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Restaurar la indiferencia (II)

Vivimos bajo un orden social para el que la palabracapitalismo se queda ya más bien corta, o resulta al menos sospechosa, al poner implícitamente el mal en otros: los empresarios, el gobierno, la macroeconomía, las multinacionales, las castas dirigentes, etc. Cuando lo característico de nuestro orden social es su carácter profundamente sumergido, al menos en una elite urbana cuyo estilo de vida es indiferente a las distintas ideologías. Masivamente ficcional, infiltrado en los nervios y la informalidad de las costumbres, nuestra cultura impone ante todo la imposibilidad de pararse y de soportar la duración, lo real que una y otra vez regresa. Esto incluye la aversión sorda a la permanencia, a los dones de la intemperie mortal, de una elementalidad que no es nuestra, ni social, ni histórica. En tal aspecto, el aire de nuestros platos, sus nombres, sus sabores y precios, no se entendería sin una vocación global de ficción para  escapar del atraso de la vida, pasándole el estigma de la supervivencia a otros, esos mudos seres de las afueras que muy bien pueden tomar el aspecto de un camarero.

 

De manera que el espectáculo de la tele-cocina, también cuando no hay cámaras a la vista (están ya integradas en nuestro modo de mirar y oír), se conjura para que olvidemos una vieja verdad: un poema también es restauración (W. Stevens). Del mismo modo que una caricia, una mirada o una sonrisa son restauración. Cualquier cosa puede alimentarnos, restaurar la fortaleza de una vida en su enigma. Igual que el descanso, las palabras alimentan, no menos que los panes y los peces. Dicho sea de paso, la necesidad y el hambre, o no perder de vista una pobreza esencial, también es algo que alimenta. En el sentido más amplio, el hambre (otro nombre para el deseo) no sólo agudiza el ingenio… Al menos en aquel tipo de seres humanos que pueden decir algo así como «en mi hambre mando yo» (A. Gades).

 

Contra esta inteligencia primitiva está dirigida una cultura culinaria que ya lleva décadas en la empresa deconstructiva. Como tantos edificios imposibles de habitar, pero con forma caprichosamente explosivos, todo es diseño en la penúltima cocina. ¿A qué sabrá esa comida al día siguiente, cuando la química se deteriore? Los nuevos platos son inestables, como la Bolsa, los amores tardíos o las alarmas sociales. También como los nuevos edificios, que aguantan mal el paso del tiempo y las inclemencias del exterior. ¿Por eso también el pan tiene textura de chicle viejo al cabo de sólo cinco horas de ser comprado como fresco? Igual que nuestras enfermedades se han vuelto crónicas, quizás el deterioro de nuestros alimentos también lo ha hecho: desde su génesis hasta la fecha de caducidad, la alteración (por no decir el veneno) es indetectable al coincidir con nuestra fe en la mediación.

 

Al fin y al cabo, si el arte (y la comida como arte) conserva las cosas amando su finitud, entrando en ella, la industria conserva añadiendo un componente químico que altera el original. Vista así, la «seguridad alimentaria» es en sí misma transgénica, pues se limita a darle forma de ley a la adulteración consensuada que nos hace sentirnos civilizados y libres del atraso. No hace falta más que seguir el rastro de las nuevas enfermedades, desde el cáncer a las alergias, para sospechar que una contaminación crónica (e indetectable, por falta de exterior) es algo más que un terror de ficción.

 

El vistoso cromatismo de los platos se corresponde por otro lado con la estética tranquilizadora de una naturaleza ecológicamente castrada, ordenada y numerada. Los árboles plantados en fila, las flores ultra-coloreadas y sin olor, los animales (algunos con chip incorporado) que bajan a comer a horas fijas, existen en paralelo a nuestros alimentos tratados. Vivimos en una naturaleza donde el desorden de lo elemental ha desaparecido, en beneficio del peligro fetal de la seguridad. Así nuestros alimentos. Si el ecologismo completa la labor de la industria, pintando de verde nuestras afueras y parques clonados, la nueva comida completa la labor de la comida basura. Lo nuestro es basura de elite, naturalmente: si tuvieran alguna duda, miren su precio. El nombre de los platos es sofisticado porque el contenido es como un ovni, difícil de identificar. A la manera de nuestra entera superficie social, bajo el estruendo de lo diverso alienta el infierno de lo igual.

