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Ricky 010 Ricky en las carreras

 

Aquella tarde, Ricky se había ido él solo a ver una disputada carrera de caballos. Como de costumbre, por algo que había llamado su atención en los informativos de TV. Fue con tiempo suficiente para asistir a los prolegómenos de pesaje, indumentaria y demás ritos de los jinetes antes de ir a acariciar sus monturas, tranquilizarlas, vigilar los últimos toques de los mozos en vendajes, cinchas y bocados y hablarles, casi a la oreja, para tranquilizarlos y que el caballo percibiera su propio olor y sus palabras tantas veces repetidas antes de formar un solo ser para salir al paddle, para relajarse y acostumbrarse al olor de los demás caballos. Ricky rápidamente vio a dos jinetes que le confirmaban en su intuición al leer el día anterior el periódico. Él los había observado antes en los establos entre los demás y no los había reconocido como ahora con sus jinetes. No recuerda por qué, al ver a los jockeys de ambos, percibió algo, que llamó su atención el día anterior en los medios. Ricky camina con ese no sé qué que le acometía, a veces, mientras pasea en esa hora que precede a la carrera. A él siempre le pareció un momento mágico en el olfatearse de los caballos, en los diferentes relinchos o reacciones espontáneas hasta que se acostumbran o reconocen a los demás caballos con los que van a competir en la carrera.

Una vez que suena la señal ya no hay más tiempo que para lanzarse al galope guiados por sus jinetes que, con la tensión precisa, sujetan el bocado con la suavidad y destreza necesarias. Eso es lo que los joqueis llevan entre sus dedos, sobre todo con los anulares y los índices en un juego preciso como en las teclas de un piano o en las cuerdas de violines hasta las de las arpas, en una melodía con acordes misteriosos, que perciben mágicos en algo que parece barahúnda sino fuera la clave de la creación que se avecina. El pesaje de los jockeys con las libras de plomo con su silla y casco es un poco como aquel cuento que, cuando yo era joven, había escrito ante la escultura del «galo y el romano», que se encuentra en algunos de mis apuntes. También es un poco la idea de aquel galo herido y casi volcado sobre su muslo derecho herido, que también le impresiona a Ricky. El caso es que ya se acerca la carrera, todo el mundo atento, y un Ricky algo turbado al hacer las apuestas: apuestas había vacilado y no sabe por qué, movido por un impulso absolutamente estúpido apostó lo mismo a esos dos caballos.
El caso es que uno de ellos salía favorito y entonces se inicia la carrera, van buscando sus puestos imaginarios siguiendo la suavidad del bocado que les transmites los deseos del jinete y la primera vuelta transcurre como siempre de acomodo. Luego todo se va enconando y ganándose los terrenos…y algunos espectadores pegan gritos de ánimo a los caballos a los que han apostado… como si pudieran oírlos. Pero Ricky no pestañea al ver cómo sus dos caballos se van ganando los puestos, ya sudorosos …como si fueran, al menos para Ricky, tan sólo dos los caballos y los jinetes a los que Ricky seguía, como en un deja va, que le devolvía a otros tiempos y lugares imborrables. Pasan por delante de la tribuna en la que él está controlándose, uno en cabeza clarísimamente, el favorito en cabeza, clarísimamente. El público grita y gesticula…

Clarísimamente, el caballo alazán va en cabeza seguido en cuarto lugar por el negro zaíno ya tan querido al recordarlo Ricky.

 

Y cuando pasaron al poco, uno en cabeza y el otro rozándole, se caló los prismáticos y no los soltó, apretándolos hasta la nariz hasta sentir que le dolía. Y sin bajarlos ni una vez fue siguiendo la carrera y vio como el caballo que en iba en cuarto lugar pasa a tercera, pasa a segunda, llega un momento en que ya está ya a la altura de la grupa del primero. Ricky sentía el dolor que le estaba produciendo cerca de los lagrimales la presión de los prismáticos. Y sin atreverse a bajarlos a pesar de lo que pesaban, y sintiendo como una especie de calambre en sus brazos y sintiendo como los dedos, con fuerza apretados en los tubos binoculares, ve cómo en un momento determinado se pone a la par del otro.

