El profesor José Muñoz me trajo el libro a Nueva York. Llegó desde Madrid y me citó a su despacho en Lehman College donde se demoró casi 20 minutos en entregármelo.
José parecía sentir que estaba en la obligación de darme primero una detallada relación de aquello que le había gustado del texto. Le había impresionado la figura de la viuda y los fragmentos de las conversaciones del autor del libro con los amigos de Ribeyro.
Así que allí estuve más de veinte minutos en su despacho, escuchándolo, mientras él me hablaba desde su silla y balanceaba el libro con una mano, apuntándome con él: Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro de Daniel Titinger. El libro es un perfil periodístico de Julio Ramón Ribeyro, sobre la base de las conversaciones con su esposa, sus amigos y familiares. Ese coro de voces entregan una mirada tridimensional del escritor, a la manera del Frank Sinatra has a cold de Gay Talese. Titinger ha sido durante dos años director de Etiqueta Negra, así que sabe lo que hace.
Mientras lo escuchaba a José, resistía la tentación de arrebatarle el libro y largarme a leerlo.
«Se lee en una noche», me dijo José, quien desde que descubrió a Ribeyro hace algunos años no ha dejado de amarlo. Cuando yo ya sostenía el botín y me quería ir a buscar un sitio solitario para empezar la lectura, él me retuvo unos minutos más para seguir hablando de los cuentos que más le gustaban. Me dijo el título de dos de ellos: «Los jacarandás» y «El ropero, los viejos y la muerte». Fue a un armario, abrió unos cajones, sacó unas fotocopias subrayadas y me leyó: porque sabía que pronto iba a morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.
José suspiró y me dejó ir.
Empecé a leer en el sofá de mi despacho. Retomé la lectura en el tren de Metro North rumbo a casa. Lo seguí leyendo a la mañana siguiente en el tren D que me lleva a Manhattan y en el que me regresa al Bronx. Casi lo terminé en un sillón debajo de una lámpara en mi sala. Es verdad que se lee de un tirón, es verdad que el retrato de la viuda de Ribeyro (y las especulaciones sobre si existen o no páginas de La tentación del fracaso donde describe su relación con una amante) son chisme puro y por lo tanto apasionantes. Por fin, tumbado en la cama, antes de dormir, llegué a la página 166, al Y no dijo nada más con que Titinger termina.
Un hombre flaco es un testimonio del cariño de los lectores peruanos al trabajo del escritor y a la figura de Ribeyro. El texto, ese coro de voces que ha compilado Titinger, contribuye a ver al escritor como un todo, con las distintas facetas de su vida agrupadas en la página.
Desde que leí «Solo para fumadores» -en un fin de semana alcohólico en la playa de Pulpos, allá por el año 1992- había quedado conmovido por el retrato mental de un escritor que se moría de hambre en París. Es una imagen de Ribeyro que se reforzó con la lectura de sus diarios.
Como si se me curara al leerlo una herida muy vieja, sentí alivio al enterarme, gracias a Un hombre flaco, que buena parte de su vida en París Ribeyro la pasó en el departamento de lujo que compró su esposa, que los viernes se deshacía de sus obligaciones de embajador para almorzar y brindar con sus amigos, que montaba bicicleta por el malecón de Miraflores con su amigo el poeta Antonio Cisneros, que disfrutaba cantando a voz en cuello boleros antiguos en los karaokes, que se enamoró de una muchacha en Lima, y que se la trajo para conocer con ella Nueva York─de donde regresó a Lima muy enfermo─, que murió sin dejar el cigarrillo, pintando y metiéndose al mar al anochecer, celebrando la vida, después de haber sido testigo del principio de la canonización de su obra y haber recibido los aplausos y el cariño de quienes lo leían con entusiasmo.
Un hombre flaco es un libro, primero que nada, para quienes leen a Ribeyro con entusiasmo. Es una obra de amor, escrita para satisfacción de sus muchos lectores.