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Ribnovo y la boda pomaca de Fatme y Mehmed

 

Según datos oficiales, más del ochenta por ciento de la población de Bulgaria son búlgaros; es decir, de origen eslavo y, en mayor o menor medida, orgullosos herederos de Levski, Botev y el resto de revolucionarios que lucharon contra la ocupación otomana a finales del siglo XIX. Sin embargo, basta algo de tiempo y estar un poco atento para percibir los muchos matices culturales que conforman el país y conocer o coincidir con algún turco, romaní, armenio, ruso o cualquiera de las restantes cuarenta minorías que completan el mapa demográfico de Bulgaria.

Los pomacos suelen ser los que mayor interés despiertan entre los extranjeros que tratamos de conocer el país en su complejidad, más allá de los lugares turísticos, las personas comunes y los discursos oficiales. Se trata de una minoría de eslavos búlgaros – entre 150.000 y 250.000 – que durante el dominio otomano de los Balcanes fueron convertidos al Islam y que actualmente habitan en Bulgaria, noreste de Grecia y noroeste de Turquía.

Existe controversia a la hora de determinar la naturaleza y el origen de esa conversión. Mientras que son varias las leyendas y teorías que hablan de un acto forzado bajo amenaza de muerte, algunos historiadores lo niegan y consideran que la gran mayoría de estos procesos estuvieron motivados por cuestiones dogmáticas y por los privilegios fiscales y las mejores perspectivas sociales que la ley otomana otorgaba a los musulmanes independientemente de su etnia u origen.

Sea como fuere, durante prácticamente todo el siglo XX, el – por fin – independiente estado búlgaro intentó hacer lo propio a través de varias campañas de asimilación que incluían el cambio de sus nombres turco-árabes por otros búlgaros y presiones para su conversión a la Iglesia ortodoxa, lo que derivó en algunos enfrentamientos y el éxodo de miles de pomacos a Turquía a finales de los años ochenta y principios de los noventa.

Historia, política y rencillas aparte, la mayoría de los pomacos búlgaros viven a día de hoy en los legendarios montes Rodopes, al sur del país. El hecho de habitar zonas remotas, su condición de aislamiento, el florido y colorido vestuario de las mujeres y, sobre todo, las costumbres y rituales centenarios que en determinadas aldeas aún se conservan, conceden a los pomacos un aura mística y extravagante. De entre todas, las exclusivas bodas que se celebran cada otoño e invierno en el pueblo de Ribnovo – habitado solo por pomacos – son la tradición más popular y retratada. Una tradición curiosamente pagana dentro de una comunidad conservadora y profundamente ligada al Islam.

Ribnovo está situado en la parte oriental de los Rodope, a 1152 metros de altura y a unos 70 kilómetros al sureste de Blagoevgrad, capital de la provincia homónima y sede de una universidad en la que, de un tiempo a esta parte, algunos jóvenes pomacos se desplazan para estudiar o trabajar. La tierra cultivable alrededor de Ribnovo es limitada y el tejido industrial y económico bastante escaso, motivo por el que, además de a Blagoevgrad, Plovdiv o Sofia, muchos jóvenes y adultos marchan a trabajar durante la primavera y el verano al extranjero. El papel que desempeñan las mujeres durante esta ausencia, unido a su importante labor en las costumbres y la celebración de las tradiciones, advierten – a pesar del mayor recato impuesto socialmente – el funcionamiento de una destacada organización matriarcal en esta comunidad.

Las festividades nupciales se extienden durante varios días repartidos en dos fines de semanas: uno para la pedida de mano y los agasajos por parte de las familias de los novios y el segundo cuando tienen lugar los banquetes y la ceremonia, que termina cuando a la novia se la viste con telas y tejidos tradicionales y se la prepara con un maquillaje centenario consistente en una base blanca con adornos y lentejuelas de varios colores. Cada diseño en particular es único para la comunidad a la que pertenece.

El pasado mes de febrero partí desde Sofia con un coche alquilado en dirección a Ribnovo. Me acompañaba Miriam Kozha, una amiga politóloga e hispanohablante que hace cinco años realizó una tesis sobre los pomacos. Aunque ya me advirtió que estaba más puesta en temas históricos y políticos que culturales, no era la primera vez que asistía a la boda en Ribnovo y se prestó a hacerme de contacto y traductora durante el viaje. Su experiencia previa y su condición de mujer resultaron fundamentales para mi aceptación y futuro acceso a determinados rituales más íntimos y privados. Por mi parte, había intercambiado un par de correos electrónicos con el alcalde. En conclusión: íbamos con algún que otro contacto, pero un poco a la aventura. Por no saber, no sabíamos ni quién se casaba.

Imaginaba un lugar recóndito, rodeado de montañas y difícil de encontrar. Para mi sorpresa, la mayor parte del trayecto pasamos por la misma autopista y carreteras que cientos de miles de búlgaros y extranjeros recorren cada año para llegar a Bansko, un pueblo tradicional reconvertido en ciudad de vacaciones y situado a los pies de las montañas de Pirin. Durante el camino, Miriam me cuenta cosas sobre los pomacos. En cuanto al idioma, en ocasiones indescifrable, «suelen adoptar y adaptar el dialecto de la región en la que viven». Además, debía de tener en cuenta que «no todos los pomacos son iguales. En algunas regiones son más herméticos y cautos con el forastero. Y, aunque algunos se autodenominan o aceptan el termino pomaco, en la región más Occidental, hacia donde nos dirigimos, no, puede resultar ofensivo».