 

Extremadamente especializada y fotogénica, la última cocina goza de otro signo atractivo, pues con ella ampliamos la delegación de lo íntimo en nuevos expertos estelares. No basta con amar a los tuyos, con tener una casa y saber buscar materias primas para alimentarla. No basta con comer bien, y en compañía, algo sencillo que te gusta. Tienes además que ser capaz de generar expectación, al menos si quieres ser popular y aspirar a las pantallas. Lo que marca tendencia es que, hasta para relacionarte con tu cuerpo y con tu madre, necesites mediadores. Y puedas pagarlos. En este punto los nuevos chefs son ahora las estrellas de todos los expertos, los magos que una vez al año convertirán al ciudadano consumido en mimado consumidor. Como antes en la misa del domingo, en el restaurante del fin de semana lograremos olvidar el esclavo castrado que somos. La atención constante de los camareros, la presencia del maestro cocinero, la vistosa sofisticación de los platos indica que estamos casi en un plató televisivo. Y como en realidad pagas por estar allí, y trabajo te ha costado, te tienes que hacer además unselfie.

 

Explorando una idea de Hannah Arendt, supongamos que en esto ha concluido nuestra democracia: primero te expropian lo elemental, la salud, la comida y el cuerpo; después te lo reintegra un experto, aunque no siempre a precios asequibles. Devolviendo en pantalla compartida lo que antes se nos ha quitado en la soledad de la carne, el espectáculo sería así el nuevo opio del pueblo. Y además, con otra ventaja frente a la antigua liturgia: la nueva hostia consagrada circula sin horario fijo.

 

Es así que el éxito de los concursos televisivos más idiotas, con su crueldad dramatizada de triunfadores y expulsados, incluso con su dosis de sonriente explotación infantil, no deja de reflejar la penetración mundial de la imagen. También en el campo culinario, con la rivalidad interminable y la proscripción de lo común a la que se nos empuja. De ahí el concurso perpetuo que es el ritual de salir a comer o cenar. Ya no habrá clases, pero sí castas muy distintas en medio de la gran clase media. Por en medio hay que competir para alcanzar el reconocimiento, un brillo efímero dentro de lo homologado y semejante. En el orden alimentario que nos ocupa, cada uno debe ser reconocido mientras se reconoce en la imagen tipificada de un plato. Hacerse una foto, poder contarlo, guardar la factura. Probando que todavía existimos, la imagen es el Santo Grial del consumo.

 

¿Cómo el selfie no va a ser un signo mundial? Hemos estado allí. Somos elegidos al elegir, nos actualizamos y convertimos en icono proteico al consumir algo diseñado en la vanguardia. Lo que importa, en este concurso social perpetuo que es hoy cualquier chorrada, es no quedarse solo con la tierra, no quedar fuera del grupo ni de la fotografía. El éxito de la imagen es el de un nuevo tipo de segregación. Refleja la voluntad de dividir al mismo individuo; de dejar fuera, a la puerta del restaurante, al atrasado que fuimos, al idiota que tememos ser. Somos así dividuales. Obligados a exorcizar incesantemente el temor al atraso, expulsando nuestro más inconfesable tercer mundo sensitivo y emocional a la quinta dimensión de lo virtual.

 

Toda materia prima debe ser cubierta por la cobertura (valga la redundancia) de las salsas coloreadas, exóticas y ligeras. Anímicamente, esto es lo que llamamos estado de bienestar: que por ningún lado nos roce el malestar de lo que un día se llamó existencia, ni la gratuidad de sus materias elementales. ¿La alegría, la tristeza, el rubor, el peso de los cuerpos? Fuera con todo eso. De tal extinción proviene el capitalismo como cultura del tránsito perpetuo: en vez del valle de lágrimas, una cumbre tras otra de felicidad obligatoria. Ya no es la oración de gracias la que santifica la comida, sino el efecto viral de unas redes omnipresentes. Naturalmente, de todo este profundo y correcto racismo hacia lo primario la izquierda nunca dirá nada. ¿Cómo, si es parte crucial del complot terciario? Precisamente en esta evolución cultural consiste la tendencia hacia el centro de cualquier realismo político. Igual que Ciudadanos, también el PP y Podemos se alimentan de lo que circula. En el fondo, ¿cómo vamos a votar distinto, a producir alguna revolución política, si comemos todos de la misma fluidez indiferente?

 

La digestión ha de ser ligera si queremos que la velocidad continúe. De manera que el imperativo de la fluidez ha de estar en la mesa de cualquier sede donde nos sentemos. Salsas, más que sólidos. Colores, tanto o más que sabores. Y sobre todo fusión, fusión por todas partes. Ya que nada se conserva entero (ni animal, ni planta), al menos que la avalancha aromática nos aturda. Igual que en la información, el impacto de la novedad tapa el vacío del simulacro. El predominio del medio sobre el mensaje, igual que el de las normativas sobre el carácter, tiene relación con esta inflación generalizada del metalenguaje culinario. Lo cual explica también que el venerable gin-tonic haya de convertirse hoy en un latoso trending topic donde apenas se puede salir de una lenta parafernalia y una ridícula atmósfera.

