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Retorno a Nimes

En el trayecto atravesamos la Camarga, cuyo nombre siempre me ha intrigado, pues en mi tierra, en lo que fue una zona pantanosa al lado del mar, hay un municipio que se llama igual, Camargo. Yo creo que podría significar «lo que está cabe el mar». Tengo que fijarme bien en el mapa en nuestro itinerario. M. nos cuenta, auténtica enciclopedia británica semoviente, acerca de las barreras de árboles plantadas para contener los vientos (principalmente la tramontana y el mistral) y poder practicar la agricultura. Siempre es una delicia escuchar sus historias.

Vuelvo a Nimes veintinueve años después de la primera vez que visité la ciudad. La imagen de la Maison Carrée no se me había borrado de la memoria. Mi explicación, creída a pies juntillas, de los agujeros de los clavos que sujetaban el mármol como impactos de los proyectiles durante un tiroteo en los tiempos de la ocupación alemana, me costó una bofetada tras desmentirla. Lección a recordar: si te inventas una fábula, sostenla, aunque sea bajo tortura, y no seas tú quien la desmienta. Si no, no te quejes de las consecuencias, porque te las tienes bien merecidas. Pero por lo pronto, la extrema reacción a mi chanza ya me debería haber puesto en guardia.

De nuevo, otro incidente bizarro, como dicen ahora los jóvenes (la verdad es que ya nadie utiliza bizarro con la acepción propia del castellano, la de origen italiano, la primera del DRAE). Mi proverbial pudor en las puertas de los servicios me la juega, siempre me la juega. Vaya que sí me la juega. Me pongo a la cola. No sé porque de entrada di por sentado que había alguien dentro. Otro hubiera entrado como Atila, y, como dice el filósofo, mejor pedir perdón que pedir permiso. Llega una francesa bastante mal encarada y pregunta si soy el último. Miro a ambos lados y respondo que, efectivamente, debo de ser el último. En buena la hora. Como pasan los minutos, reúno valor y empujo la puerta. Un poco atascada eso sí, pero la puerta se abre. Un poco después, esperando el chaparrón, salgo del servicio, compongo el gesto, la cabeza alta, y mi enamorada me espeta, con una combinación de desprecio e indignación que me conmovió: “Monsieur, vous êtes l’inefficacité”. El amable lector se puede imaginar mi apuro y mis esfuerzos por mantener la dignidad: “Madame, vous êtes très gentille”. Abochornado, dubitativo acerca de si contar el episodio a mis compañeros de viaje, salí con las bebidas que me habían encargado hacia casi media hora. Al menos esto lo hice discretamente. Pero la carne es débil y acabé cantando de plano dando motivo a uno de los hasstag del viaje: “Monsieur, vous êtes l’inefficacité”. Cuán mezquina es la condición humana. Me produjo una culpable mas comprensible satisfacción contemplar la catadura de los acompañantes de mi enamorada, la eficaz: dos tipos patibularios, tatuados sin piedad, probablemente de origen balcánico. Aquello cantaba a amores mercenarios a dos kilómetros de distancia.

Antes de coger el coche y enfrentarnos a un sistema de señalización urbana probablemente ideado en agosto de 1944 para hacerle imposible la retirada de rositas a la Wehrmacht, nos hicimos unas fotos de familia desestructurada mas feliz en el santuario de Diana, donde M., como no podía ser de otro modo, estuvo declamando, con gran aparato retórico, ademán envarado y voz de recitativo wagneriano, unos versos de Schiller. La gente nos miraba, debatiéndose entre buscar el sombrero para dejar unas monedas o inquirir si se trataba del rodaje de una película. De Nimes, además de un recuerdo de los mal llamados tejanos, cuando deberían ser llamados universalmente “pantalones de Nimes” (de donde viene denime, algo que ignoraba hasta hace dos días), me quedó la mosca detrás de la oreja con el cocodrilo que campa en el escudo de la villa. Pronto recabé información y acabé por enterarme de que se trata del símbolo de la ciudad de Nemaisus, la Nimes romana, pues gran parte de los legionarios de su guarnición eran de origen egipcio o aciago (que es lo que significa realmente aciago: aegyptiacus). En la Occitania estamos empezando a encontrarnos muchas energías egipcias, como si se tratará de un campo magnético. Tendré que ponerme a estudiar esta cuestión.

Parada exprés en una estación de servicio perfectamente innoble, pero, con una preciosa sorpresa que nos había deparado el marqués, siempre pensando en estas cosas. A la derecha, desde un mirador que dominaba la Costa Azul, entre la bruma vespertina y unas incipientes gotas de lluvia, Montecarlo visto desde las alturas. Aplauso discreto de la afición. A la izquierda, surgida de entre la bruma de repente, de un modo que me removió las entretelas, la silueta espectral del Trofeo de Augusto en La Turbie. Gran ovación desde el tendido. Recuerdo, como no podía ser de otro modo, mi emoción al visitar La Turbie el año pasado por estas mismas fechas en la primera edición de este Moyen Tour. Siempre estaré en deuda con M. por este tipo de detalles.

 

 

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