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Rojos, negros, verdes

 

A luz más cierta está escrito en Oaxaca hace ya diez años. Pero diez años no son nada para una disciplina de lo vivido que carece de tiempo, igual que no lo tienen los muros de piedra bajo los olivos. ¿Por qué hacer poesía ya es un signo en sí mismo? ¿Un signo de interrogación, de inquietud, de búsqueda? Debido a que, narcisismos aparte, nadie se complica la vida con un laberinto de la línea recta si otra estrategia personal, cualquier empresa del yo, es posible. Para cuidar el narcisismo bastaba con hacerse editor, profesor, agente cultural o, simplemente, ser un intelectual.

 

La poesía no es un adorno lujoso del mundo. Es más bien lo contrario, su corriente oculta, de pronto admitida en el centro. Es la elementalidad ignorada que, eventualmente, resulta admitida como ley en algunas horas furtivas. Aunque el mundo, naturalmente, no pueda reconocerlo así. De ahí una cierta ambigüedad, esa veneración social hacia lo poético que al mismo tiempo lo esteriliza, exiliándolo en los salones donde una humanidad elegida y ociosa se recrea a partir de las siete de la tarde.

 

Bajo ese elitismo, el imperativo poético consiste en atender a la grandeza de lo pequeño, incluido lo prácticamente imperceptible, lo sucio o deforme. Como ese niño que, con la boca herida, se acerca llorando a un coche parado bajo el semáforo en rojo. No se trata en ese momento de dar una limosna para quitarse la culpa de encima, sino -cómo decirlo- de atreverse a detener el día, haciendo del rojo que para la circulación un signo y permitiendo en la tarde una bifurcación memorable. Al menos por un momento, un instante que volverá siempre, sentirse hermano de ese ser lacerado.

 

Es normal que esta complicidad con lo trágico, con el sufrimiento y la fuerza clandestina de los seres, sea capaz también de un erotismo que baña cada esquina inobservada del mundo. Si la poesía es celebración (Paz), no celebra precisamente lo ya consagrado. Más bien intuye que la «piedra rechazada» ha de convertirse en angular. La poesía celebra el fin del mundo en cada latido mortal, un tiempo que se reinicia en un suspiro. Lo cual entraña acoger, constantemente, un porvenir que todavía carece de lenguaje.

 

Reencontrarse con el milagro frágil del día, lejos de la indiferencia que es normal y su reverso, ese perpetuo cumpleaños en el que vivimos. Si la industria conserva al precio de añadir una sustancia que altera el original, el arte conserva dejando caer a las cosas en su fatalidad. Abrazando el ser asíde lo que existe, la poesía convierte la irremediable caducidad que nos rodea en la pulpa de lo incorruptible. Es una eternidad que subsiste en la más breve duración, se ha dicho, una alianza del azar y el bien. Hijos de un dios menor, los hombres se salvan entonces al reconciliarse con su más íntima perdición.

 

Darle una certeza a esta indecisión que es el mundo. Senderos de agua, dice Araceli Mancilla, veredas líquidas para que pase un dios. Debemos construir como si fuese en roca, aunque nuestro subsuelo sea de arcilla maleable.

 

Una disciplina de lo más difícil, de lo que es puramente potencial. Se trata del imperativo moral de atender y darle forma a lo latente, lo que aún no ha tomado forma. Esto hace del poeta, idiosincrasia personal aparte, un espécimen peculiar. Ocurre como si ella o él padecieran cierta incapacidad para sentirse, en el fondo inconfesable de sí, por encima de cualquiera. Así el niño lloroso que se acerca, las manos juntas en una súplica muda, congela el semáforo en rojo. En el caso que nos ocupa nos consta una llaneza que fuerza la fraternidad, casi indiscriminada, con personas y cosas. La personalidad de los objetos, el alma mineral de los humanos. Como si siempre se estuviera dispuesto a una destitución del sujeto con tal de que aparezca una imagen sonora, algo nuevo que mantenga fresca la bendita ruina del mundo.

