Ricky y Roy, ante un mate de coca, esperan el postergado vuelo a Sucre por causa del mal tiempo. Se levantaron temprano con el soreche a cuestas, se vistieron. Hicieron como pudieron su maletín de alcance para dos días en Sucre y abajo estaba el fiel chofer, Rubén, el hombre que siempre recogía a Ricky cuando venía a la Paz para llevarlos al aeropuerto.
El soreche era fuerte, Ricky y Roy habían cometido el error la víspera de no hacer caso al médico del aeropuerto, que les había dicho que comieran muy poco, una dieta ligera, muchos líquidos no carbónicos ni alcohólicos y sobre todo frutas y que descansaran. Mientras el médico del aeropuerto decía esto, un Ricky un poco afectado por la altura, Roy daba un par de bocanadas hondas a su pipa, y en sus ojos, en esas pupilas suyas que vibraban de especial manera cuando estaba absolutamente en contra de lo que estaba oyendo, en el fondo se decía: «Ya, ya, se va a quedar Ricky descansando en el hotel.»
Así fue, nada mas salir del hotel, ya les tenía Rubén preparado un proyecto. Darles un paseo, ya acomodados en el hotel, por la Paz, su barrio de las brujas, sus mercados, la plaza de las armas, sus calles llenas de artesanos, de cholitas con polleras, manta y sombrero ladeado, niños de mejillas rojas por el fino viento de las cumbres, pasaron ante la preciosa Iglesia de San Francisco, Palacio del Congreso, Palacio Presidencial con su guardia tan característica del XIX, de color rojo; bajaron a la zona residencial. Hasta medio millón de campesinos, los cholitos viven en la parte alta de la ciudad, donde se respira peor y donde el soroche dificulta más. Sin deshacer las maletas, Ricky y Roy se subieron al coche de Rubén, que les fue explicando como siempre las maravillas, los encantos, el modo de vivir de una ciudad, de la capital es la mas alta del mundo. No existe ninguna capital del estado a la altura de la Paz.
Al dar una vuelta, el coche se detuvo y, sin decir una palabra, Rubén miró hacia atrás, y Ricky ya le tenía cinco bolivianos en la mano. Roy se dio cuenta de que había un entendimiento entre ellos, pero que él recordase no había hablado ni un solo momento a solas Ricky con Rubén. Él había estado todo el tiempo, hasta cuando subieron a la habitación. Roy se calló y al cabo de dos minutos regresó el chofer, Rubén Luna con una bolsa de plástico grande, como de cuarto de quilo, llena de hojas de coca. Roy miró a Ricky y Ricky dijo: «¿Y la lejía?». Contestó: «Va dentro, señor».
Ricky, con toda la naturalidad del mundo, abrió su coca, extrajo unas siete hojas, las juntó, partió una especie de serpiente hecha de lava volcánica a la que llaman lejía y que se añade a la coca para producir un efecto químico. Como los indios Kinballas y los Chamanes, y los mascadores, y los masticadores de coca en Colombia utilizan la cal que llevan en sus póporos pegados al cuello. A falta de lejía, a falta de cal, a falta de esa lava volcánica se utiliza la ceniza del cigarro, del cigarro puro, mejor que del cigarrillo.
Ricky estaba dispuesto, si no hubiera habido lejía a encender un Davidoff de los que había traído de Cuba, para ir echándoselo en la mano y de la mano a la boca la ceniza, lo cual abría producido, sin duda alguna, el mayor asombro de Roy.
Ricky cortó un trocito, como la mitad de la uña del meñique, puso la lejía dentro de las hojas de coca, las envolvió y le dijo a Roy: «abre la boca». Roy, que siempre confiaba en Ricky, aunque tantas veces no comprendiera sus gestos, sus silencios o sus palabras, abrió la boca y Ricky, con toda suavidad le colocó el envoltorio entre la encía y la mejilla. Y le dijo: «Tranquilo. De vez en cuando, lo cambias de un carrillo para otro, a eso se llama bolear. ¿Recuerdas cuando visitamos el museo del oro?».
