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Robert Walser, detrás de la fachada

 

“El autor debe ceder la palabra a su obra”. En esta advertencia de Nietzsche se trasluce la tensión (cuando no contradicción) entre los designios del autor y su concreción en un texto –y también, de modo más tajante, entre vida y obra–. En los últimos años el rescate de la figura de Robert Walser ha pasado por alto en gran medida la conminación nietzscheana.

 

Nacido en 1874 en el cantón de Berna, Suiza, procedente de una familia de ocho hijos, Walser pasó la juventud alternando entre todo tipo de empleos (empleado en una compañía de seguros, mayordomo, dependiente de librería, secretario, archivero…) y la actividad literaria. En 1905 se instaló en Berlín y publicó su primer libro, El cuaderno de Fritz Kocher. Luego, en un periodo de apenas tres años, aparecen las novelas que le granjearán la posteridad, Los hermanos Tanner (1907), El ayudante (1908) y Jakob von Gunten (1909). Decidió sin embargo regresar a Suiza en 1913, atenazado por las dudas respecto a su talento de escritor. Los textos que dará a conocer en adelante, en folletines literarios y diarios, tendrán menor amplitud: prosa corta y poesía. Escribió dos novelas más, pero ninguna llegará a la imprenta. Uno de los manuscritos lo perdieron sus editores y el otro fue destruido por el propio Walser. En 1925 publicó un último libro, La rosa.

 

No obstante seguiría escribiendo hasta 1932, y en todo tipo de soportes: páginas de revistas, telegramas, cuadernos, etcétera. Son los famosos Microgramas de Walser: una caligrafía minúscula, plagada de abreviaturas propias, con la que abarrotó aproximadamente unas quinientas páginas. En un principio se especuló con que se trataba de un diario redactado por medio de un código secreto. Luego su desciframiento, no siempre posible, nos ha ido legando varios textos; entre ellos cabe destacar una novela, El bandido.

 

Aislado del mundo literario de Berlín y sin hallar su lugar en la vida provinciana de su tierra natal, Walser empezó a padecer insomnio y alucinaciones, creía oír voces y no menos frecuentes eran los ataques de ansiedad. Intentó suicidarse, pero, tal como admitiría, ni siquiera supo hacer el nudo adecuado. Finalmente, en 1929, aceptó ser internado en el asilo psiquiátrico de Waldau. De allí sería trasladado, en 1933, a una institución análoga, la de Herisau, donde pasará el resto de su vida. Diagnóstico: esquizofrenia. Durante ese tiempo  forjó la amistad con quien sería su mecenas y más tarde su editor póstumo, Carl Seelig. El 25 de diciembre de 1956, después del almuerzo, Walser salió a dar su paseo habitual. Y esa misma tarde un grupo de niños, alertados por los ladridos de un perro, encontraron su cadáver tendido en la nieve.

 

Admirado en su momento por autores tan disímiles como Musil, Zweig, Kafka, Hesse o Benjamin, la obra de Walser conoció un largo eclipse hasta que en la década de los sesenta los esfuerzos de su amigo Seelig comenzaran a dar frutos. Hoy es considerado un autor clave en los cambios que conoció la literatura a comienzos del siglo XX. La rareza de sus relatos, de personajes ingrávidos en los que la psicología desbarranca, irremediablemente perdidos y sin embargo exentos de pathos, de un estilo falsamente pobre, falsamente ingenuo, y en el que la poesía en vez de declamarse se insinúa, sitúan a Walser en el cruce de un camino por el que también rondan Kafka, Gombrowicz y Piñera.

 

No obstante, en esta canonización reciente se ha interpuesto un filtro que ha terminado por opacar la obra: la propia vida del autor. En efecto, la tendencia predominante en su lectura consiste en tratar sus libros como una puesta en escena autobiográfica. Su exégesis se enfrasca con frecuencia en una investigación cuyo objetivo es aclarar las conexiones de tal relato con tal suceso de la propia vida de Walser, como si el conocimiento detallado de la biografía bastara para la comprensión de la obra.

