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Mientras tantoRock Stars y ratoncitos en la república de las letras

Rock Stars y ratoncitos en la república de las letras

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

 

Incapaz de pergeñar un mísero párrafo, me pasé casi todo el invierno sin escribir otra cosa que la lista del supermercado, y a veces ni siquiera eso, pues procuro confiar en la memoria a la hora de recorrer esos infinitos pasillos que no invitan a perderse, sino a encontrarse lo más pronto posible a las puertas de salida, empujando a paso veloz el carrito en dirección al estacionamiento, como alma que lleva el diablo, derribando sin clemencia a viejecitas y tullidos si la desesperación arrecia. Y créanme, en los supermercados que frecuento, todo es desesperación. Kierkegaard en estado puro.

 

Como pude, en esos meses de mi descontento me dediqué, eso sí, a la lectura y a combatir con series de Netflix —gracias Rey de los Deportes que regresas con la primavera y los días soleados— los malestares anímicos que vienen asociados con la falta de luz, las tormentas de nieve, el clima miserable: todo aquello con que sueñan, como en imágenes de la telenovela más chafa, los habitantes de latitudes subtropicales porque les parece muy romántico.

 

No me refiero al habitante común y corriente de la Gran Tenochtitlán, ese que anda en andrajos los 365 días del año, sino a los ciudadanos de la lamentable república de las letras mexicanas que, durante los meses del pseudo-invierno de la ciudad capital, suelen pasearse bajo el sol plomizo de mediodía bajo tres capas de lana, además del obligado saco de pana, herencia del abuelo argumentando los cambios de temperatura —mínimos en comparación con los inviernos nórdicos— provocados por el fenómeno conocido como “inversión térmica”, que como su nombre lo indica, tiene todo que ver con las altas concentraciones de los llamados gases de efecto invernadero y muy poco, casi nada, con drásticas caídas en el termómetro.

 

Pero por todos lados van, felices de la vida, con sus tweeds y sus sombreros, suspirantes por un Londres, un Nueva York que nunca va a llegar, así mueran por complicaciones respiratorias los bebés que lloran en las chabolas y, como ha pasado antes, se desplomen en masa pájaros y aves en las aceras de la ciudad.

 

Patéticos.

 

Y exhibicionistas.

 

Y anodinos. Y parroquiales a más no poder.

 

Que me fusilen.

 

No lo harán. Jamás apuntan directo. Prefieren la sutil indiferencia que, al final del día, los revela ya no parroquiales, sino pueblerinos. El día que no tengan nada mejor que hacer, lean las columnas de algunos de ellos, infumables, tediosos e irrelevantes rollazos de lo que algunos de ellos mismos llaman “chismografía literaria”. Qué apasionate

 

Es por eso a muchos de estos habitantes de la república de las letras —no a todos, afortunadamente, pero la cosa parece alcanzar el rango de pandemia— les encanta llamarse unos a otros “Rock Stars”.

 

¿Es en serio?

 

No mamen. Ya me imagino el rubor que le hubiera ocasionado a Julio Cortázar, con sus miles de lectores, décadas después de Rayuela o de Historias de Cronopios y de famas, escuchar o leer, dizque a manera de elogio, el calificativo de “Rock Star”, quien precisamente siempre se consideró un escritor amateur.

 

No quiero pensar en Juan Carlos Onetti: no dudo que al primer bestia que le hubiera salido con el cuento del “Rock Star, le habría descerrajado un buen y merecido balazo en la frente con la pistola que guardaba bajo el colchón, junto con la botella de whisky, en su sempiterna cama de Madrid.

 

Por estas razones, me ha llamado la atención —para bien— que el más reciente ganador del Premio Xavier Villaurrutia, que lo mismo cuenta entre los galardonados a escritores de fuste que a payasos y plagiaros de primera línea, con su libro de ensayo híbrido acerca de las aventuras filosóficas, intelectuales, políticas, Sueños de la razón, 1799 y 1800. Umbrales del siglo XIX, del profesor retirado de la universidad de Maryland, donde impartió cátedra Jorge Aguilar Mora, declarara en una entrevista al diario Reforma que “somos como ratoncitos […]De haberme quedado aquí me hubiera suicidado […] Vivir en una república de las letras me daba escalofrío. Era un mundo muy endogámico.»

 

¿Y a quién no, en su sano juicio?

 

Tenebrosos escalofríos y asfixia aguda, vivir en una «república» en la que «la chismografía literaria» o los desplantes de rockero perdido en la profunda noche de la droga son moneda corriente. Muy corriente. 

 

«Somo ratoncitos». Lo dice un escritor y académico que se doctoró en París, bajo la supervisión de Roland Barthes una vez que partió de El Colegio de México por cometer el delito de representar a mi Alma Mater ante el Consejo Nacional de Huelga en el año axial de 1968, autor desconocido, irrelevante entre los «Rock Stars», muchos de ellos autores doctorados en narconovelas que en su vida han tenido comercio vital con un narcotraficante. 

 

 

En mi papel de veterano de los hospitales y las salas de emergencia, a los ciudadanos de la lamentable república de las letras a la cual se refiere este autor más que maduro y a quien no le importa si concluye su proyecto de continuar ensayando cada año del siglo XIX, según revela en la misma entrevista, les sugiero una temporada de détox, en especial a aquellos que a la menor provocación peroran acerca de su relación con la reina de las drogas duras, la heroína y que, intuyo, jamás en su vida han visto más que en películas.

 

¡Sálvense ahora que pueden, escritores del Rock en todas sus variables, pesado, heavy metal, grunge!

 

 

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