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Responsables de la lengua (2)

Tenemos, pues, deberes como hablantes y hacia otros hablantes. No es fácil que la mayoría lo admita. A quien pregone esos deberes se le recordará en primera instancia nuestra libertad individual de expresión, el conveniente fomento de la creatividad y cosas semejantes. La expresividad, arguyen muchos, es cosa de cada cual, hay que ser uno mismo, no imitar a nadie, etc. Cosas de la barbarie pedagógica reinante, como denunciará -uno más- Alain Finkielkraut. Y es que “la pedagogía contemporánea da la palabra antes y aun en vez de dar la lengua. Suéltense -se pide ahora a los alumnos. ¡No sean tímidos, sean ustedes mismos! ¡Aumenten su asertividad, actualicen su potencial, desarrollen sus propias capacidades! Contra todo amaestramiento, digan quiénes son y lo que sienten con las palabras que le pertenecen…”. Lo que importa es expresarse, de lo que fuere y del modo que fuere. Aquí hay autoridad que valga, frente a las preferencias del sujeto que no admite sujetarse. Todo vale, es lo mío y basta. Ya sabemos que, en esta época que entroniza la diferencia, lo diverso es valioso no ya por tener valor como tal, sino tan sólo por ser diverso.

 

El osado que hable de obligaciones lingüísticas, en lugar de derechos lingüísticos, no encontrará una calurosa acogida. Contra el impertinente que se permite incluso corregir en el uso de su palabra a sus conciudadanos, muchos lanzarán el cargo de pedantería, purismo o elitismo. Aquel Finkielkraut ya lo advertía: “Mientras resisten como pueden al enrarecimiento de las palabras, se fustiga su purismo, su integrismo, su malthusianismo. Mientras se niegan a dejar desaparecer los detalles de lo innombrado, se los trata de extirpadores. Mientras se preguntan cuántos adjetivos, es decir, cuántos matices o cualidades sensibles ha desechado del mundo la incorporación de la palabra cool en nuestra lengua, generalmente se los percibe como los enemigos obsesivos y paranoicos de los matrimonios mixtos entre diccionarios. Mientras su principal preocupación es proteger el paisaje de los sentimientos morales de la indiferencia planetaria y quieren liberar el pensamiento de las dicotomías sumarias a las que lo condenan un lenguaje esmirriado, se denuncia sin parar el autoritarismo…”.

 

No faltarán quienes argumenten que la lengua es un organismo vivo, que evoluciona en la historia y que, por tanto, carece de sentido pretender acotar sus usos o imponer normas que la regulen… Pues claro que la lengua evoluciona y no tiene más remedio que evolucionar. Pero no está mandado que sus transformaciones procedan por fuerza de la pereza, ignorancia, el desinterés o el puro papanatismo de los hablantes. Bien sabemos que la lengua es un producto colectivo, pero no por ello se borra la responsabilidad individual de cada uno de sus productores. ¿Que en su necesaria evolución la lengua nos va a llevar por delante? También la ola acabará tal vez arrastrándonos, pero el bañista no tiene por qué entregarse a ella a la primera.

 

Pero si es sólo cuestión de palabras…, se escudarán todavía algunos reacios a admitir ninguna obligación hacia su lengua. A lo que habrá que responder lo de Kafka: que “eso es precisamente lo peligroso. ¡Las palabras son las precursoras de acciones futuras, las chispas de futuros incendios! (…) las palabras son fórmulas mágicas. Dejan huellas dactilares en los cerebros que en un abrir y cerrar de ojos pueden convertirse en pisadas de la historia. Tenemos que tener cuidado con cada palabra que pronunciamos”. Y es que, para centrarnos en el terreno moral y político, seguimos desconociendo la función práctica de las ideas prácticas. O, lo que es igual, cómo las palabras determinan las emociones y, por medio de ellas, asimismo la conducta del individuo lo mismo en la esfera privada que en la pública. O cómo el acuerdo o desacuerdo con nuestros compañeros de comunidad dependerá de que demos el mismo sentido a las palabras, de que estemos dispuestos a persuadir y dejarnos persuadir sobre lo justo o injusto por el valor del mejor argumento. En efecto, lo más decisivo suele ser cuestión de palabras.

 

Habrá muchos que lamenten de antemano la inutilidad de la batalla, la irreversibilidad de la devaluación de la lengua. Según el parecer de Orwell, casi todas las personas que de algún modo se preocupan por el tema admitirían que el lenguaje va por mal camino, pero por lo general suponen que no podemos hacer nada para remediarlo. Toda lucha contra el abuso del lenguaje sería un arcaísmo sentimental. Lo que a su vez lleva implícita la creencia semiconsciente de que el lenguaje es un desarrollo natural y no un instrumento al que damos forma para nuestros fines. Pero añade –y creo que debemos concordar con él- que el proceso es reversible. Lo mismo el inglés de entonces que el español contemporáneo están plagados de malos hábitos que se difunden por imitación y que cabría evitar si nos tomáramos la molestia. Si nos liberamos de estos hábitos podemos pensar con más claridad, y pensar con más claridad es un primer paso hacia la regeneración. En realidad, concluye, bastaría con “la acción consciente de una minoría”.

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