 

Sin duda no faltan analogías entre Walser y sus protagonistas: la inestabilidad laboral, el vagabundeo, la propensión a las reflexiones de orden existencial, la ausencia de ambiciones sociales –es hasta probable que la voluntad de Jakob von Gunten de ser un cero a la izquierda constituyera una declaración de principios del suizo–. Tampoco habría que dudar de que su propia vida le sirviera de materia prima para sus novelas: la ambigua relación con las mujeres, la estadía en la escuela de empleados domésticos, la omnipresencia de la familia, las distintas ocasiones en que ejerció de criado, de secretario… Todo ello se encuentra vertido en sus libros.

 

Ahora bien, dejarse llevar por el peso de los datos biográficos nos haría perder de vista el proceso de objetivación que define toda escritura. Es en este proceso donde reside la dinámica propia del texto, su complejidad, y no en las tribulaciones del autor. Verdad de Perogrullo que de vez en cuando hay que reiterar. Que Walser se haya esforzado en retirarse del mundo y aun en borrar sus huellas no nos brinda ninguna pauta para adentrarnos en la ambivalencia radical que define tanto su estilo como sus personajes.

 

El camino más a mano es el de acuñar su escritura bajo el signo de la literatura del no. Una suerte de estética de la desaparición sería pues el vector de la obra de Walser, como si el fin de Walser –la imposibilidad de seguir escribiendo o la decisión de no escribir–, fuese el fin de su literatura: una escritura que exhibe su propia imposibilidad. Hay aquí cierta mojigatería sofisticada. En lugar de escenificar la imposibilidad de la escritura, la literatura del no deja en evidencia la imposibilidad de su silencio. No es el caso de Walser.

 

Ciertamente es difícil cernir los personajes de Walser. Su actuar siempre oscila entre el deseo de someterse de modo incondicional a un amo y la aspiración a una libertad absoluta. Y es que la dinámica que rige la escritura de Walser es la del conflicto. Su obra no es pues la de una ocultación –ni siquiera la de la subversión mediante la fuga–, sino la de la inconformidad; la cual se manifiesta en particular en tres esferas de la realidad social: la familia, el trabajo y las relaciones conyugales. La aparente inmadurez, la inconstancia de sus personajes curiosamente se refleja siempre en el momento de asumir aquello que sustenta y erosiona la cohesión social, la relación de poder –que en este caso bien puede encarnarse en el patrón, en un hermano o en el cónyuge–. Que las relaciones de fuerza constituyen el fundamento del lazo social –y que con la intimidad tienden a agudizarse– es lo que devela esa guerra psicológica de baja intensidad en la que viven los personajes de Walser. En ese mundo en apariencia cándido, leve, no hay paz, sino treguas. Cuando Simón hace el recuento de una infancia feliz al calor de sus hermanos no puede impedirse acotar: “Nada me procuraba más placer que las bofetadas que me daban. En ello veía la prueba del talento que yo tenía para desquiciarlos”. Sacar de quicio, he aquí el empeño (consciente o no) de los simpáticos personajillos de Walser –socavar toda estabilidad–. De ahí esa manía de sostener una cosa y su contrario, los virajes continuos en su conducta. En ello se perfila la expresión de una conciencia que intuye lo contingente de todo orden.

 

En La comunidad que viene, Agamben asegura que la felicidad del limbo es el secreto de las criaturas de Walser. Éstas viven en una zona más allá de la maldición y de la salvación. No es que Dios las haya olvidado, son ellas las que lo han olvidado desde siempre: contra ello el olvido de Dios queda impotente. Su condición de cero a la izquierda, de la cual se sienten tan orgullosas, es ante todo neutralidad respecto a la salvación –la objeción más radical que jamás haya sido levantada contra la idea de redención–. Lectura ingeniosa. Pero, como siempre en los ensayos mesiánicos –y éste de Agamben lo es–, el salto del plano analítico –es decir, la crítica de lo que es– al plano normativo –lo que debiera ser– se resuelve con una eyaculación mística que en este caso anula los resortes mismos del texto.

 

Sin embargo, la lectura de Agamben resalta dos elementos claves: la impasibilidad que caracteriza a los personajes de Walser y la impotencia de Dios. Díada que, con otro prisma, se presta a otras conclusiones.

