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Frontera DigitalRicky 015 Laberinto de Tiwuanaco

Ricky 015 Laberinto de Tiwuanaco

La ciudad blanca, fría, donde se había proclamado la independencia por Bolívar. Una ciudad de hermosas calles, casas blancas, galerías, llenas de confidencias, galerías que daban la vuelta a la esquina y daban a dos calles donde se podía imaginar hacendadas señoritas bordando tras los cristales en las frías tardes de invierno, mientras no dejaban de observar qué ocurría en esas calles frías, que para ellas constituían su vida, su norte, el ámbito de su existencia fuera de la visita a la iglesia para el rosario, o de esas visitas de relación que todavía en las viejas ciudades se seguían realizando. Recordaba Ricky a Roy que en la ciudad de Cuenca las familias no ha muchos años que se visitaban por la noche. Las familias se preparaban se vestían y hacia las ocho de la tarde, las señoras, las hijas, se dirigían a otra casa donde las esperaban toda la familia para atenderlas y repartirse por todos los salones y estancias donde los hombres solían darse una vuelta para ver a sus amigos hacia las nueve de la noche. A esa hora hacía su aparición por la casa, saludaban a los señores, fumaban en una parte mientras les servían el chocolate acompañado de unos mantecados, y hacía las nueve y media, las diez, se levantaba la reunión y se despedían hasta que se devolvieran la visita. Al parecer las referencias y los lazos de familia se mantenían con estas pequeñas cositas, y algunos se habían venido abajo por no devolver una visita. Era curioso como le habían contado en Cuenca todo el formalismo de los lutos: hasta cuatro años llevaban el luto. Durante dos años de negro, después de alí, es decir, de blanco y de negro, se metía el gris, y más tarde, como decía la niña» pasábamos a la rama de los malvas, desde el morado hasta el lila, que un día, sin saber ni como, se confundía con los fucsias y los rosas: había estallado la primavera.

 

En Sucre se había demorado por la recoleta, haciendo fotografías, había querido plasmar la Cruz del Sur, por fin la descubrió y sus ojos se llenaron de una contenida alegría, porque había soñado desde muy niño con contemplarla, relato de navegantes de su infancia, de descubridores y de grandes viajeros. Hacía frío como en la Paz aquí en Sucre, por eso quisieron comprar un par de ponchos, negro uno de oveja, usado, muy usado, aunque lavado. Sólo tenía una cenefa muy discreta, casi no se veía, de color granate: olía a oveja y era el puro poncho usado por los indios, por aquellos que habían tenido una pena, que se les había muerto un ser querido, un amor, se vestían de luto. ¿A quién habría pertenecido aquel poncho de oveja? Roy se lo puso mientras que Ricky se compró uno azul, largo, de su estatura, y que tenía unos ligeros relieves en verde, azul y blanco. Los dos embutidos en sus ponchos de abertura horizontal, caminaron las calles, altos como eran, y las gentes volvían la mirada, pero como siempre ocurría, no contentos con provocar las miradas a su paso decidieron provocar también la admiración, y sin más ni más, dieron en una tienda olvidada por los siglos. Una tienda antigua, con cajas y espejos, y compraron dos sombreros. Obviamente negros, con cinta negra, de fieltro el de Ricky, de fieltro, pero un poco más duro el de Paul. Y allí salieron por las calles. Caminaron por España, caminaron por 25 de Julio, arriba y abajo. Se sentaron a limpiarse los zapatos con un boleador limpiabotas que se llamaba Pedro Mamani, es decir, Pedro el águila, el indio, el que vuela alto. Era quechua y estaba orgulloso de su estirpe. Nos contó mientras boleaba los zapatos, las tradiciones, costumbres y sahumerios de su casa, en agosto, su madre degollaba una llama en lo alto de un monte y la sangre la esparcía a los cuatro vientos, a los cuatro puntos cardinales, a la rosa de los vientos, a la conjura para atraer bendiciones y agradecer a la Pachamama los productos de la tierra. Contaba Pedro Mamani que también en agosto, como lo había visto hacer a su abuela, con grasa de llama y otros aditamentos, quemaban en el fuego, con toda la familia reunida. Les habló que era tocador de zampoña, de flauta y de quena. También le daba al guitarrón, corongo.