Ricky, a continuación, cogió para él diez hojas, metió un trozo de lejía un poco más grande, quizás el doble, lo metió en la boca, cogió otro montón de hojas y las comenzó a masticar. Ricky nunca tuvo paciencia para nada. Nunca supo hacer antesala, ni guardar cola alguna. Y así, mientras en una mejilla tenía la bola con la lejía dentro, para que se fuera empapando de saliva, iba mascando las otras hojas y le explicó a Roy que Rubén, siempre que le esperaba en el aeropuerto, le tendría ya su consabida bolsa de coca.
Rubén siempre escogía las hojas de coca de los «Yungas», que era la buena y no la de «chaparé», que es la que se utilizaba para extraer la cocaína. Al hecho de mascar la coca se le denomina en Bolivia acullicar, «acullicu» es mascar la coca. Y así iban los dos acullicando, mascando su coca y esperando Roy con interés, a conocer los efectos de la misma. La verdad es que, al cabo de un rato, sintieron que el soroche había desaparecido, como una mayor perceptividad, mejor sonido las luces que se veían a lo lejos, las formas… todo eso les daba una cierta “paz” que ellos estaban analizando. Porque Rubén, de vez en cuando, volvía la cabeza y preguntaba: «señor, ya va notando los efectos de la coquita». Y él les explicó, que cuando tenía que salir para un viaje largo desde el aeropuerto a Cochabamba pues mascaba sus hojitas de coca que le mantenían despierto. Al fin y al cabo, la coca mascada y unida con una cal produce una mayor excitabilidad y aguantas mejor la gran altura; de hecho, todos los hoteles de La paz tienen servicio médico las veinticuatro horas para acudir al que se sienta atacado por el Soroche o mal de las alturas y, en el aeropuerto, al médico lo ve uno pasear con su bata blanca y un fonendo al cuello. Por todas partes hay atención médica gratuita a los que padecen de ese mal. Rubén les contó que los mineros, todavía en nuestros días acullican cuatro veces al día. Antes de entrar en la mina, se reúnen en círculo y cogen sus hojas de coca y las mastican con la ceniza; después, en mitad de la mañana y, después, con la comida. Dicen que quita el hambre, lo cual es cierto. También es cierto que los mantiene más despiertos y les permite seguir trabajando.
Dice Rubén que la coca da buena dentadura, de hecho, en las regiones en las que se masca y es la buena coca de los yungas, los ancianos tienen perfecta la dentadura. También contó Rubén que las hojitas de coca se utilizan para los sahumerios, que su madre que era indígena les hacía los sahumerios para que la Pachamama, la diosa madre tierra les protegiese. «A todos los hermanos nos hace. Cuando yo tengo que salir de viaje a hacer mi trabajo, mi madre coge un coche de dulce, unos hilos de colores y luego ella le añade otras cosas, un feto de oveja y les añade otros aditamentos; entonces, la madre lo quema y lleva las cenizas al monte mas alto, al lugar más alto donde ella se encuentre ella, y las tira al viento, para que la Pachamama proteja a su hijo Rubén, que es taxista. Un poquito de la ceniza en una bolsita se la da para que Rubén la lleve consigo durante todo el viaje.
Así, con toda naturalidad, Rubén les iba contando, aunque son católicos Romanos, cómo insiste mucho para distinguirse de las sectas evangélicas que se llaman cristianos, dicen que la Pachamama, que es la madre tierra, pues que existe y que no hay un buen boliviano, ni un buen peruano, que, cuando abre una botella de vino, no vierta el primer chorro en el suelo y diga «para la Pachamama” y que no hay un buen boliviano o un buen peruano que, cuando inaugura una casa, no invite a amigos y conocidos y haga sahumerios, y esos sahumerios con feto de llama, con feto de alpaca u oveja, los rocía por el suelo y por las paredes. La Pachamama es la que, al fin y al cabo, nos protege y Dios está mas allá de la Pachamama.
