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Roberto Bardini, el hombre que vivió peligrosamente

“No soy nada importante. ¿Por qué querían conocer mi historia? Es una vergüenza que pierdan el tiempo conmigo”, dice el periodista Roberto Bardini, de 67 años, mientras se agarra la cara como un niño que juega al escondite.

 

Son las 4 de la tarde en un bar del barrio de Almagro. El hombre junto a la ventana es el mismo que como cronista logró entre otras cosas desvelar que en Honduras había represores argentinos entrenando paramilitares y que el agregado castrense en México durante el alfonsinismo había sido un torturador de la dictadura. Por ambos hechos a Bardini lo amenazaron, reventaron su casa e intentaron secuestrarlo. Entremedias escribió más de 12 libros, fue corresponsal de guerra y ahora dirige Código Negro, una colección de novelas policiacas. Vivió más de 30 años fuera de Argentina. Hoy lo hace un poco en Buenos Aires y otro poco en México D. F. Pese a semejante prontuario, se avergüenza a la hora de contar su vida.

 

El periodista y escritor tiene la cara alargada, un jopo canoso que se resiste al avance de las entradas, barba crecida con bigote finito y enormes ojos negros. Para mitigar el calor lleva una camisa safari blanca, vestimenta que combinada con el peinado y su biografía lo asemejan a una versión senior del personaje de historietas Tintín. 

 

“Vamos a los hechos”, dice después de pedir un café negro, y rememora la época en la que vivió peligrosamente en distintos lugares del mundo. Más específicamente a 1980 en Tegucigalpa, la capital de Honduras. Momento en que la guerra fría se había puesto caliente en Centroamérica.

 

Tal como solía hacer, Bardini entró a la sauna del hotel céntrico Honduras Maya para aliviar la contractura crónica que llevaba pese a tener solo 32 años. Los trabajos de escritorio que realizaba en la universidad lo agobiaban. En 1976 se había exiliado de Argentina ya que las balas de los parapoliciales de derecha habían empezado a picarle cerca. Desde ese momento su vida había cambiado bastante. Viajes por Centroamérica y en el medio la tarea de escribir el primer libro en español sobre la independencia de Belice. Ahora estaba asentado. Vapor y masajes lo ayudaban a lidiar con el aburrimiento.

 

Dos años antes, el cronista había sido enviado por el diario mexicano El Día a cubrir la revolución sandinista en Nicaragua. Tras de la toma del poder, el argentino se enamoró de esa causa nacionalista de izquierda. Pasó de periodista a militante. Por esta razón se había asentado en Tegucigalpa. Una ciudad en la que había vivido circunstancialmente dos años antes.

 

“Mis jefes me dijeron que en Honduras había militares argentinos entrenando exiliados nicaragüenses. Por eso me pidieron que fuera a identificarlos. Había pocos en Tegucigalpa y no era complejo averiguar quién era quién”.

 

Era una tarde tranquila en la sauna del hotel. Había solo dos tipos en una esquina. Uno de  ellos, de tez morena y pinta de hondureño. El otro, en cambio, era blanco y llevaba el pelo castaño pegado hacia atrás con gomina. Parecía extranjero. Roberto los miraba callado mientras hablaban.

 

Luego de algunas palabras las sospechas se comprobaron. El engominado era argentino. Bardini se unió a la charla. Hablaron de que Centroamérica estaba descontrolada. El militar le reveló que se llamaba Juan Martín Ciga Correa y que trabajaba en la Embajada Argentina. Era él. Lo había encontrado.

 

“La pista para encontrar al que resultó ser un peligroso represor la tuve de mi esposa de entonces. ‘Conocí a una argentina en la peluquería que me cayó bastante mal. No es como nosotros. Está casada con un milico’, me dijo. La antipática mujer era la esposa de Ciga Correa”. El militar había sido enviado a Honduras por la dictadura argentina como un favor a la política exterior de Estados Unidos.

 

Bardini envió inmediatamente la información a la Federación de Estudiantes de Honduras. Esta convocó a una conferencia de prensa. Dieron el nombre de Ciga Correa. Los diarios se hicieron eco. La presencia de militares sudamericanos en la región dejó de ser un secreto.

 

Hacía tiempo que Honduras se había puesto peligroso. Estudiantes y activistas de derechos humanos desaparecían o terminaban llenos de balazos. Uno de ellos,  Gerardo Salinas, un abogado a quien Bardini conocía. Al día siguiente del asesinato una carta llegó a su despacho en la universidad. “ARGENTINO TE TENEMOS VIGILADO, MIRA  LO QUE LE PASÓ A SALINAS”. 

  

No le dio importancia a la amenaza. A los pocos días una patota fue a buscarlo a su casa. No encontraron a nadie pero destruyeron todo a su paso. Su mujer, aterrorizada, logró darle aviso. Bardini se refugió en la embajada de México y rápidamente se fue del país en un avión de la mano del embajador azteca.

