Julian, que no había podido acudir a la misa ni tampoco a la cremación de su amigo, vino unos días después de Nueva Jersey a casa y se quedó con nosotros cuatro días. Durmió en la habitación con televisión de M, allí donde había muerto, y como amigo que fue de M, no solo no se negó, sino que en su consentimiento había quizá una complacencia melancólica que reforzaba en él un sentimiento de la intimidad difuminada, algo similar a lo que siento yo al ponerme su chaleco de lana gris sin mangas, como si recobrase una huella del calor de su cuerpo, un resto ínfimo de su presencia, algo imposible de definir pero que me acerca a él, algo que es como si se hiciera tangible su intangibilidad. Normalmente, la gente rehúye dormir en el lecho de alguien que murió hace poco o llevar una prenda suya. Además del chaleco gris, yo busco y llevo la ropa de M que me va, la llevo con cariño, esta es la palabra más exacta, con un tristeza serena como si de esta manera, rozara su sombra, su recuerdo tan vivo y tan afectuoso, más allá de las palabras. El otro día, cuando el tiempo había refrescado mucho, me puse la chaqueta de piel que le había comprado al comienzo del invierno y que temía que iba a rechazar, porque generalmente no le gustaban los regalos, las cosas nuevas, nos reñía por gastarnos un dinero en él, en él que no necesitaba nada, que podía llevar la misma ropa años seguidos, sin importarle.
No obstante, aquella chaqueta le gustó y no por ser vistosa sino porque era suave y resbaladiza al tacto, porque en sus dedos sentía un estremecimiento de frescor cuando la acariciaba, como si acariciara ligeramente al gato Mikado, que murió hace unos tres años y que M llevaba en brazos horas seguidas, acariciándolo muy suavemente, apenas rozándole la piel y escuchándole ronronear. Extrañamente, aunque no parecía echarlo en falta y nunca preguntaba por él, cuando tocaba una superficie suave, lo recordaba, lo llamaba y estaba triste al ver que no acudía a sus llamadas (a pesar de saber que había muerto). La chaqueta de piel le había gustado quizá porqué le recordara al gato, aunque no dijo nada esta vez, sencillamente le resultó agradable la sensación, seguramente distinta, más fría, aunque de una suavidad mansa, que le hizo olvidar objetarnos el dinero gastado. Le gustó tanto que vacilaba en ponérsela por miedo a que alguien se la robara en la biblioteca pública donde trabajaba y donde dejaba sus prendas de invierno en un armario con una cerradura de la cual desconfiaba, de manera ilógica, y eso porque un día le habían robado, pero no de allí, un bolso pequeño de piel en el cual guardaba su portamonedas, sus documentos de identidad y las llaves de casa. Pensaba que se había olvidado el bolso en los baños de la biblioteca, pero cuando volvió a por él no lo encontró. Desde entonces guardaba todas sus cosas junto a él: el abrigo, el gorro, las botas para la nieve, ya que una vez dentro de la biblioteca, las cambiaba por sus zapatillas deportivas que llevaba siempre con él y que después, camino de casa, llevaba cuidadosamente en la mano. Le convencimos por fin de que se pusiera su chaqueta y que la dejara en el perchero de los bibliotecarios, y claro está, nadie se la robó. Se la estoy robando yo, y la acaricio en su recuerdo, compenetrándome con él, hasta sentir su cuerpo al cual vestía con tanta elegancia, pero yo era demasiado grueso para esta chaqueta, la llevaba abierta para que no se viese qué estrecha me quedaba, y para que la gente no se riera de mí por la calle, cosa que a él no le habría importado. He llevado esta chaqueta, casi nueva, con cariño en estos días de frío y me la pondré también en los próximos días de frío.
Julian, vestido sobriamente, es decir, vagamente descuidado como todos los jóvenes de veintitrés años, de una manera gris, sin resaltar en nada, con una gabardina corta algo usada, con su eterna camiseta, sus zapatillas de baloncesto y con el pelo rubio desteñido (el peinado mohawk —mohicano— de antaño así como la cadena de alrededor del cuello, quedaban solo en mis recuerdos) nos abrazó tímidamente, articulando las convencionales condolencias en voz baja, dolorida, casi en un susurro; había perdido a su gran amigo. ¿Qué hacía ahora? Está trabajando en una residencia para esquizofrénicos y otros enfermos mentales de Nueva Jersey, pagado por hora y espera que lo contraten, más pronto o más tarde, a tiempo completo. Es un trabajo, según dice, no demasiado alegre pero tampoco le disgusta. ¿Tiene alguna relación, alguna novia? No, dice, aunque tiene alguna que otra cita con una muchacha con la cual no se lleva muy bien. ¿Por qué? Porque, según nos dice, cuando alguien quiere acercársele demasiado, él tiene la tendencia de alejarse.
Tampoco se puede decir que tenga amigos. Claro, ha vuelto a verse con sus antiguos compañeros de Harmony, con Austin, hijo de un cantante de música folk y con Andy, al cual se sentía más cercano. Pero su gran amigo era M. ¿Cómo se entendía con él por teléfono últimamente? Maravillosamente bien, pero no por lo que se decían, sino porque había un entendimiento, nos explica Julian sin explicarlo, un entendimiento más allá de las palabras. Bastaba con oírse el uno al otro las voces, charlar de deportes y de estadísticas deportivas, de cualquier cosa y de nada, lo que importaba era la voz oída, el contacto vocal esperado y siempre recordado, lo demás no tenía importancia. Lo que nos dice Julian me confronta nuevamente con el misterio de la comunicación entre los autistas y, en especial, entre los que tienen el síndrome de Asperger. Creo que en medio de todo esto hay un elemento profundamente humano, es decir, saber, estar seguro que alguien no espera de ti nada, solo que seas, que existas; que no pretende enterarse de nada a través de ti, que no le interesan las informaciones que le puedas dar, los servicios que le puedas rendir, una simpatía que le quieras transmitir, las cosas inteligentes u originales que te pudiera decir. Que tengas esta certeza y que la tenga también el otro: he aquí lo que yo diría que es una amistad pura, puramente desinteresada, enclavada en el horizonte del ser y asimismo del verbo ser, despojada de todo lo que implica la categoría del tener.