 

En Sobre la violencia, de Zizek, podemos leer lo siguiente: “si la muerte de Cristo en la cruz significa algo, es precisamente que hay que renunciar a la noción de Dios como guardián trascendente que nos garantice la felicidad al final del camino […] La muerte de Cristo en la cruz encarna la muerte del Dios protector […] la violencia divina es el signo de la impotencia de Dios”. Si Dios no puede salvarnos, es decir, ni siquiera servir de garante de nuestros actos –el grito de Cristo en la cruz (“¿por qué me has abandonado?”) es la constatación de la soledad del hombre ante su destino–, no queda más que cargar con “el peso terrible de la libertad”, no existen criterios objetivos ni necesidad trascendente que la sustenten. Asumir la emancipación conlleva que el hombre se olvide de Dios. En ese sentido la violencia que acarree su voluntad de liberarse será una violencia divina. La libertad es un salto al vacío.

 

¿Qué tiene que ver esto con Walser? Que la impasibilidad de sus personajes no es sino la otra cara del tedio pequeñoburgués; esa conciencia de una vida mediocre y la imposibilidad de extirparse de ella. Los protagonistas de Walser quedan presos en esa tensión insoluble. Por una parte, no dejan de cuestionar las normas y los usos y costumbres en vigor, y, por otra, se ven obligados a claudicar. No tanto porque la presión social les sea insoportable –aunque esto también les afecte–, sino porque se saben incapaces (o al menos lo intuyen) de asumir el peso terrible de la libertad. Esa libertad que, antes que nada, les obligaría a arrancarse de sí mismos –sacrificar esa costra de hábitos que, por muy molesta que sea, al menos se sabe adónde lleva–. Sacrificio, dolor, vocablos inexistentes para los seres de Walser. Por ello mismo perpetúan esa ingravidez con la que dan vueltas y vueltas, pero como un trompo, en el mismo sitio, esa levedad que los preserva y los condena.

 

Los relatos que Walser hiciera de sus paseos brindan otro ejemplo de la conflictividad que rezuma su escritura. Walser, que era un caminante tenaz, en la descripción de sus derivas no se atiene al éxtasis bucólico. Si bien se detiene en detalles del paisaje que lo maravillan (el canto de una muchacha, la tranquilidad inalterable de un bosque), no deja por ello de someter a una observación clínica las localidades que atraviesa. Se ensaña pues con los automovilistas y su afán de velocidad o con una panadería de letrero chillón –“¿qué tiene esto que ver con el pan?”– o con el librero que confunde el mejor libro con el libro más vendido o con la fatuidad de una época en que la ostentación es la regla de oro. Termina la descripción de un respetable profesor de este modo: “me era simpático pese a su rigidez implacable. Porque bien sabido es que hay gente que se les arregla muy bien para ocultar sus crímenes debajo de una apariencia atractiva, seductora”. Corrosiva, paranoica, la mirada del paseante desemboca en un ajuste de cuentas. Lo cual emparenta a Walser con otro suizo impertinente, Rousseau. Pero si en éste el tono es amargo, en el primero es simplemente malicioso.

 

Esa lucha larvada, que corroe toda fijeza, se desdobla de modo sutil y llega hasta aquel que parecía al amparo de las vicisitudes del relato: tú conoces, lector, ese monstruo delicado, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano: eres tú. La escritura de Walser se despliega como una pieza minimalista que, mediante variaciones imperceptibles y recurrentes, seduce primero para saturar después. Un estilo que atrae por su espontaneidad –en el que neologismos y clichés ignoran la corrección– y que, paulatinamente, a fuerza de reiterar los mismos procedimientos, de variar al infinito un número limitado de escenas y de réplicas, se vuelve denso, irrespirable. El lector no podrá continuar sino a costa de perder los estribos, a imagen y semejanza de esas criaturas titubeantes, cuyo desquicio lo irá sumergiendo página tras página.  

 

 

 

 

Este texto, con ligeras variaciones, fue publicado inicialmente en Diario de Cuba

 

 

 

 

José García Simón (La Habana, 1976) es escritor y reside en Ginebra. Ha publicado la novela En el aire (Albatros, 2011). En FronteraD ha publicado Cartografía del desastre. Magris, Enard, SebaldLa rehabilitación de la violencia en la lucha política. ‘Bonjour terreur’. En torno a Slavoj Zizek y Vladimir Sorokin remueve a Stalin en la Rusia de Putin

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