Pasando Bansko nos dirigimos a Ognyanovo y, ahora sí, desde allí comienza a subir una carretera sinuosa, serpenteante y mal asfaltada que cada poco se cortaba debido al desprendimiento de enormes pedruscos. Son veinte kilómetros que, dependiendo del ánimo, pueden llegar a hacerse eternos y durante alguno de los cuales, sobre todo con las nevadas y nieblas del invierno, parecen transportarte a otra dimensión o, directamente, a la nada. Después de los pueblos Skrebatno y Osikovo, llegamos a Ribnovo. Queríamos ir directos al centro, donde estuviera la gente, así que nos guiamos por el único alminar de una de las dos mezquitas, que sobresalía de entre los tejados y las chimeneas.

El sol se estaba poniendo cuando llegamos a la plaza, rectangular y tachonada por varias casas, locales y edificios que albergaban el Ayuntamiento, un bar, el centro social en el que se llevarían a cabo los festejos, ofrendas y banquetes de la boda y una especie de discoteca. Aparcamos el coche cerca del consistorio municipal. Nada más bajar me topé con una mujer joven, rubia y hermosa que hablaba por teléfono en la puerta de la discoteca, de la que salía mucho humo y el intenso volumen de la música chalga – folk balcánico mezclado con partes de electrónica que, por lo general, con sus letras y ritmos incitan al lujo, al ocio, al vicio y al desenfreno –. La joven combinaba elementos tradicionales de la vestimenta de las pomacas con ropa y calzado más informal y juvenil. Esta estampa marcaría mi percepción del lugar y el resto de mi experiencia en Ribnovo. Tradición y modernidad, juventud y vejez, moral y apariencia…

Al poco me encontré con el alcalde en lo alto de las escaleras que llevan hasta la entrada del Ayuntamiento. Se mostraba dispuesto y afable. Después de explicarle los motivos de mi visita, agarró su teléfono y llamó a los novios, quienes, quince minutos después, se presentaron en el bar junto a la hija del imán de Ribnovo, anfitriona de Miriam hace cinco años. Para mi sorpresa, la joven rubia que vi poco antes hablando por teléfono era la gelina –nombre que reciben las novias que se casan –. Su nombre es Fatme. Tanto ella como el novio, Mehmed, también joven a pesar de los años que le sumaba su recortada barba, nos invitaron a un café en aquella humilde, fría y abstemia sauna de nicotina que tienen por bar. Nos contaron sobre ellos y nos dieron detalles de la cronología de los distintos eventos y rituales que tendrían lugar durante los siguientes dos fines de semana y que ahora me dispongo a mostrar con algunas de las fotografías que saqué.

Antes de terminar y pasar a ellas, me gustaría contar una anécdota. Al día siguiente, el día de la pedida de mano, después del banquete durante el que ambas familias degustan las decenas de banitsas que las mujeres han preparado y los novios muestran a los presentes los regalos que han recibido, se celebró en la plaza del pueblo un baile amenizado por una típica orquesta de gitanos. Tenían varios altavoces de gran tamaño repartidos alrededor de la banda; sobraban vatios como para otras tres bodas. A pesar de ello, había gente que se pegaba durante horas a los altavoces viendo como los jóvenes solteros se agarraban de la mano y bailaban en círculo. Después de un rato acabé aturdido y no pude aguantar más. Me resguardé de la música y el frío en una tienda donde mujeres de mediana edad que aparentaban más años de los que tienen charlaban sentadas al calor de una estufa.

– ¡Te puedes creer que hoy ha venido mi nieto del colegio y me ha dicho que tiene miedo por el coronavirus!, exclamaba la mayor y más parlanchina de todas mientras el resto se reía.

– Pero, ¿cómo va a llegar eso hasta aquí?, preguntaba otra con sorna.

– Pues, ¿de dónde te crees que vienen los zapatos, las telas y todo lo que compramos?, respondía la dueña de la tienda.

De nuevo otra de las muchas escenas que me hicieron pensar. Además de por su estética, me resultaron peculiares por su curiosidad, su talante tranquilo y algunos detalles – siempre llevan a mano algún dulce para ofrecerte, por ejemplo –. Al mismo tiempo se caracterizan por cosas que no dejan de ser iguales a las de la mayoría de los búlgaros: la familia como piedra angular de su existencia, el arraigo a su tierra y, a pesar de su idiosincrasia y el rebuscado lugar que ocupan en el mundo, el alto consumo de Coca-Cola y otros iconos Occidentales y la, cada vez mayor, importación de manufacturas y trastos de China.

Pero bueno, aunque ahora posiblemente no se lo tomen tan a la ligera – se han dado casos de pomacos infectados el pasado verano cuando trabajaban en diferentes campañas agrícolas de España o Francia – aquel no era momento de tomarse nada en serio. Estaban felices, la tradición sigue vigente, se celebraba la boda de Fatme y Mehmed.

 

 

Joe Manzanov es periodista y fotógrafo independiente. Además de en Portugal, Brasil, Italia y Paises Bajos, ha vivido casi seis años en Bulgaria. Le gusta viajar, la crónica periodística, la fotografía documental, la gastronomía y vivir en general.

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