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Responsables de la lengua (3)

Pero ya va siendo hora de recordar con brevedad la naturaleza y algunas funciones básicas de la lengua. Será lo mismo que proclamar ese valor que los hablantes debemos proteger, de cuya preservación y enriquecimiento somos moralmente responsables.

 

El lenguaje es el instrumento del pensamiento y nuestra herramienta básica para el conocimiento del mundo. Pensamos mediante el lenguaje. Toda la actividad mental, incluso la inconsciente, está referida al lenguaje. Pensar no es sino un modo de hablar; si alguien dijera tener un pensamiento sin lenguaje, habrá que pedirle que “diga” cuál. Nuestro maravilloso mundo mental vive sólo gracias a este artilugio modesto que es el lenguaje. Nada más tonto, pues, que esa disculpa habitual en la conversación: “lo sé, pero no lo sé expresar”. Como si uno acabara de llegar de un planeta lingüístico remoto o pretendiera contar una experiencia indecible. “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, dejó sentado Wittgenstein (Tractatus 5.6), ya sea el mundo exterior como el interior o de uno mismo. De ahí, si se me permite sacar una lección entre muchas, que a los nacionalismos pequeños y a sus lenguas mínimas habrá de corresponder también un mundo reducido.

 

“Rem tenere, verba sequentur”, resumió Catón: si captamos la cosa o el concepto, las palabras seguirán. Más acertado aún sería decir que conocemos la cosa gracias a que disponemos de palabras, por más que luego ese saber engendra nuevas palabras y más precisas. Hay influjo recíproco entre pensamiento y lenguaje. Como Orwell escribió del idioma inglés, seguramente también el español cotidiano “se ha vuelto tosco e impreciso porque nuestros pensamientos son disparatados, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos disparates”.

 

El lenguaje es el lazo de toda comunidad. En la vida real el lenguaje es ya ante todo comunidad: compartimos el mismo mundo, aunque cada cual lo vea a su manera. La lengua es la primera depositaria de los saberes, de la memoria o de tantas creaciones humanas…, y por eso, la principal constructora de nuestra humanidad, del desarrollo intelectual y moral del individuo. Degradarla o reducirla es, a fin de cuentas, devaluar el pensamiento, infantilizar al hablante, enmarañar los problemas, empobrecer la vida. En el seno de esa comunidad cada acto de comunicación se basa en la expectativa mutua de cooperación entre el hablante y el oyente. Somos seres que, por necesitar el uno del otro, necesitamos más que nada hablar. Así se ha dicho que incluso estamos dispuestos a sacrificar el instinto de conservación al instinto de conversación. La devaluación de la palabra traería consigo la desvinculación de los individuos, la soledad en compañía, la charla vacía o estereotipada o, en fin, la ruptura del grupo mismo.

 

Por eso mismo, y contra el tópico, con la lengua no puedo hacer lo que quiera. Lo que ante todo quiero por ella es comunicarme con otros para entenderme con ellos, a fin de satisfacer nuestros deseos. O sea, que la lengua no es mía, sino de todos. No es objeto de propiedad privada, sino pública: es un bien público primordial. Será inevitable que algunos hablantes de la misma lengua acuñen lenguajes particulares según sus ocupaciones, profesiones o aficiones. Pero se nota enseguida cuándo se trata de una exigencia de la lengua al apropiarse de parcelas cada vez más especiales de la realidad o una exigencia de algunos tan sólo para encampanarse por encima de los otros. Porque el hombre nunca es desinteresado con el lenguaje, sino que con él pretende enseñar y persuadir, así como subyugar y seducir…, lo mismo que ocultar y engañar. No son propósitos de la lengua, sino del hablante, que infunde a las palabras su propia “voluntad de poder” y que otras palabras se encargarán de denunciar.

 

Más todavía, la lengua es incluso el fundamento de la comunidad que cada cual forma consigo mismo. El silencio es imposible, porque hasta en soledad estamos hablando con nosotros mismos. La palabra interior supone un desdoblamiento entre un yo que habla y un yo que escucha y replica. La primera función del lenguaje es que el sujeto se hable a sí mismo. En cuanto me hago autoconsciente, yo soy dos en uno que se hallan en permanente diálogo silencioso. Pensar sería, pues, actualizar esa escisión que se da siempre en la conciencia de sí. Y en este diálogo interior no podemos hacernos trampas, simplemente porque buscamos estar en paz con nosotros mismos. Ya nos lo enseñó Sócrates: “es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí (…), y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga”. Tal vez la razón de evitar quedarnos a solas con nuestros pensamientos radique en el miedo a descubrir dentro de nosotros a nuestro peor enemigo.

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