 

¿Llueve? Si la vives, la lluvia ha de salir de ti, como Rilke decía del destino de los hombres. Domar el agua a fuerza de ser agua, fundiéndose con la fluidez. En otras palabras, estar tan cerca de un cuerpo como para sentir su bruma, la indefinición que le hace vivir. Escalonado en verdes, en lilas y amarillos, el cómo hace al mundo. Tanto dios como el diablo alientan en los detalles. Orquídeas en plegaria, dice este libro de Mancilla: también las flores, inobservadas, arden en soledad. Florecer, que fundará otra comunidad, es algo que comienza en secreto, en los infinitos pasadizos de una oscuridad que siempre es gradual.

 

Incluso los cristales viven. Parece lluvia, pero es el vaho de la noche lo que humedece sus cuerpos. Sí, esas cicatrices zurcidas por el miedo. Pero el miedo mismo es el que cura, quiere decirnos la poesía. Entra en el miedo, dale la palabra. El único modo de vencer la noche es hacerse noche.

 

Todo se concentra entonces en una palpitación sin testigos. No hace falta siquiera un interlocutor con rostro, pues la comunidad se logra al darle forma a las soledades. Es necesario ser capaces de estar tristes en el centro radiante del día, de permanecer tranquilos en medio de la desolación. Es preciso hacer lo imposible para darle carne a ese orificio que hemos puesto en lugar de lo que antes se llamaba corazón. Dedicado a los cercanos, empezando por sus hijos, A luz más ciertalo firma una mujer que lleva mal el ruido y la multitud de las celebraciones. Si ella celebra aquí algo es la presencia de la noche en el mediodía, esos fenómenos de borde que cambian la luz. De ahí que Araceli Mancilla encuentre en un reguero de nombres propios el homenaje a lo impersonal, al anonimato que rehace los días. El camino, dice, que viene de estaciones presentidas.

 

No puedes crecer, niña de un leve sudor en las manos. No contenta con los protocolos del día, siempre un poco policiales, esta mujer busca entonces nuevas veredas en las afueras. Urde nombres secretos de las cosas, complicidades imprevistas. ¿Nostalgia, intimismo? No necesariamente. El alma es lo que está fuera, algo que reaparece en lo que antes era nada. Quien tiene alma, y la cuida, tiene también el hábito de emprender de continuo una aventura en la exterioridad, fuera de nuestros espacios climatizados, también de ese parque temático que llamamos cultura. El niño que implora en el semáforo se convierte entonces en una imagen más radiante que el rojo, sea el del cristal o el de esas pareces y cielos crepusculares de México.

 

¿Morirá ese chico pronto? ¿Le espera otra vida? Quién sabe. La poesía levanta un homenaje a la alteridad que se encierra en las situaciones. No puede romper con nada. Habitado por un vacío antiguo que apenas se atreve a decir su nombre, el poeta ha de amar las cosas que apenas nos rozan, las cifras secretas que se ocultan en los semblantes. Aunque haya de decir no a tal o cual oferta, siempre se conserva el hilo de un vínculo, un eco de relación erótica con aquello que representó una posibilidad.  

 

Esto encarna la paradoja de un tartamudeo que envuelva al código del lenguaje. En medio de la lengua materna, lograr hablar como un extranjero. Por decirlo de una manera al uso: atreverse a ser homosexual en la propia manera de ser heterosexual, con la ansiedad de un sexo que no cesa y nunca se sabe a sí mismo. Como si, en el colmo de la ambición, el poeta padeciera una inmadurez congénita. Un subdesarrollo, una incapacidad para hacerse adulto -y adulterarse- que nos hace moral y físicamente superiores a los adultos cristalizados que rodean. El poeta sabe, sin necesidad de saberlo, que la infancia no es una edad, sino la crisis de toda edad, una indecisión adolescente que tiembla en el umbral de cada decisión.

 

De ahí ese calor pre-moderno, una curiosidad pueril que a veces puede rozar la provocación o la impertinencia. Y un sentido del humor que nunca, aunque fustigue, abandona el hilo del amor. Un amor semejante, dice Araceli, al de Dios hacia la primera criatura. Variante verbal de los humores corporales que nos vinculan con cualquier cosa, el humor es lo que permite que la diferencia insalvable entre el deseo y la áspera realidad no nos convierta en fanáticos. Tampoco en agriados militantes de la amargura.

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