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Revolución en marcha (Crítica de teatro)

 

JUAN ANTONIO VIZCAÍNO

 

La novia. De Anton P. Chéjov. Dirección: Ángel Gutiérrez. Reparto: María Muñoz. Chema Coloma. Consuelo Montoya. Teatro de Cámara Chéjov. Madrid.

 

El dramaturgo ruso Anton P. Chéjov escribió tan poco teatro, (sólo 5 obras), que algunos directores, ávidos de su dramaturgia, revisitan sus cuentos o novelas para extraer nuevo material representable de entre su prosa. Si sus cuentos El oso, La petición de mano, o Una corista se han puesto en pie sobre las tablas en numerosas ocasiones, ahora le ha llegado el turno a su novela La novia. En esta ocasión viene servida por Ángel Gutiérrez, quien tantas veces ha demostrado su maestría teatral en torno a la dramaturgia clásica rusa.

 

Si el teatro y la narrativa suelen ser géneros con intereses contrapuestos, podríamos comenzar preguntándonos si se resienten los espectáculos basados en novelas o cuentos. Probablemente ni la descripción ni la narración sean materiales dramáticos de primera. En el teatro prima el diálogo y la acción, los personajes tienen que ser vistos y escuchados por el público, de ahí la importancia de sus palabras y sus actos. En general podría considerarse que no son beneficiosos estos mestizajes literarios.

 

Más que un director de escena, Ángel Gutiérrez es un artista y un filósofo del teatro. Se eleva por encima de cada uno de sus trabajos, para ofrecer una visión del mundo. Aunque la especialidad de la casa sean los platos rusos -tan nutritivos para todos-, dirija Gutiérrez a Dostoievsky, a Goldoni, a Shakespeare, o a Muñoz Seca, siempre muestra una visión confiada en la condición humana, a la par que una convicción sobre el efecto benéfico del teatro sobre el público. Haber sido educado en la Rusia comunista, debe tener su responsabilidad en este natural optimismo sobre el futuro del ser humano. (Gutiérrez es uno de “Los niños de la guerra”, acogidos en Rusia, durante la Guerra Civil española.)

 

Si acerca de Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais, se dijo que era “Revolución en marcha”, (y por eso estuvo prohibida en Francia, y su autor tuvo que exiliarse); de La novia de Chéjov podría decirse exactamente lo mismo. Unos pocos años antes de la Revolución de 1917, el dramaturgo ruso exigía a voces desde los escenarios, que la sociedad  tenía que cambiar, que esos tiempos antiguos e injustos debían acabar, no sólo para beneficiar a cada uno de los ciudadanos, sino para salvar el alma del gran pueblo ruso. De la obra del gran filántropo ruso se desprende que hay que tener un ideal en la vida para poder avanzar juntos; una fe en algo superior, como un Dios laico que sustituya al religioso.

 

Tanto Chéjov como Gutiérrez vuelven a transitar cómodamente por una Dacha en el campo de principios de 1900 en la tierra rusa. La coexistencia de los humanos en plena naturaleza, ahonda en la profundidad de los conflictos de sus personajes. Como si teniendo por telón de fondo a los árboles y a las plantas, todo se hiciese más auténtico. La sinfonía monótona y hechicera del campo se entremezcla con la voz de sus personajes configurando una suerte de ópera rústica y sicológica.

 

Un joven soñador enfermo despierta la admiración y probablemente el amor en una señorita campestre, que está preparando su boda con un señor muy bien acomodado. Sacha es un idealista, y pasa unos días de veraneo y reposo en la casa en la que Nadia y su familia viven todo el año. Las dudas que siembra en la joven el soñador tuberculoso, perturban a la novia, que no cesa de hacerse preguntas trascendentes en la noche. Según se acerca la fecha de su enlace, aumentan sus feroces insomnios. Según Sacha, la vida ociosa y rutinaria de Nadia tiene que cambiar; ella no puede resignarse a vivir la vida que le ha organizado su madre. “Tenemos que vivir, estamos obligados a vivir nuestra propia vida”, le insiste el joven apasionadamente. Hasta que la revolución consigue triunfar en las carnes de la novia, a la par que la muerte termina llevándose al joven enfermo.

 

Gutiérrez se vale de esta hermosa fábula moral, para recrear ese tiempo de gasas blancas y muselinas de las muchachas, que se columpian en el jardín de sus nobles casas de campo, haciéndose inoportunas preguntas. Dirige a sus intérpretes con la precisión habitual en cada de uno de sus montajes. Desde cada objeto al más mínimo gesto, todo sirve a una sola causa: hacer que la historia fluya tan razonable como misteriosamente para el público.

 

El director asturiano se deja seducir en esta ocasión por la madrugada insomne de su personaje. Se vale de la música y de la iluminación, para crear unas atmósferas precisas, que traducen y resaltan el relieve emocional de la protagonista. Se recrea Gutiérrez en las posibilidades escénicas del insomnio de Nadia, y lo mima, lo acuesta, lo pinta y hasta lo baila… De una gran belleza formal y emocional resulta la danza que Nadia realiza con su velo de novia, al ritmo frenético y apasionado de la música, por una calle de luz en primer término de la escena. La tormenta interior del personaje se desborda bailando.

 

La actriz María Muñoz es una cómplice más que una simple actriz de Ángel Gutiérrez. Se ha contagiado del perfeccionismo ceremonial de su maestro, y se exige todo a sí misma en cada momento de la representación. Tiene personalidad y presencia escénica. Consigue que todo lo que ella hace, sea imprescindible para el público. Ese magnetismo resulta esencial para el arte teatral. Aunque también manifiesta la actriz ciertas repeticiones vocales y tonales, que pueden resultar excesivamente histriónicas o declamatorias. Necesita aún que su voz se inunde de toda la fuerza y matices de su rico caudal interpretativo.

 

Chema Coloma interpreta al soñador enfermo desbordante de idealismo. Su físico muestra la fragilidad y belleza del joven tísico, que enamora a la protagonista. Colabora en esta suerte de monólogo de Nadia que es La novia, pero con alto valor significativo y simbólico. Consuelo Montoya da vida a la madre de la novia, con rigor y calidad interpretativa, a la par que resulta una mujer aún muy hermosa, cualidad que enriquece a su personaje.

 

Para algunos espectadores quizás resulte el estilo de Gutiérrez, un teatro como de hace cien años. Pero tendríamos también que preguntarnos, si ese comentario resulta un desprecio o un piropo. A otros, la representación les encanta y hasta les fascina. Son espectadores agradecidos que se han sentido tratados con respeto en un teatro, (algo que no sucede con frecuencia), y que han entendido y disfrutado de todo lo que se les ha  ofrecido desde el escenario, para que alcance sentido la historia y se desprendan con facilidad sus enseñanzas. ¿Resulta eso, bueno o malo para el público? Dirima la cuestión el propio lector.

 

Y por último sólo añadiremos que si en el Madrid de hace cien años se hubiera hecho teatro de tanta calidad como el que Teatro de Cámara ofrece regularmente, otro gallo habría cantado sobre la escena española. Ya quisiéramos que así hubiese sido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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