Pierre Bonnard murió en enero de 1947. Los últimos años los pasó solo en una modesta casa de la Costa Azul con bellas vistas hoy destruidas por la especulación inmobiliaria y el turismo de masas. Marthe, su mujer y modelo, había fallecido en 1942. También lo habían hecho gran parte de sus amigos. Su único contacto con el pasado era Matisse, quien lo consideraba “uno de los mayores pintores del futuro”. Ambos tenían muchas cosas en común, pero mientras que Matisse gozaba de fama, Bonnard había caído en el olvido. La evolución estética de Occidente no presagiaba tampoco un reconocimiento póstumo. Su fidelidad a la vida y los objetos de la experiencia sensible chocaba con una poética que responsabilizaba a la noción de belleza de haber convertido el arte en instrumento de idealización al servicio del poder. Adorno, el Ruskin contemporáneo, sentenció que después de Auschwitz no tenía sentido la poesía y Bonnard sólo sabía hacer poesía. Jamás había pintado para desfilar con la historia en la buena dirección, ni para satisfacer los dictados de los filósofos y, mucho menos, para enmendar la plana a la naturaleza. “Busco únicamente hacer algo personal”, solía decir. Otros artistas, hechizados por el mito de la revolución o la fantasía de la guerra como apocatástasis renovadora, tomaron en serio la tesis de que el pintor es un testigo privilegiado de la historia y que su misión no es enriquecer el pasado, sino destruirlo a fin de hacer posible un nuevo origen. El matonismo de los manifiestos, el fracaso del proyecto nabí al que estuvo adscrito en su juventud, la deriva demencial de la sociedad europea, llevaron a Bonnard a distanciarse del mundo y confinarse en una mujer. En el siglo más cruento de la historia ella fue su torre de marfil, su isla desierta, su campo de concentración.
Quizá parezca mal la última frase. Una cosa es que la poesía no sea posible después de Auschwitz y otra ironizar con el Holocausto. Por fortuna, no todo en los campos fue horror y exterminio. El hecho de que los verdugos perdieran el sentido de lo humano no significa que también las víctimas lo hicieran. Benigni, en La vita é bella, un filme inspirado en la novela de un prisionero de Bergen-Belsen, Rubino Dalmoni, tuvo el acierto de recordarlo. La pretensión de destruir el alma de los hombres tropezó con fuertes resistencias. “Aquí entras por la puerta y sales por la chimenea”, le dijeron sus compañeros a Joseph Bau, el Walt Disney israelí, cuando llegó en 1941 al campo de Plászow. Bromas de esta clase abundan en la historia de Occidente. San Lorenzo, a quienes los romanos achicharraron en una parrilla, exclamó durante el suplicio: “dadme la vuelta que por este lado ya estoy hecho”. Y no se trata exclusivamente de humor, también de amor y otras pasiones. Bau, testigo en Plászow de cómo un oficial de las SS mataba a sangre fría a su padre, descubrió allí a la mujer de su vida, Rebeca Tannenbaum, con la que se casó a escondidas y con la que luego, al concluir la guerra, tendría sus hijas. Su peripecia, recreada en La lista de Schindler, prueba que el hombre lo es en cualquier situación y que hay que ser una bomba fétida moral para tomar la barbarie como pretexto para erradicar del mundo la belleza y la alegría.