Es lo que impresionó mucho a Rubén: cuando yo, en Lima, charlaba con aquel doctor y rector de la Universidad, hablaba de Wiracoha, como el supremo Dios de lo creado, como lo que estaba más allá, como lo que estaba antes: Wiracocha, aquel al que fue ofrendada la ciudad de Cuzco sagrada. Es el Machu Pichu, que no tiene sentido ninguno comercial, ni siquiera estratégico, ni ningún tipo, ni industrial, que es en lo alto de una montaña, talladas unas formas, unos volúmenes, unos espacios, de homenaje y de ofrecimiento al gran Wiracocha. Esta realidad la conocían los nobles, pero al pueblo se les hacía creer que había dioses para todo, en el mar, en todas partes, el sol, la luna, los ríos, y los tenían sometidos, porque todos ellos, los Incas nobles sabían que no era cierto que hubiera un solo espíritu que iluminara las cosas. Con igual naturalidad, Rubén contaba como la Pachamama lo recibe todo, lo preside, todo viene de ella y todo vuelve a ella. Lo demás son formas, formas para expresar.
Así llegaron al Valle de la Luna. Estaba atardeciendo. El paisaje se iba tornando en la gama de los tostados, en las montañas a los fucsias, a los violáceos, a los grises; había retazos cárdenos. El encanto iba envolviendo a Roy a Ricky y a Rubén. Rubén cada vez hablaba menos y ellos miraban mascando su coca, por las ventanillas. El Illimani, a lo lejos, presidía, con su protección secular, la ciudad de la Paz.
Cruzaron el río Chocqueiapu y cada vez el paisaje fue cambiando más, recordando esa ceremonia de los sahumerios que los indios llaman Chaya y en la que los sacerdotes participan también, porque se dan cuenta que no pueden erradicarlos de las costumbres y de las tradiciones y del folklore; lo que hacen ellos es añadir un poco de agua bendita. Así también, en las vidas de los indígenas coexisten, por mor del lenguaje y de las diferentes tradiciones, ancestrales creencias, seculares tradiciones con nombres y formas nuevas. Es un tema impresionante: cómo se imprime, cómo se expresa la fe en lenguajes nuevos, con formas nuevas. Cuando el sentimiento y lo que nos alienta son siempre lo mismo.
En el Valle de la Luna detuvieron el coche. Ya era el silencio. La Luna era llena este catorce de Julio. El cielo de azul fuerte que estaba se fue tornando plata. El Valle de la Luna es mágico, misterioso, con formas caprichosas que el viento ha tallado durante miles de años. Hay un solo animalito que vive allí, de la familia de los conejos. Viven en tobas, pero no vive nadie más. De vez en cuando, algún campesino caminando por la carretera, pero lo que impresionaba era la paz, la inmensidad, la soledad.
Valle de la Luna, no podía ser de otro modo. Roy con la pipa amagada entre sus labios, sus manos dentro de los bolsillos de su cazadora por el frío viento. Mientras Rubén se alejaba un poco, Riky le dijo a Roy, «ahora comprendes por qué teníamos una cita en este lugar desde hacía millares de años”.
Los vientos y las arenas habían tallado en esta tierra este Valle de la Luna, esperando a que llegásemos para redescubrirlo. Saborea el silencio Roy, que aquí en este Valle comprenderás lo mismo que hace un tiempo intuiste en Tikal: Que hay lugares cargados de energía, cargados de presencia mágica, que nos están llamando desde millares de kilómetros y de años, y que somos torpes si no nos preparamos para estos encuentros. Ya ves que no hemos podido subir a Machu Pichu. No estábamos preparados. Hay lugares a los que sólo se tiene acceso después de una adecuada iniciación, después de una purificación. Aquí hay que entrar con los pies descalzos. Hay que merecerlo. Hay que prepararse. Tus fotografías captaran mañana esta belleza. Mi verbo, mis palabras ilustrarán el relato, pero nada será parecido a este silencio. Y así, mientras en el poniente se ponía un arrebol de fucsia y de mora, de colores violáceos, y la Luna esplendente aparecía por el Illimani… el Valle de la Luna se había calado de un silencio denso que estremecía el corazón de los dos amigos. Se dieron cuenta de que valía la pena sufrir un poco. Que lo que importa es la meta. Seguir la voz que oímos dentro supone también estar dispuesto a arrastrar contrariedades y aún, a veces, algunas fatigas. El Valle de la Luna no es más que una etapa.
José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M.