Esta era la razón del desconsuelo de Julian ante la muerte de M: M era el Amigo igual como lo era Julian, Amigo de M aunque no el único. Para Julian, que funciona verbal y socialmente como casi todo el mundo y que, además, no tiene contactos con otros autistas, no acude a conferencias en torno a este tema, y que es, diría, un autista invisible, sus posibilidades de encontrarse con otro ser como M son mínimas, si no inexistentes. El destino hizo que conociese a M desde la infancia y que estableciese con él una relación que se mantuvo más allá de las contingencias de la vida a lo largo de los años. Los años acumulados en esta amistad contaban para los dos.
Es interesante señalar que, tanto Julian como M, se hicieron en un momento dado, hace unos diez años, vegetarianos. Julian se convirtió en un vegetariano radical, un vegan como se dice por aquí, alguien que no come productos animales de ningún tipo. M aceptaba la leche, los huevos, el queso e incluso el pescado, pero por nada en el mundo habría probado carne, él que de pequeño adoraba las hamburguesas que nosotros detestábamos. A pesar de que motivaba su vegetarianismo como una filosofía de vida asentada sobre la piedad por la muerte brutal de los animales en los mataderos, creo que en el caso de M, por lo menos en su repulsa que le producía la carne, había también causas más profundas, de orden fisiológico. Era una intolerancia orgánica que yo me explico por el hecho de que ciertas sustancias de la carne le hacían daño, nada más. Su propio cuerpo era su médico invisible que le ordenaba evitar cualquier carne, a excepción del pescado. ¿Tenía esta prohibición autoimpuesta alguna relación con el autismo o la epilepsia? Lo que es cierto es que M había llegado a ser vegetariano en la época en la cual se iniciaron sus crisis de epilepsia. Me preguntaba si no había alguna relación entre sus crisis y el rechazo a comer carne, tratándose quizá de una reacción de defensa del organismo que merecería ser tomada en cuenta con vistas a un diagnóstico más exacto y a unas recomendaciones dietéticas más precisas. Estas dudas se las expuse al neurólogo Patterson de la clínica Mayo, pidiéndole su opinión, a lo cual me contestó con mucha seguridad en su voz que no, que no existía tal relación. La verdad es que no me convenció, solo estaba convencido de que esta relación oscura no había sido todavía investigada sistemáticamente.
A pesar de todas las precauciones de su médico interior las crisis de M se iban acentuando día tras día, de manera ineluctable. Tuvieron, igual que la medicación prescrita para combatirlas, serios efectos secundarios observables en el tiempo. Su capacidad de expresión verbal en comparación con la de sus siete u ocho años cuando se le diagnosticó el autismo y cuando hablaba bien, incluso con cierta vivacidad, tal como volví a comprobarlo, junto a Julian y más tarde con Phil Wheeler y su familia después de la muerte de M, en una cinta de vídeo de aquella época, se había deteriorado, igual que su memoria a corto plazo. El milagro, si de milagro se puede hablar en estas circunstancias, era que, en lo que concernía a su carácter, no se había producido ninguna modificación, a no ser para mejorar. Su carácter ha sido bello desde el principio, a pesar de las desgracias que le vinieron encima, y era cada día más bello, dolorosamente bello para nosotros, tolerante y estricto a la vez, con una bondad que irradiaba en medio de sus sufrimientos silenciosos, una bondad que se confundía cada día más con la felicidad. En este sentido fundamental, M ha sido, creo, feliz: la absurda predicción apuntada en mi antiguo diario, algunos días después de su nacimiento, se cumplió. No se cumplió tal como deseábamos nosotros, pero se cumplió plenamente, también para nosotros y para él, en aquella luz suave de su bondad, que está y que seguirá estando en nosotros.
Este fragmento corresponde al capítulo 15 del libro Retrato de M, que acaba de publicar Miguel Gómez Ediciones, con traducción de Ioana Zlotescu. Se trata del diario en el que el autor describe la vida de su hijo autista desde el mismo día de su nacimiento hasta su muerte, veintiséis años después. El 11 de diciembre, a las 19 horas, se presentan en la Casa del Lector de Madrid los libros Amor intellectualis (de Ion Vianu) y Retrato de M. Participan: Gustavo Dessal, psicoanalista y escritor; Victor Ivanovici, hispanista y traductor; José María Merino, de la Real Academia de la Lengua, escritor; Mercedes Monmany, crítica literaria; Ioana Zlotescu, hispanista y traductora, e Ion Vianu
Matei Calinescu (Bucarest, 1934-Bloomington, 2009) ha sido un célebre intelectual rumano, admirado tanto en su país de origen como en Estados Unidos, especialmente por sus alumnos y compañeros de la Universidad de Indiana, en Bloomington. Entre sus obras destacan Cinco caras de la modernidad: modernismo, vanguardia, decadencia, kitsch, postmodernismo, y Recuerdos en diálogo