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Mientras tantoRociíto en el Oeste

Rociíto en el Oeste


Anoche me fui a dormir y mi mujer estaba viendo lo de Rociíto. Yo llevaba en mis manos un librito de cuentos del Oeste de Bret Harte. Se planteaba una lucha terrible. Como el libro era pequeño, la imagen de la protagonista aparecía inevitablemente por detrás, y su voz quejumbrosa boicoteaba mi California salvaje. Luché. Luché por California, por Bret Harte y por “el socio de Tennessee”, que era un bandido, y no sé si por la relación entre Tennessee y el bandido de Antonio David que intentaban vender una serie de escandalizados, fui cayendo en el embrujo de la tele por momentos. Si terrible fue asistir a las intimidades de parte de una pareja sin interés, sin talento, sin belleza, sin oficio, pero con beneficio, casi más terrible aún fue asistir a la oscura tertulia. Fue tan desasosegante como entrar en la mansión de Eyes Wide Shut. Había una psicóloga o psiquiatra cuyas intervenciones sonaban como las teclas de piano de Kubrick que acompañan el inquietante recorrido de Tom Cruise. Yo creí que me iban a descubrir igual que a él y me iban a llamar y me iban a meter en ese plató, donde la presentadora/sacerdotisa, rodeada de todos aquellos individuos tan impresionados, me iba a interrogar y amenazar poniéndose en pie y golpeando el suelo con un báculo. Entonces me asusté. Aquello no era un programa de televisión de entretenimiento, sino de terror. Mi mujer miraba el televisor en silencio, sin moverse, casi sin pestañear. La toqué por si debía intervenir, pero sonrió. Yo me aferré a mi librito de cuentos. Lo abrí y seguí leyendo. Por detrás se escuchaban esa suerte de ritos, los rezos y sonidos lúgubres, pero con voces estridentes. El rametep del amarillismo. Leí y leí a contracorriente hasta que alcancé la altura suficiente y mi lectura obtuvo velocidad de crucero. Afuera se percibían las turbulencias, pero apenas las sentía. Sólo la psicóloga o psiquiatra volvió a desestabilizarme al oírle hablar de psicopatía mientras yo trataba de averiguar quién era Miggles. Fue entonces cuando volví a mirar a mi mujer, que se había dormido, cogí el mando a distancia, apunté y acabé con todos. Luego pude saber quién era Miggles y todo lo demás y dormir con el recuerdo de las historias del Oeste californiano. Pero tengan cuidado, yo les aviso, porque al parecer aún quedan capítulos de ese pavoroso espectáculo televisivo. Nada más y nada menos que capítulos.

 

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