 

En cualquier cata de vinos todos nos sentimos guay y casi ricos al darle palabras sofisticadas y expertas a lo que ayer era solamente una sensación, de la que apenas se hablaba. Y esta es la cuestión: para que no haya sensaciones libres de la opinión, el mutismo debe estar prohibido. Es así la escasez inducida de materias primas (entre las primeras, la sensación y la experiencia) lo que nos lleva a hablar sin parar. Mejor todavía, a tapar cualquier sensación posible con una verborrea sin fin. Lo importante es que la rotundidad de los sentimientos sea orillada, marginada en beneficio del experto que nos dirige, del experto que queremos ser. El nuevo centro mundial del consumo, también en el cetro de la nueva cocina, expulsa a los extremos lo que antes era común. Dicho de otro modo, el nuevocentro disperso logra que la naturaleza misma parezca fundamentalista. Este es el primer mundo, evacuando de nuestro ambiente climatizado todo lo que pueda oler a inmundo.

 

Somos telegénicos, libres de gravedad, lo cual debe notarse también en lo que ingerimos. Lo que une a la última casta política interclasista es este adanismo sin tierra, al que por ningún lado le tocan lo que podríamos llamar elementos. En esta secta mundial de los elegidos, los que se sienten triunfadores pueden practicar el simulacro de elegir. Son elegidos por el mito de la elección incansable. Si es cierto que el surf bate en todo lugar a los antiguos deportes (hasta el fútbol se ha hecho más aéreo), es difícil separar de esta ideología del deslizamiento (que no necesita ideas) a la cocina de vanguardia.

 

¿Cómo vamos a amar y, lo que es casi tan importante, cómo seremos capaces de odiar si lo que comemos es un residuo de la liquidación general de existencias? Lo nuestro no es al amor ni el odio, sino las pasiones débiles de contacto. Es posible, en tal sentido, que la nueva cocina sea hermana gemela de las nuevas modalidades laminares de relación. Hasta el sexo parece haber entrado en esta vía atmosférica de la música de ambiente.

 

Era previsible entonces el éxito de los restaurantesjaponeses. Platos minimalistas y mutismo en escena, a la manera de nuestras pasiones lábiles, de nuestras mentes y vientres lisos. Comemos con palillos igual que pizcamos la vida también con palillos. O con papel de fumar, pero sin tabaco. Raciones minimalistas como los afectos, o como esas miradas planas que no enfocan, sino que responden al interfaz con las pantallas. El éxito de la mal llamada «americanización» es lograr despreciar con una fluidez zen todo el exterior (a veces muy cercano) que ignoramos. Nuestro racismo puede así ser sonriente, casi indie. La vocación de limpieza que nos caracteriza no es étnica, sino cultural: todo vale (también las etnias, los dialectos y los platos locales) con tal de que se conserve en modo vibración, como una leve turbación numérica.

 

Poco subsiste ya sin maquillaje, ni en el plato ni en elplató de nuestra vida diferida. La furia de la integración no se dirige hoy contra el arraigo local, ni se basa en la identificación ideológica, sino en el desarraigo constante que producen las nuevas identidades virales. Y esto es compatible, incluso necesita, simulaciones de autenticidad: pan de horno, ladrillos vista, vigas de madera. Es un poco como los nombres en las pantallas de lo virtual (portal, ventana, perfil, sitio, carpeta, escritorio): se trata de un decorado tranquilizador para la clonación numérica de la especie.

 

Fijémonos en esos dudosos vinos, con la copa llena hasta arriba, que ingieren las estrellas del consumo internacional. La corrosión del carácter implica también el predominio de las series televisivas sobre el largometraje de intensidad única. Por todas partes, la variación es el tema. Somos lo que comemos, así de insípidos. ¿Qué habrá comido A. Lubitz, incapaz depararse, los días anteriores al trágico vuelo del AU9525? Lo importante es que la circulación siga, que sea imposible tomar tierra. Se trata de que por ningún lado haya gravedad, punto fijo, ninguna materia prima que se pueda tomar por referencia. Esto es lo que también explica que el capitalismo tenga ya poco que ver con la ideología. Y que la economía se reduzca a la magia blanca de una circulación perpetua. Una expansión constante que coloca a lo primario a la defensiva, pues siempre estará por detrás de las actualizaciones. Es la economía de la expansión sin fin, el fetichismo de lo social como gran mercancía. Lapsicopolítica implica que la ideología se hace invisible al fundirse con los cuerpos. Se encarna en liquidez sustancial, sea informativa o alimentaria.

 

No olvidemos un dato final que puede ser signo de eterna promesa, garantizando que la mutación seguirá avanzando. A la manera de las marcas blancas, el soporte antropológico de la nueva cocina es también unciudadano blanco, de calidad dudosa pero homologada. Siempre traspasado por la ansiedad de la oferta, este ciudadano está deseoso de rellenar de colores y sabores telegénicos su vacío más íntimo, su tabula rasa. El espectáculo, violando el viejo ritual silencioso de la comida, seguirá entonces como complementario necesario de la neutralización anímica.

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