Sí, da rabia que con los recursos con los que está hecho Romance Sonámbulo que se estrenó la semana pasada en el Teatro Español, aquello no acabe de funcionar. Por lo menos para el ojo crítico. Pues el aplauso del público fue largo y tendido con la gente de pie.
¿Qué por qué no gusta este espectáculo al ojo crítico? Para empezar por la distancia que hay entre la música y el baile. No tanto por su interpretación, que tanto los músicos, que tocan en directo, como los bailarines hacen su trabajo bien. Interpretan bien lo que les han marcado.
El fallo está en la composición musical y en la coreografía. Que muestran que el flamenco y Lorca no fusionan bien con todo. Acabando con el mito de que ambos podían hibridarse casi con cualquier estilo musical y coreográfico.
Quizás, por separado se pudiesen apreciar. Pero en escena la música y la coreografía no se acompañan. Más allá de aquellos movimientos dancísticos que se ajustan a un acorde, como los pequeños saltos que a veces se le hacen dar a Daniel Ramos, que interpreta a Lorca.
Esa disociación entre lo que se escucha y se baila, a lo que se añade que a veces se trabaja la escena como dos mitades que parecen bailar de forma independiente, producen una disonancia cognitiva.
Puede que fuese buscada. Que Antonio Najárro, como coreógrafo y director de esta compañía que lleva su nombre, decidiese asumir el riesgo. Pues también se encuentra esa disonancia en la mezcla de bailes y de pasos.
Muy significativa en la forma en la que los bailarines mueven el cuerpo. Bailando con una mezcla de pasos flamencos, clásicos y contemporáneo. El flamenco en los pies. El clásico en el cuerpo y en los jetés. Y lo contemporáneo sobre todo en las extremidades superiores. Aquello no acaba de encajar, a pesar de la fluidez con la que lo baila el elenco.
Una disonancia que se acentúa en ese paso a dos, que se convierte en tres al incluir a la cantaora, de una pareja que parece salida de Las mil y una noches. Una escena que resulta rara y arcaica. Como de un ballet clásico, a la vez que suena una composición con un aroma de música árabe. A la que tampoco parece acompañar el vestuario, que noe seo pero resulta raro.
A pesar de que se nota que todos los elementos están pensados, que no se ha dejado al azar, que hay conocimiento y esfuerzo. Por eso da más rabia que aquello no funcione.
En esas decisiones lo que se pierde es Lorca. A pesar de que se canten y se reciten algunos de sus poemas. A pesar de que las proyecciones sitúen a la platea en Granada.
Esto no quiere decir que no haya hallazgos reseñables. Lo primero el uso de la imagen proyectada y como está trabajada por Emilio Valenzuela. Pictórica unas veces y onírica otras. Un trabajo que parece sencillo, pero que no lo es pues ofrece más que un contexto en lo que se baila.
También se acierta en algunos pases coreográficos. Como el conjunto de bailaores vestidos como bandoleros que se mueven por la escena tocando las castañuelas representando un conjunto de caballos. O como en la representación del mar mediante un conjunto de bailarinas vestidas de una tela azul que al subir y bajar cae como si fueran olas. Momentos no solo bellos, sino también imaginativos.
Y, por supuesto, se acierta en el baile y el cante flamencos, el fuerte de esta compañía. Esos momentos son siempre buenos y bonitos de ver cuando los interpretan maestras en lo suyo. Como lo son la cantaora y la bailaora solista.
Como también sorprende la ductilidad corporal de la bailarina que vestida como si fuera a una gala o a una cena de etiqueta se mueve en escena, pero, sobre todo, cuando se posiciona.
Son destellos insuficientes en una coreografía de duración media, algo más de una hora, para poder apostar por ella. Al menos, el final coral, con todo el elenco en escena, que bailan un resumen de la función, a la manera de un popurrí de todo lo que se ha visto y oído en los cuadros anteriores, levanta el ánimo y el espíritu. Y, también, al público de sus butacas que lo agradecen, como ya se ha dicho, con entusiasmo.