Ricky sentía que el corazón le latía, que las sienes golpeaban. Sentía en las ingles, y como tantas veces le sucedía, en los talones, en la parte interna de los talones, como un cosquilleo y veía como, cuando se acercaban a la recta final, los dos caballos aumentaban su agónico desafío. Los dos caballos venían cuerpo con cuerpo, cabeza con cabeza, belfo con belfo. Él desde su corazón intuía el respirar de los caballos, el olor de su sudor, el aleteo de sus belfos, de sus narices, como oreaban el viento. Vio en un momento el pasmo del jockey del alazán. Vio en cambio, como aún había un cierto anhelo, como tristura, como una transformación de aquel jockey que le llamó la atención por esa su tristura, quizás por un no sé qué de desvalimiento, quizás como por herida antigua, como por un algo de que alguien en algún momento lo hubiera herido. El jockey del negro zaino, como si en parecida ocasión hubiera recibido algo hondo o un desafío inapropiado, que hubieran hecho como como un desconcierto alzó su barbilla y casi la apoyó en las orejas de su montura que se diría como saeta en el viento.

 

Y cuando se ponían a la par, y todo hacía presagiar como un grito en el estadio que le iba a adelantar, como todo el mundo estaba convencido, siguiendo aquella agónica y maravillosa contienda “comprendió que ambos caballos corrían sin noción de las bridas, de los bocados, de las salivas y de los redobles en sus corazones el ganar milímetros, casi belfo junto a belfo como en un sueño de alguna sinfonía de Beethoven, la séptima, quizás… cuando todo el mundo, intuía por inercia que ya no había mas remedio que por medio cuerpo ganara el segundo. De manera misteriosa, ante un grito increíble, tremendo, sordo, el grito sordo de la multitud, los dos caballos rompen al mismo tiempo la cinta, pasan al mismo tiempo el infrarrojo, se produce un alarido y todos gritan a desuello. Y Ricky, al que casi le sangraban los lacrimales, que no sabía si aquello era sangre, o sudor, que no sabía que eran lágrimas prensadas, que no sabía que le pasaba y no podía despegar los prismáticos, sintiendo como un escozor, como un escalofrío, como si ese dolor fuera algo sádico, como si fuera algo misterioso, inefable, la boca seca, como un anhelo. Ricky presintiendo, como le ocurría tantas veces, intuyendo, por instinto, que allí estaba ocurriendo algo mágico, y la magia volvía loco a Ricky, le fascinaba. Ricky, que daba tanto de su tiempo y de su vida por una experiencia mágica, por un encuentro, por un contacto, por un silencio, por un susurro, por una respiración, por una vela, por una vigilia. Ricky no se quedó sin aliento cuando la multitud del grito pasó al silencio al ver que los dos caballos, que todo el mundo sabía que tendrían que recurrir al vídeo para ver exactamente quién había llegado primero, seguían galopando, sin tirar de las riendas a las monturas, como llevados por ellas, como llevándolas ellas. Y siguieron corriendo. Y las gentes, como creyendo que se habían desbocado los caballos, que se habían encelado, que se habían enzarzado en una competencia misteriosa. Ricky con los prismáticos, mientras sentía que las lágrimas rodaban ahora por su rostro, intuyó las lágrimas de aquellos dos jinetes en el supremo esfuerzo de los caballos que en la primera curva, según se sale de la recta final o de la recta primera, como se quiera, en un misterioso impulso, en un anhelo increíble, en un esfuerzo vital, en lugar de tomar la vuelta hacía la izquierda, saltaron las vallas y se perdieron en el horizonte, ante un silencio que se extendió por todo el hipódromo, ante unas nubes que reventaron de repente en truenos ante una lluvia que empezó a caer inmensa, inmensa, incontenible, y las gentes presas de miedo, presas de pánico, y de silencio, se echaron hacia los vomitorios y se fueron escapando sin ir a cobrar sus premios, sin ir a nada. Sólo Ricky, en ese momento, descargando los prismáticos que le dolían y hacían sangrar su nariz, Ricky los apoyó en su regazo, levantó la frente, sintió la lluvia cayéndole por su rostro, por su frente, por sus ojos y se dejó abandonar por aquella lluvia inmensa, larga que le ayudaría a llegar al otro lado del río.

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