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Richard Serra: la materia del tiempo

Richard Serra, The matter of Time

El Guggenheim de Bilbao es un edificio cargante e infantil que, sin embargo, tal vez se hiciese para contener una obra admirable. Me refiero a la pieza de Richard Serra que lleva por título The Matter of Time.

Se trata de una cuestión de tiempo, efectivamente, el hecho de entrar y caminar por el interior de las serpenteantes planchas de acero cortén de Serra. Pero de otro tiempo que el considerado -un tanto estúpidamente- como el normativo o habitual. Tal vez una salida del tiempo, de ese tiempo, precisamente. O un tiempo suspenso; por más que éste se manifieste de forma más que evidente en la duración fluida y sedosa de esas planchas por las que la mirada y el cuerpo se deslizan.

En realidad es como si entrásemos, a través del nebuloso esplendor de estas estructuras, en una vida olvidada de la vida. Vida, diríamos, vaciada de hechos o de referencias. Y, por tanto, entrada en un más allá que es como una existencia sin desarrollar; pero que se halla,  poderosa, delante de nosotros, a nuestro lado, a nuestro alrededor.

Así pues, otro tiempo, en cierto modo, se alza en esas enormes y lóbregas cortezas que delimitan una especie de reserva. Cortezas o habitus: industrial y a la vez originario, plutónico pero también de alguna manera futuro. Una duración distinta se despliega, desde luego, al penetrar esta construcción torsionada y disjunta, este lugar severo de subterránea deambulación. Otro transcurso, que sucede como en un Hades arquetípico, venidero e inmemorial: intempestivo, como un pasaje de arqueología industrial, en efecto.

Separado del mundo cada cual en los intersticios de las murallas gélidas y altas de Serra, al acecho de retornos y reverberaciones sonoras que nos interpelan y persiguen por las fisuras de ese espacio oscuro -que consuenan, al cabo, con algo desconocido en nosotros-, apreciamos que no hay en nuestra intimidad una sola voz, eso que llamamos confusamente la voz interior, sino resonancias: ecos, llamadas, repliegues o despliegues de lo que se difiere y se teme, se anhela o sospecha, incierto se espera. Pues no es un solo sonido lo que resuena, sino que todo en torno vibra en uno como un ciego y enemigo rumor.

Se siente entonces todo el peso del tiempo, entero y enorme; de una pieza, justamente. El tiempo que ahora se ofrece solidificado, en la forma o lámina de una condensación fascinante y a la vez ominosa. He aquí como su presentación: tiempo hecho presente, presencia eminente y recóndita de lo que creíamos imposible o incluso impresentable.

Está oscuro, decimos, y hace frío allí. Andamos casi a tientas buscando una luz que presentimos amortajada. Es entonces cuando empezamos a sospechar que nos hallamos como en el subsuelo del mundo, en el lugar antiguo para el descanso de las almas. Donde los muertos aguardaban, acaso, una nueva vida.

Por eso no puede ser de otra manera: se trata de un lugar de miedo y a la vez de tenue esperanza. Las curvas sinuosas y lentas de Serra nos envuelven con sus bordes de compacidad. Van tejiendo un velo que separa a la persona viva de su vida factual. La van ensombreciendo e incubando; la van meciendo, aislando, moldeando. Hasta que, leve sombra furtiva en medio de esos corredores arcanos, cuerpo en peligro de abducción o de disolución, nos decidimos, temerosos, a palpar por fin un borde, o una pared. Como hiciera tal vez el primer hombre que bajó a una gruta, y con la palma de la mano sintió la tierra y su cuerpo con ella.

Su cuerpo mínimo que, por ese gesto, se inscribía en el mundo, como un signo mortal y breve en medio de ese muro de inmensidad oscura, envolvente, casi infinita.

 

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