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Retorno a Tatti

Nos despedimos de Pisa y abordamos el último trecho del viaje. Siguiendo el curso de la antigua Via Aurelia Nova por la costa tirrénica pronto quedará detrás, a nuestra derecha, la Isla de Elba, y ya estamos otra vez en la Maremma. El auto de M. parece conocerse el recorrido de memoria y cuando nos queremos dar cuenta, esta vez aún de día, hemos llegado a Tatti. La primera visita, sin descargar el equipaje o ir al castillo, fue, no podía ser de otro modo, Il Circolarte, el tugurio emblemático de Tatti, que hace las veces de bar, estafeta de correos, biblioteca, centro de agit-prop cultural, guardería, perrera, lugar de trueque de verduras y otros productos del agro, mentidero y punto de encuentro. De repente, se oyó una voz que reconoció al recién llegado: “¡Ilia!”. La ovación fue de antología. De verdad, no exagero un ápice, parecía Mick Jagger al entrar en el escenario de un concierto. Hay que aceptarlo. Nunca seremos tan populares ni amados como él.

Como se regresa al hogar, que es donde uno tiene los libros, los recuerdos y, ya con mucha suerte, los afectos, arrojamos nuestros equipajes y nuestros huesos en las habitaciones que se nos habían asignado en el castillo, en mi caso, la alcoba de armas, y nos entregamos al sueño, que todo lo repara, en palabras de Juan Ramón Jiménez:

El dormir es como un puente
que va del hoy al mañana.
Por debajo, como un sueño,
pasa el agua, pasa el alma.

Conforme al plan trazado, hoy tocaba descansar, en particular el conductor, quien se ha metido más de dos mil kilómetros entre pecho y espalda sin perder ni el aplomo ni el buen humor. Desayuno en Il Barrino, nuestra oficina matutina. Donde esté la imaginación, quién quiere el rigor. En Sepulcros etruscos tuve la desfachatez de afirmar, poner por escrito y, sobre todo, publicarlo que barrino es voz dialectal en la Maremma para denominar al jabalí o cinghiale. ¿Mi base empírica? Pues que hay una efigie de un jabalí –el símbolo de la Maremma- en la entrada del bar-restaurante. Francesca, la hija del elegante Francesco, uno de los puntales de la vieja guardia tatterina, me sacó de mi –es muy piadoso llamarlo así- error: “Nicanor, Il Barrino quiere decir “el bar pequeño”. Nada que ver con los jabalíes.” Solo espero que los propietarios del Barrino no me lleven a juicio por difamación y que Francesco, Adriano, Sergio y el resto del senado tatterino no me apliquen la interdictio aquae et ignis de sus homólogos del senado de Roma, el más cruel de los castigos, la prohibición de beber agua y de encender fuego en el recinto de Roma, la forma más rigurosa de destierro. Tras quedar al descubierto mi ignorancia, mejor dicho, mi desfachatez, nos fuimos a Ribolla a hacer la compra, algo perfectamente anodino, salvo en un detalle que no puedo dejar de recoger en esta bitácora, porque me pareció delirante: el espectáculo dadá de cuatro personas haciendo una compra colectiva sin coordinación alguna. Sé que se imaginan el resultado. Hubo que volver a colocar en los estantes la mitad de la compra y aun y todo fue una operación absolutamente ineficiente. Al regresar al castillo, hice una piriñaca, que tanto le gustaba a mi padre. Primera y última. Fui apartado definitivamente de los fogones y relegado a lavar los platos, creo que injustamente. Siesta prehistórica, que acabará por convertirse en uno de mis rituales tatterinos más arraigados. Siesta y paseo posterior. ¿Qué problema no se resuelve de este modo? Solvitur ambulando.