 

Ricky y Roy caminaron por las calles, como era costumbre, empapándose del ambiente. Antes de hacer fotografías, antes de escribir nada para su tema, Ricky caminaba a través de las calles, observaban. Eran como esponjas. Veían a los indios sobre todo a las indias cholitas, pequiñas, con su sombrerito, sus polleras y su manto, veían a los indios con sus multicolores ponches, con sus zarigüellas, con sus sandalias y con ese gorro tan particular que parecía de un soldado español del dieciséis: negro, de piel de oveja, y con algunas plumas alrededor. A la espalda llevaban el enorme metate que contenía mantas, cintas, bolsas y los consabidos ponchos. Se le ocurrió a Ricky detener a alguno para ver unas telas y se dijo que ya que iba al mercado era mejor citarlo hacia las doce en la plaza del 25 de mayo. Roy no sabía por qué lo hacía, pero como muchas cosas que hacía Ricky, Roy asentía con silencio, como sabiendo que todo tendría su orden, su sentido y su prodigiosa magia.

 

Así se fueron al mercado. Caminaron por el mercado de los cereales, de las hortalizas, de las frutas, de las especies, de las carnes de chancho. Anduvieron por todas partes. Compraron manes, nardos, manises, naranjas. Era una delicia con sus ponchos por aquellos mercados. Eran tan altos que tenían que andar inclinados entre aquellos toldos. La gente los miraba. Eran cien por cien indios, indígenas quechuas, pero a ellos les gustaba oler la pimienta, la canela, meter la mano en los sacos. Compraron coca, pesaron, midieron. Probaron las lejías, aprendieron a distinguir la exquisita coca, coquita como ellos decían, de yucas, luego estaba la otra, de yaparé de peor calidad. Y con una buena bola de coca con lejía, entre las encías y la mejilla, fueron caminando.

 

Se dirigieron al cambista. Se llenaron de colores y de olores. Vieron comer las cabezas de cordero, que a Roy le recordaron su infancia, cuando en compañía de sus hermanos y primos comían las quijadas en grandes fuentes con patatas. A Ricky le impresionó cómo contaba cuando su primo aspiraba desde el hueso donde se sitúa el hocico del animal para por la aspersión, tragarse el ojo del cordero. A Ricky todo eso le removía el estómago, aunque trataba de una manera discreta de comprenderle. Caminaron y, al cabo, pararon un taxi, y le pidieron que fueran al mercado de las artesanías, junto al estadio. De artesanías no tenía mucho y sin embargo vieron un puesto de quenas, de flautas, de zamboñas. Compraron algunos y estuvieron hablando con gentes de diversos puestos y tenderetes. Eran los olores, las formas, los vestidos, ese baño de multitud que Ricky necesitaba antes de ponerse a escribir cualquier cosa. Al cabo de un tiempo pararon un taxi y se fueron a la plaza del 25 de mayo. Al momento, apareció el conocido indígena con su petate. Ricky le pidió que extendiera su mercancía en el suelo para que pudiéramos admirarlas. Como Ricky bien sabía, al cabo de un tiempo, nueve vendedores con sus petates abiertos extendieron todas las telas por el suelo. Ricky, gran señor, buscaban entre las telas. Roy se perdía en los olores. Aprendieron calidades y al cabo de un rato, había más de catorce indígenas alrededor. Roy escuchó como Ricky le decía: «Sigue con naturalidad. Distingue todo lo que puedas las telas». Roy le miró y siguiendo los ojos de Ricky comprendió. Allí había un grupo de periodistas fotografiando caderas, pies, brazos, caras… nunca habían visto tanta concentración de indios. Ricky hizo un guiño de comprensión y prorrogó la escena. Compraron ponchos para muchos amigos, compraron unos ocho ponchos. Después de desembarazarse de aquella turba de vendedores, el que resultó ser líder fotográfico de una publicación suiza se acercó y le dijo: «señor, le doy las gracias. Es muy difícil obtener unas tomas tan naturales sin que ellos se den cuenta. No ya por el dinero que piden, sino porque ellos se quedan estáticos mirando las cámaras. No sabe lo que se lo agradezco. Pidió las señas a Ricky. Ricky le dijo que eran colegas de periodismo y le prometió enviarle esas formidables, festivas y alegres fotografías. Así fue como en Sucre Roy pudo desarrollar su labor al día siguiente. Y de vuelta a la Paz estaban contentos de la decisión que habían tomado. No irían al hotel de aquel maravilloso hostal colonial donde habían vivido en Sucre, con su patio interior, con sus antiguos muebles con manteles de encaje, con sus sillas de enea, con sus teléfonos, manteles, lámparas, todo con un cierto color de relato de Somme Semogan. Al ir al avión de la Paz, iban muy contentos porque sabían que no volverían directos al hotel, que su amigo Rubén Luna, les esperaría en el aeropuerto para salir sin solución de continuidad para Tiwanaku. Tiwanaku estaba al salir de la ciudad, tomando la panamericana, sin asfaltar, llena de piedras y polvo. Ellos se sentaron atrás envueltos en sus ponchos, habiéndole ofrecido a Rubén un poco de coquita de la que traían consigo. Rubén aceptó viendo a los señores hacer sus bolas y colocarlas en sus mejillas. Entonces, se les ocurrió poner una cinta de música folclórica, de una peña, cosa que les entusiasmó a Roy y a Ricky. No se podía pedir más, con un chofer tan discreto, que hablaba un perfectísimo castellano que no dejó Ricky de subrayárselo.

