción suficiente. Ni, por tanto, tampoco deber institucional ni personal de mantenimiento de un patrimonio lingüístico, de buscar venganza hacia un presunto culpable de su pérdida, de recuperación de lo que en el pasado los padres se dejaron arrebatar, etc.

 

Decimos que sólo pueden ser deberes hacia los hablantes, o sea, respecto de sujetos reales y de derechos reales. Pero, por cierto, tanto hacia uno mismo (en virtud del habla interior de cada cual) como hacia los demás. Según Kant, los deberes con uno mismo consisten en la perfección de las propias facultades; en este caso, de las lingüísticas. Otra forma básica de explicitar esos deberes hacia uno mismo es el deber de llegar a ser sujetos del habla, no sus objetos, sus portadores o sus transmisores automáticos y acríticos. Que nuestra lengua sea la lengua que hablamos, no la lengua que nos habla; que logremos expresar nuestro propio pensamiento y no sea la sociedad la que hable por nuestra boca sin pasar por nuestra conciencia.

 

No se trata tan sólo de deberes negativos, es decir, de que nadie interfiera los derechos lingüísticos de los ciudadanos. Se trata sobre todo de deberes positivos, tales como hablar y escribir bien. Ser hablantes nos vuelve responsables de nuestro hablar, quiero decir, del modo como hablamos y de la riqueza o pobreza de nuestra comunidad lingüística. A ellos estamos obligados todos los hablantes de la misma lengua, pero más particularmente algunos ciudadanos en virtud de su función política, cometido profesional o prestigio social. Profesores, periodistas, políticos, hombres públicos en general no parecen demasiado conscientes de esta obligación.

 

Los entenderemos en primer lugar como deberes morales, claro está, y no como legales. Y esos deberes morales incluyen además la obligación de pulir la lengua de uno (que es la de su comunidad) lo mejor posible, de pedir cuentas a quienes trafican con sus significados, o los confunden, o deforman su construcción sintáctica, o mimetizan una lengua extranjera, etc. No es el empobrecimiento de la lengua lo que más importa, sino el que deriva de la degradación de las funciones primordiales de la lengua: el empobrecimiento de la comunicación o la simplificación del pensamiento común. Pero también han de entenderse, al final y en el caso de comunidades bilingües, como deberes políticos en tanto que hablantes de la lengua común (Seguiremos después de la publicidad).

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