La pintura de Bonnard encarna ambas cosas. Sus cuadros son una fiesta. Salvo al final, en una serie de autorretratos en los que se ve como su propio enemigo (¿y qué es la vejez sino convertirse uno en carga para sí mismo?), nunca dejó de celebrar el milagro de la existencia. La comparación con Proust, con quien compartía la convicción platónica de que el sentido de las cosas surge al evocarlas en la memoria, resulta inevitable. “La pintura ha solido representar lo que vemos delante de nosotros, no la totalidad de lo que vemos, pero es en la totalidad donde radica su auténtico significado”. Si hasta las obras más revolucionarias de su tiempo, cubistas o abstractas, aceptaban tácitamente la perspectiva clásica con su jerarquía subjetiva derivada de la primacía de la visión frontal, representar la sensación de globalidad que surge al recapitular sobre las cosas, sin deformarlas o esquematizarlas de manera arbitraria, es una operación más exigente. Se trata de no interferir en la representación de la realidad. Dina Vierny, ocasional modelo suya, recuerda que lo primero que le pidió es que se situara ante él como si no hubiera nadie más en la habitación. El esfuerzo por borrar las huellas es la causa de que en sus cuadros acaezca una suerte de vaciamiento del centro y de distribución anormal del color (más intenso en la periferia) que da lugar a un hormigueo rutilante, esa vibración aérea que sume a las cosas que pinta en una lánguida morbidez.
Los teóricos de la vanguardia afirman que los artistas del pasado –pintores, músicos o literatos– eludieron la realidad sublimándola con la poesía. Tras la Gran Guerra, cuyos horrores anticiparon algunos de esos artistas, el antiguo arte se volvió sospechoso. Los campos fueron la puntilla. “¿Se puede seguir pintando imágenes bellas –dice Philip Guston– cuando el mundo se cae en pedazos?”. Aunque resulta discutible que las “imágenes bellas”, identificadas con el mundo visible, constituyan una sublimación mayor que la abstracción o la dodecafonía, en el último siglo pocos han dudado de ello. En este contexto apocalíptico es fácil comprender que un artista obediente con la naturaleza y aficionado a pintar lo que encontraba a su alrededor, un artista cuya mayor virtud no es haber precedido a nadie, sino haber sido siempre él mismo (tanto que se dice que ya viejo entró en un museo donde se exhibía un cuadro suyo y lo retocó hasta que lo detuvieron), sea visto con desdén. Los enseres de la casa, el jardín soleado, la luz que viene de lejos para reposar en las macetas, son temas demasiado triviales para una época grandilocuente como la nuestra.
El único elemento de variación en el insulso mundo de Bonnard fue su esposa Marthe, a la que retrató un centenar de veces, a menudo sin ropa. Semejante obsesión no es insólita entre los artistas –caso célebre es el de Ferdinand Hodler, que documentó la desintegración física de su amante, Valentine Godé-Darel–, aunque rara vez dura tanto. ¿Son los retratos de Bonnard reflejo de una pasión erótica morbosa o la reiteración de un motivo pictórico como la montaña Sainte Victoire de Cézanne? La existencia de una colección de fotografías de Marthe desnuda en posturas que reaparecerán en las pinturas (Thomas Eakins precedió a Bonnard en esta práctica), confirmaría lo segundo. Que la pintara ininterrumpidamente sin apenas alterar su aspecto desde que la vio bajar de un tranvía en 1894 hasta que murió en 1942 ratificaría lo primero. Hay que estar muy enamorado, ser una suerte de Pigmalión invertido, para convertir a la persona en imagen artística. Con todo, esos retratos revelan tanto de ella como de él. Si ella pasa de la desinhibición del principio (La indolente, La siesta) a una madurez ensimismada (Mujer frente al espejo) que concluye en neurastenia (El baño, Desnudo en el baño con perrito), él va de la atracción física a una observación retraída que desemboca en ternura no exenta de cierto resentimiento. La evolución tuvo que ver sin duda con el carácter de Marthe, su “musa y carcelera”, como dice Timothy Hyman. Una persona huraña y posesiva que alejó al pintor de su familia y amigos confinándole en una soledad asfixiante, hipocondríaca, llena de reproches y malentendidos.