 

Enfilaron la ruta de Tiwanaku, poco a poco dejaron de hablar y fueron enmudeciéndose los tres rendidos por el ambiente. El paisaje se hacía terroso, llano, seco, inmenso. Los tonos predominantes eran el marrón, el ocre, el siena, el pajizo bajo el cielo inmenso. Como Ricky recordaba haberlo visto sólo en Africa. El camino estaba atestado de camiones con petates y fardos y algún que otro coche destartalado. Oscurecían los cruces el polvo levantado por las ruedas y, a lo lejos, se dejaban ver las aristas de cerros pelados, cordilleras inmensas. En un lado el «Wainai Potosí», y en el otro un cerro igualmente inmenso. Pero no recordaba Ricky el nombre. Al cabo de una hora se detuvieron. Allí había una ermita donde los caminantes paraban a santiguarse. Le comentó este hecho Ricky a Rubén y este le contestó «en todos los caminos y los pasos está la Pachamama, y hay que pararse un momento a pedirle ventura para el viaje». Allí estuvieron un rato en silencio eran inmensas llanuras cercadas por cordilleras sin un solo árbol y nieves eternas a lo lejos. Ricky y Roy eran conscientes de que estaban en uno de los más elevados altiplanos del mundo. El aire era fresco, recio, tan limpio que costaba trabajo respirar. Descendieron al otro valle, a un valle que a Ricky se le antojó en forma de cráter y que le recordó a Ricky el que se divisaba desde Cochasqui, y así lo comprobaron. Se trataba de una inmensa llanura rodeada por montañas peladas, casi en círculo, inmensa. Ricky comentó a Roy lo que habían visto en Cochasqui: «Esto desde un nivel muy alto debe aparecer como una zona de señalización, como un inmenso cráter, por lo tanto, un punto de referencia. ¿Te acuerdas, Roy, que hace unos días no más, en Ecuador, en Cochasqui, te dije que habría otro en Perú en Bolivia, que formarían triángulos, líneas de referencia? He aquí el que va desde Ecuador, Bolivia y Perú. Este triángulo no sabemos si será isósceles o escaleno.»

 

El polvo era inmenso, el viento frío. Era como una calima, como una bruma inquietante. Llanuras inmensas con unos rectángulos detallados, que a Ricky se le antojó que tenían significado.

 

Llegaron a Tiwanaku exactamente a las cinco, cuando se había marchado el guía de las famosas ruinas preincaicas. Sin demora, se dirigieron al pueblo en busca del guía. Dieron vueltas alrededor de una iglesia del siglo XVI, cuya base de formación eran las piedras de las ruinas de Tiwanaku. Las górgolas eran cabezas de puma. A la entrada había estatuas sedentes traídas desde las ruinas. Sintió dolor por ese espolio.

 

Lograron encontrar al guía y volvieron a Tiwanaku. Ricky tuvo una hemorragia nasal que logró cortar rápidamente. Era el mal de las alturas que hace crecer la presión arterial, también se podía deber al polvo. Recordó que esa noche no debía acostarse sin tomar algún tipo de medicamento para subsanar este problema y también el de sus ojos, cargados por la arena. Recordaba allí perfectamente los efectos de una tormenta de arena similar, hace muchos años, subiendo del mar muerto a Jericó, lo que le motivó, entrar ciego en Jerusalén. Pero de esto hacía ya muchos, muchos años.

 

Tiwanaku es una inmensa planicie llena de templos, donde se han excavado, desde que se descubrieron unos formidables restos arqueológicos. Sólo desde 1965 se han reconstruido algunos templos, uno de ellos es el dedicado al sol, con su milenaria puerta del mismo nombre. Son restos que datan de mil años antes de Jesucristo, y ese imperio sucumbió en el 1200 a.C., es decir, trescientos años antes de la colonización de los españoles. No fueron eliminados por éstos, sino por los incas, que arrasaron esta civilización que no sabemos de dónde proviene, pero que sin duda fueron un grupo de gentes en busca de un lugar participado de la magia.

