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Retratos salvajes

 

 

Me habría encantado ser crítico de cine. Un crítico desordenado, emocional y arbitrario, de esos que acaban hablando de lo que sienten, de lo que les pasa cuando ven la película y no de lo que es la película en sí. De hecho siempre estoy a punto de ponerme a escribir de cine, pero la desidia y la falta de tiempo acaban convirtiendo ese impulso en un par de párrafos torpes que acaban derramados en la futilidad facebookera.

 

Son muchas las películas que me han marcado. Este año sin ir más lejos han sido tres: La vida de Adele, La Gran Belleza y Breaking Bad, que ya puede y debe considerarse un clásico del cine. Todas ellas tienen la fuerza de hacernos revivir los momentos más intensos de la vida y de replantearnos el sentido de este cuento absurdo en el que estamos. Algunas te llevan a dar saltos mortales y a estrellarme contigo mismo. Son como una buena novela, un escupitajo en la cara desnudo y frontal. Así eres, cabrón, parecen decirte. Acéptalo y disfruta.

 

Relatos salvajes es una de las películas que más me han hecho sentir en los últimos años. Acabo de salir del cine, es pronto para juzgar si es la obra maestra que creo haber visto, o si he sido manipulado por un genio en el arte de arañar las fibras íntimas. Tengo la impresión de haber salido de un huracán emocional, he pasado, miedo, rabia, frustración, alegría, compasión… Desde Amores perros una película en español no me emocionaba tanto. Desde Haneke no lo pasaba tan mal. Es decir, tan bien.

 

Hablar de Relatos salvajes equivale a hablar de uno mismo, de ese yo salvaje que ruge dentro, de ese Walter White a punto de rebelarse contra la sucia mezquindad del día a día. De ese patético de sangre caliente en versión latina y mediterránea.

 

Viví en Buenos Aires en una época de absoluta ruptura conmigo mismo. Me marcó su ritmo, su olor, su romanticismo, su decrepitud sentimental y su viveza tan criolla como sensual. Fue y seguirá siendo la ciudad de mis sueños, el amor imposible de un loquito idealista que choca con la sordidez en clave latinoamericana. Relatos salvajes me traslada a Baires y a sus porteños, marcados por ese país tan espinoso como añorable, tan feroz como cobarde, tan vil como heroico, tan cínico como conmovedor. Pero Relatos podría hablar perfectamente de México, de Madrid o de Roma. Porque somos todos esos y ninguno. Piratas mediterráneos, justicieros cargados de veneno y de estrés, de ruido y de furia, cívicos camorristas de boquilla enfrentados a injusticias irrisorias, porque si, carajo, porque ya es hora de tomar partido y poner los huevos.

 

Pero al gato lo mató la curiosidad y el atrevimiento. O los celos infames, como a ese novio infiel y patético, o a esa novia resentida y vengadora. O es la furia la que nos vence, como a ese chulito agrandado que decide plantar cara al “negro resentido”, que resulta ser más grande y mucho más fuerte. Y acaba despavorido, madreado como un perro por un Polifemo brutal y odioso. O quizás es el exceso de civismo, como el que padece ese Darín empecinado que acaba amargado a diario por los desmanes de la burocracia y sus zombis vasallos. Y decide dar un susto genial al sistema, materializando el deseo que todos hemos tenido: ponerles un bombazo y Pum, se acabó.

 

Todos somos corruptos y mezquinos, productos de una ciudad desorbitada y cruel, o de un país de vivos y de hijos de puta. Somos parte de esa argamasa grisácea que pisamos y atropellamos a diario. Somos cemento.

 

Relatos salvajes es el retrato de todos aquellos que dan el paso para dejar de serlo, se atreven, resbalan y se manchan de mierda. Pero al menos lo intentan. Es nuestro retrato, el tuyo y el mío. Es imposible hablar de esta película sin hablar de nosotros, de nuestros amigos. Porque en el fondo, es el retrato de mis grandes amigos porteños, de M y F, esa ex pareja de guerreros demasiado osados que colisionaron consigo mismos. Su historia y la nuestra palpita en la película. Tan aparentemente distintos y tan iguales en esencia. El amor se rompe por jugar con fuego, por atreverse a ser salvajes. El amor, su amor, viene y se va a fuego lento y por desgracia no tiene un final feliz.

 

Su amor llegó, creció y murió. Por desgracia, M y F no mandaron todos los prejuicios al carajo, no destrozaron todo, no se volvieron locos, no se pusieron a coger como animales encima de la tarta matrimonial. No protagonizaron esa escena épica, gloriosa, redentora. Dicen que, por desgracia, la vida no es como en las películas.

 

O sí…

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