Al caer la tarde, fuimos a dar un paseo hasta el cerro de la carretera de Tatti a Prata, hacia el cerro Balestro, por la que llegué por primera vez el año pasado aquí. Visita al cementerio nuevo. Me fijo, un hábito muy antiguo, en las lápidas, en las profesiones, en las heridas de las guerras. Incluso hay un caído en Asia Menor. Conversación, más bien monólogo de MMM, sobre religión. Con la mayor cordialidad de la que soy capaz, le dije que la consideraba una completa fanática. Así se ponen los cimientos de una amistad, vive Dios. M. tercia de vez en cuando, por supuesto por mor de armonía, que es su divisa, pero creo que también un poco asustado o sobrepasado por el fanatismo de MMM.  Al pasar a la ida y a la vuelta por delante del llamado Palazzo delle Canoniche, M. nos habla de las historias inquietantes que le han contado acerca de los fantasmas que moran en esa casa. Naturalmente no oculta su satisfacción, se trata de un claro refuerzo de verosimilitud para la fantasmina que cree a pies juntillas habita en una de las habitaciones del ala superior del castillo. Tras recoger a la joven condesa, nos dirigimos al Barrino a tomar unas pizzas –extraordinarias- en su terraza, contemplando el tramonto que por las alturas del año se produce como un incendio púrpura sobre la Isla de Elba. Creo que nunca me aburriré de este espectáculo. Doy gracias a los dioses por permitirme una vez más disfrutar de él.

Ya caída la noche, nos fuimos al Circolarte a pulsar el ambiente. Ya están allí varios habituales, Gabriele, a quien en clave denominamos D’Annunzio, por el manifiesto parecido con l’imaginifico, Guido, Valeria, Andrea, Alberto, Martina, Micaela, Jada, Lavinia, Silvana, Alberico, Paolo, Manuela, Virgilio, Silvia, Giorgio, Stefano. Nos quedamos solos y retomamos la sesión del círculo platónico donde la habíamos dejado al llegar al Barrino. MMM suelta una soflama acerca de la creación, el peso del alma, las supuestas falacias de la teoría de la evolución, de la supuesta primera Eva y el supuesto primer Adán, del supuesto gen que todos los humanos compartimos. De lo que entendemos por vida, más bien de lo que ella entiende por vida. Naturaleza mineral, naturaleza vegetal, naturaleza animal, naturaleza humana, naturaleza divina. “No hay saltos en la evolución”. “Por supuesto que soy creacionista”. Etc., etc. No creo que Savonarola se lo tomase más a pecho en sus invectivas en las plazas de Florencia. M. pone un poco de mesura en el discurso y hace referencia a la neuroestética, a Darwin e incluso se hace un cálculo somero de cuántos antepasados tenemos. Yo intervine muy poco, contemplé -al modo de lo que hacen las vacas cuando pasan los trenes- más que escuchar aquel desfile de argumentos. Hubo un momento en el que, aturdido y casi a punto de la afasia, me sentí como un estudiante de teología de Pedro Abelardo en el París del siglo XII y que para más inri no entendiese el latín. Confieso que estuve un buen rato pensando en la historia de la maiala de Tatti, quien debió tener un empacho de teología análogo al mío cuando irrumpió en la iglesia de Tatti en mitad de una misa.