 

“¿Cómo terminé metiéndome en estas cosas?”. Bardini concluye el relato hondureño tras recibir su café. “Se entiende por mi origen. Pasé de la derecha nacionalista a la izquierda revolucionaria. En esa época la política y el periodismo iban de la mano en la búsqueda de un mundo distinto”.

 

Bardini fue militante de Tacuara en su adolescencia. La organización nacionalista y ultra-católica que asoló Buenos Aires en los años sesenta. “Era un pibito medio facho”, aclara. Años después, al igual que muchos de sus referentes, pasó al peronismo de izquierda. Entusiasmado por nuevas ideas como la Revolución Cubana y el Cordobazo. Se unió a la agrupación Peronismo de Base mientras usaba la prensa como herramienta de denuncia. Fue por esta militancia que se exilió en México antes del golpe del 76, ya que intuía que la muerte o la cárcel eran el único destino que le quedaban. 

 

“Volvamos a los ochenta”, dice Bardini. “Regresé a México y me dediqué al periodismo, siempre con un compromiso político. Todo venía normal hasta que en 1984 se me apareció por delante otro represor. Un tal Pedro Durán Sáenz”.  

 

Bardini tenía 36 años y ya era un respetado reportero en el D.F. Había pasado de colaborador a vicedirector de la sección Internacionales del diario El Día. Cubrió la guerra Irán-Irak, la del Líbano y distintas luchas independentistas en África. Su trabajo lo apasionaba más que nunca, pero le había costado caro. Dos matrimonios y tres hijos entre Honduras y México. En su país natal había regresado la democracia. Quienes hasta hace poco habían sido feroces asesinos ahora se escondían bajo las faldas del Estado.  

 

“Fue en esa época que me llegó desde Argentina el Nunca Más, la recopilación de denuncias sobre violaciones a los derechos humanos realizada por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas)”, recuerda el periodista.

 

Al repasar las denuncias, Bardini se detuvo en un nombre de guerra acompañado de un apellido que le resultaba conocido. Delta Durán Sáenz, a quien el libro señalaba como parte del campo de concentración El Vesubio.

 

Recordó de donde le sonaba el apellido. Pedro Durán Sáenz era el agregado militar de la embajada argentina en México. No se quedó quieto. Consiguió el número de teléfono de Sáenz y mandó a una fotógrafa a una gala en la embajada. El represor posó gustoso para las cámaras. Su vanidad lo había traicionado.

 

Un día después, la nota salió en el diario. ‘Torturador es agregado militar en la embajada argentina’. El conflicto fue inmediato. El gobierno mexicano comenzó a quejarse. El embajador argentino le rogó que parase, que iban a sacarlo calladamente para “cuidar la democracia”, pero Bardini se ensañó. Publicó el número telefónico del represor, su dirección y artículos diarios sobre sus “andanzas”.

 

“Debo admitir que la diversión me duró pocos días”, acota jocosamente el veterano periodista.

 

Comenzaron las amenazas. Las voces no eran argentinas, eran  mexicanas. Un domingo cuando volvía a su departamento una furgoneta se abrió de golpe. Bajaron cuatro tipos. Eran grandotes, morochos. Empezaron a perseguirlo. Bardini logró alertar al guardia de seguridad del edificio. El vigilante les hizo frente a punta de pistola. Debieron retirarse diplomáticamente.

 

“Estoy seguro que eran del gobierno mexicano, aunque nunca pude comprobarlo”, dice y sonríe.

 

Una vez más, Roberto se vio envuelto en un escándalo. Conferencias de prensa. Solidaridad internacional. Al poco tiempo, Durán Sáenz tuvo un infarto y debió volver a la Argentina. Bardini se alegró, aunque por tercera vez en su vida debía exiliarse.

 

Bardini se dispone a revolver un café que hace rato está frío.

 

“Seguí cubriendo conflictos alrededor del mundo. Años después viví en la frontera de México y Estados Unidos mientras escribía para distintos medios. Me estabilicé recién en los últimos diez años. Esto de vivir tranquilo es muy aburrido. Lo único lindo que tiene es que veo seguido a mis hijos”, resume su vida en los últimos años. 

 

Hoy Bardini está emparejado con una actriz mexicana y tiene dos hijos pequeños en el D.F. Vive un poco con su familia en México y un poco solo en la Argentina. En los últimos años tuvo muchos trabajos: fue editor de la agencia de noticias Télam, hizo prensa para la Universidad de Lanús y dirigió Código Negro junto al exiliado escritor argentinomexicano Rolo Díez.

 

“Ahora tengo que ir a servirle té con vainillas a mi vieja porque sino se enoja”, concluye este trotamundos que después de la entrevista deberá volver al departamento que comparte circunstancialmente con su madre de 95 años.

 

 

 

 

Martín Paolucci (Viterbo, Italia, 1990) es un periodista y profesor de talleres de periodismo que vive en Buenos Aires. Ha colaborado en distintos medios gráficos, radiales y televisivos, entre ellos Radio 10, La Izquierda Diario y Telesur. Se ha especializado en crónicas y reportajes, especialmente de política internacional. Además, dicta talleres de historia y forma parte de la revista digital LaBrokenFace.

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