En ese proceso, la figura cada vez menos precisa de Marthe va desplazándose hacia los márgenes o cayendo como por un sumidero hacia el fondo del cuadro. ¿Se trata sólo de una cuestión estilística o responde la decisión a alguna motivación psicológica? Desde luego no hay que apresurarse a ensayar una interpretación porque esa periferia donde acaba asentándose Marthe es esencial en la estética de Bonnard para reconstruir la totalidad que constituye el fin último de su búsqueda. Un indicio aparece en el retrato que hizo en 1921 a Renée Monchaty, bella modelo con la que, al parecer, mantuvo una tórrida relación. Años después de su muerte y la de Marthe, su amiga y rival, Bonnard retocó el cuadro introduciendo en el ángulo inferior derecho a su mujer, y esta curiosa elaboración de la pérdida, congruente con el alma de un artista que dio tanta importancia a la memoria, demuestra que su pintura es bastante más que una recreación hedonista del mundo. ¿Tenemos derecho a banalizarla porque en ella abunden fruteros y parterres?
Hay dos teorías sobre el origen de la pintura. Una dice que nació en las cavernas con el propósito de apresar mágicamente la caza; otra la atribuye a la hija de un alfarero que trazó en la pared la silueta de su amante aprovechando la sombra proyectada por un candil. En uno y otro caso se trata de retener algo: el animal que huye o el amante que emprende viaje. El afán de inmovilizar lo fugitivo es inherente a la pintura. Incluso para captar el movimiento hay que detenerlo. El caso Bonnard resulta curioso porque, pese a la epicúrea sensualidad de su arte, lo que intenta fijar con él no es algo perceptible por los sentidos. No son las cosas o los paisajes, sino una atmósfera, una sensación general de plenitud, esos momentos de gracia en los que todo parece lleno de sentido. Si el arte contemporáneo privilegia como experiencia suprema la del dolor acompañado por una insoportable lucidez, a él lo que le interesó era principalmente reflejar esas horas en las que la vida resplandece serena y alegre. Con ello puso de manifiesto su raíz clásica, mediterránea. Horas non numero nisi serenas. Sólo cuento las horas serenas, reza la inscripción del reloj de sol de una antigua villa veneciana.
Tras las pérgolas y los emparrados, las terrazas con hermosas vistas y las estancias bien ventiladas, hay algo más que sofisticados juegos de luz: un estilo de vida y una manera de ver muy diferente de los sueños industriales que devastaron la Europa del siglo pasado. Balthus, en sus Memorias, habla de “pintar para librarse del desastre del mundo”. ¿No es sospechoso que hayan sido los artistas comprometidos en el proyecto de sacar de quicio la historia quienes defiendan con más ahínco la idea de que un arte que encubra la brutalidad de los tiempos es un arte carente de significado? Bonnard no quiso saber nada de la locura que sumió a Occidente en el horror, prefirió concentrarse en la cotidianidad de una vida sencilla. Ahí es donde debe mirarse para aprender de él. Lamentablemente, la curiosidad del hombre ya sólo se despierta ante lo espectacular, lo escabroso, lo extraordinario. Bucear en lo cotidiano se reduce a hurgar en los bajos fondos. Del pintor interesan particularmente las turbulencias eróticas: el supuesto bisexualismo de Marthe (una conjetura basada en las escenas lésbicas con que Bonnard ilustró Parallélement, de Verlaine, y en obras como El espejo del tocador), sus aprietos para satisfacerla (El hombre y la mujer) o el mènage á trois con Renée Monchaty, insinuado en La chimenea (cuadro premonitorio, en el que esposa y amante coinciden sobre la chimenea, símbolo del ardor sexual, en posturas que auguran la tragedia que sucederá ocho años más tarde). Estas especulaciones, frecuentes entre expertos, no aclaran sin embargo nada. Son más reveladoras como reflejo nuestro que por lo que llegan a descubrir. Y es que en esta época de misterios, no es extraño que surjan Holmes que, huyendo de una cotidianidad narcótica, quieran saber por qué Renée se suicidó en el baño de su casa un mes después de que sus amigos se casaran (Marthe le había prohibido volver a visitarlos) o por qué Bonnard, a partir de ese día, retrató a su esposa sumergida una y otra vez en la bañera en una pose que recuerda sospechosamente a la desgraciada Ophelia de John Everett Millais.
Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:
Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros
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