 

La puerta del sol ocupaba un lugar tan estratégico que desde un ángulo el 21 de marzo, el sol puesto allí iluminaba exactamente la esquina del cuadrilátero puesto junto a la puerta. El 21 de junio, en el solsticio de verano, en el centro mismo, un rayo de sol iba hacia el centro de la pared del fondo y el 23 de septiembre otro rayo a través de la esquina marcaba la tercera trama. Quedaron impresionados, el guía, no sabemos por qué les dejó subir los siete escalones del templo del sol prohibidos a los turistas para evitar el desgaste de las piedras. Fueron, después, a la verdadera puerta del sol donde estaba el Dios Wiracocha, con sus veinticuatro rayos solares sobre su cabeza, y a ambos lados un impresionante laberinto de gráficos tallados en la arenisca, complicados calendarios solares que marcaban el paso de los meses.

 

Así estuvieron caminando por esta inmensa soledad. El viento estaba soplando. El frío era gélido. El sol estaba a punto de ponerse. Caminaron por esas inmensas piedras. Dieron vueltas a las murallas. Al templo de La luna. A otros lugares también que, de continuo, eran estudiados por un grupo de arqueólogos norteamericanos: Bellezas de una civilización impresionante, antigua, la más antigua de toda América, anterior a la Maya, a la quechua, a la Azteca, a los mismos Incas.

 

Era impresionante sentir la soledad, el magnetismo. Aquel lugar era propicio para encuentros de soledad. Para vivencias de silencio. Miraron alrededor, callados. Tocaron las piedras, las paredes. Experimentaron el fenomenal prodigio de acústica inventado por los indios. El guía, en pie a veinticinco metros del muro, susurraba apenas unas frases, que arrastradas por el viento e introducidas en un orificio acaracolado hecho en el muro se amplificaban como en un sesenta por ciento. Él hablaba en voz baja y nosotros le oíamos. Según les contó el sentido de estos amplificadores era que en aquel tiempo no podían entrar los guerreros, ni todas aquellas personas que cuidaban aquella numerosa sociedad; por eso, desde dentro, se daban las órdenes y ellos se encargaban de repartirlas por aquel enorme imperio.

 

Caminaron en silencio escuchando el viento. Siguieron oliendo a polvo y a tierra. Vieron todo tierra con sus ojos extasiados. En el camino, les habían impresionado las construcciones de adobe, los techos de paja marrón de los indígenas, donde algunos burros pastaban y algunas vacas. El espectáculo era de cuento de hadas. En cualquier momento, podría darse la aparición de un rebaño de vacas, de una panda de dromedarios, o reatas de mulas, sin embargo, se cruzaban los indígenas, con los rostros bien protegidos por el «chergui», por ese viento del desierto. Las mujeres venían embozadas. Cargadas con inmensos petates, escoradas contra el viento, para mantener el equilibrio.

 

Se introdujeron en el coche de nuevo, sin decir palabra. Cada uno levantó el periscopio y oteó el horizonte. No se decían nada. El coche transcurría entre la asfixia de los bucles de polvo que difuminaban las montañas. Sintieron que algo los llamaba a aquella tierra, que aquello era algo más que una experiencia. Se dijeron al unísono: «Tiwanaku». ¡Nos espera desde hace más de tres mil años!, porque las cosas existen primero. Su para qué después. Y las grandes realidades y reencuentros son porque alguien los soñó primero. «Roy, teníamos que venir aquí. No sé por qué, pero aquí igual que en Tikal, igual que en Cochasqui, había una cita que hemos ido cumpliendo. Casi no he hecho fotografías, casi no he tomado notas. No sé cómo ni cuando servirá esto para la trama de uno de mis relatos, pero hoy tengo una sensación cósmica, kairológica, como si hubiera alcanzado el fin de uno de mis laberintos y que, a partir de aquí, comienzo un nuevo laberinto. Este viaje, sin saberlo nosotros, era una prueba iniciática. Cuando salimos de Francia no habíamos previsto venir a Tiwanaku. Alguien nos llamó. ¿Estás seguro que Rubén no es un brujo? ¿Por qué se acercó a nosotros en el aeropuerto? Le dijimos que no queríamos taxi. Él insistió. Luego nos esperó junto a las maletas. Después vino junto a la cafetería. Nosotros estábamos tomando té de coca. Este hombre educado, con un exquisito español indígena, que pronunciaba tan bien el castellano como el quechua, que nos inició en la coca, que fue tan amable en todo momento, que presintió nuestras necesidades y nuestro silencio…

 

José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M.

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