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Frontera DigitalRomance de lobos

Romance de lobos

El título de este artículo rinde un muy poco encubierto homenaje a la tercera comedia bárbara de Valle y al mismo tiempo hace alusión al romance secular de amor-odio que los humanos han mantenido con el lobo (canis lupus) y sus descendientes: los perros (canis familiaris). La línea de sombra entre ambas especies es tenue como la luz que separa el crepúsculo de la noche, que no por azar recibe el nombre de entrelubricán (“entre lobo y perro”) en nuestra lengua y entre chien et loup en francés, la hora del día en la que es imposible diferenciar a un lobo de un perro.
En Romance de lobos el animal que resulta del cruce entre perros y lobos es llamado, en galleguismo (o galaicismo) incorporado al castellano, “lobicán”, y también son llamados así los misteriosos hombres que según creencia popular se transformaban en lobo bajo determinadas circunstancias, es decir, que se “alobaban”, como se pueden alobar los perros; era el caso de Benito Freire, el protagonista de una película titulada ―cómo no― El bosque del lobo.  En Galicia estas historias de hombres alobados son recurrentes, y desde aquellas tierras de bruma llegó al castellano lobizón, a su vez un lusismo procedente del portugués lobisomen (lobo-hombre).Los hombres-lobo son comunes en los imaginarios de todos los pueblos que han vivido en contacto con los lobos. Los hombres lobos de la tradición germánica (Werewolf) tuvieron un avatar inesperado en el cuerpo paramilitar que los nazis crearon en los estertores de la Segunda Guerra Mundial para que continuaran la resistencia contra los Aliados después del Crepúsculo de los Dioses que iba a tener lugar en Berlín. De una palabra emparentada con Werewolf procede el francés antiguo garou, aunque el olvido de los remotos antepasados germánicos de esa palabra propició que se le acabara añadiendo de nuevo la palabra louploupgarou (“lobo-hombre-lobo”), como se nos cuenta en el apasionante libro de Louis-Jean Calvet, Historias de palabras.
En la onomástica hispánica el lobo nos ha dejado su recuerdo en apellidos como Llop y Llopis (catalán y aragonés), López (y el nombre Lope), en castellano, y el vasco Ochoa (otso-a, “el lobo”).
Y en esta vieja Europa y en su cultura eterna nos han quedado dos nombres que evocan silenciosa y desapercibidamente el aullido del lobo. La famosa escuela ateniense en la que enseñaba de manera peripatética (es decir, “caminando, dando vueltas”) en su patio porticado el filósofo Aristóteles recibió el hoy para nosotros universal nombre de Liceo (del griego Lykaios), porque había recibido el nombre del contiguo templo consagrado a Apolo, “matador de lobos”, en griego lýkoi. Y el palacio para los reyes cristianísimos de Francia y que más tarde se convertiría en la más legendaria pinacoteca del mundo fue levantado en un “lugar infestado de lobos”, pues eso es lo que significa en francés “Louvre”.
Sí, de un modo u otro, el lobo sigue aullando en nuestras noches europeas y el romance que comenzó en la noche de los tiempos no tiene visos de terminar.

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