En el momento álgido de la tenida, un caballero cuya presencia no habíamos advertido, dado el fragor de la dialéctica, y que evidentemente no había perdido ripio, nos inquirió acerca del alma. Bueno, les inquirió a ellos dos, allí evidentemente yo estaba de convidado de piedra. Resultó llamarse Tommaso Piazza, un profesor de filosofía del lenguaje en la Universidad de Pavía. Filósofo analítico, florentino, en ambos sentidos de la palabra, enamorado de Portugal (vivió cinco años en Oporto), de Tabucchi (que fue profesor en Siena, muy cerca de Tatti) y de Javier Marías, cuyas novelas se conoce de memoria. Confirma la solidez de la teoría del Ur-Adán y M. y él pronto llegan a la conclusión de que conocen a bastantes profesores en común. Yo ya me animé y hablamos de Foscolo, de cementerios, de Tatti. Nuestro interlocutor no es tatterino, pero tiene un abuelo, y por ende dos bisabuelos, de Tatti. En un claro e inquietante ejemplo de sincronía absoluta nos cuenta que el Palazzo delle Canoniche es su casa familiar. Su bisabuela vivía en el castillo, ya que pertenecía a la familia de los Condes Periccioli, los últimos propietarios del castillo antes de que este se fragmentase en varias viviendas. La familia de su bisabuelo vivía en el Palazzo delle Canoniche, justo enfrente del cual estaba el cementerio antiguo, al lado de lo que fue la escuela del pueblo. Tommaso Piazza nos reconoció que, en su casa, efectivamente, pasan cosas. Nos contó una historia acerca de la aparición en una habitación de un espectro vestido por completo de negro. “Un boia” (un verdugo), dije. “Un boia, effettivamente”. Tommaso Piazza fue cooptado sobre la marcha como miembro de número de la Accademia di Tatti y pronto nos pusimos a urdir proyectos y quedamos emplazados para nuevas reuniones. Hablamos, yo me animé ya un poco, de su hermano físico nuclear, Francesco, quien también anda por Tatti, de Andrea, el historiador de Tatti, de Giuseppe Genna, periodista milanés del diario L’Expresso, quien también veranea en Tatti, a los que nos presentará un día de estos, de los etruscos, de Pio V, la Liga Santa y la batalla de Lepanto. Le dije a Piazza que conozco bien el Collegio Borromeo (en el que me alojé unos días hace unos años) y el Collegio Ghislieri, fundado por el cardenal Ghislieri, Pio V en religión. Regresamos al castillo muy animados por la conversación y comenzamos a tomar consciencia de las oportunidades que también ofrece Tatti en lo referente al cultivo de las artes y del espíritu, como si se tratase de un campo magnético que atrae personalidades singulares de todos los campos. Aquí todo el mundo lleva a cuestas su novela y su canción. Por algo todos somos prójimos.

Segunda noche en Tatti, segunda noche durmiendo de un tirón. Es tan insólito que tengo que confesar que hasta me emociona. Me levanto a las siete en punto y me pongo a tomar notas en el cuaderno tatterino sobre la fauna y la sociología del Circolarte, sobre Tatti y sus fantasmas (fantasmagórica tatterina), Byron en Venecia, Rávena y Pisa. Al mediodía, el campanile de la cercanísima iglesia de la Assunta nos avisa del Angelus. Continúo releyendo el mismo libro de todos los veranos, Città italiane, de Rudolf Borchardt. Sigo adelante con el libro de viajes por Italia de Blasco Ibáñez, En el país del arte (Tres meses en Italia). Comienzo a tomar notas sobre “El último de los Periccioli” y los hechos de armas que tuvieron lugar en la comarca.

Al caer la tarde nos fuimos, como Dios manda, otra cosa es de dudoso gusto, a la playa a Follonica, concretamente a Mamai, de tan tropical nombre. El sol incendia el atardecer. Creo que voy a compilar un inciendiario, un herbolario de los incendios vespertinos del Tirreno de los que voy disfrutando. Punta Ala a un extremo de la bahía; al otro, Piombino y la Isla de Elba, con los picos de la montañosa Córcega detrás. El día terminó en Massa Marittima, en cuya bellísima plaza cenamos, comprobando lo difícil que es para la joven condesa de Prata elegir su plato, pues se debate entre el tartar, que al parecer es el eje central de su dieta, y algo con trufa, en italiano tartufo. Al final pedirá tartar al tartufo o tartafo o tartrufo. Los demás, más austeros, nos conformamos, es un decir, con las magníficas pizzas de la casa. No dejé de darle vueltas al proyecto de venir a cenar a esta plaza con alguien muy especial. El regreso a Tatti tiene algo de emboscada, pues hay que ir con todos los ojos alerta para evitar atropellar jabalíes, zorros, liebres e incluso puercoespines. Al paso que va la cosa, la Maremma se va a acabar convirtiendo en Parque Jurásico.

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