Actualización profesional y tecnológica, trabajo -o paro- hasta las cejas, amigos, series de televisión, rutina familiar, problemas de pareja, ligues secretos, neurosis depresivas y esporádicos brotes de cólera. Finalmente, la obligatoria empresa de la identidad se apoya en un perenne estado larvario, más o menos anudado en las redes. La formación permanente termina asociada a una deformación vital también permanente. ¿Cómo salir de esta esquizofrenia difusa, perversamente funcional?
Entre la discreción intelectual y la sobreactuación empresarial, tenemos la remota memoria de un territorio abandonado. El lifestyle de los nuevos pijos, el gesto deconstructivo de los últimos progres apenas oculta la tragicomedia en la que hoy está inmerso el lugar oscilante del varón. ¿Qué papel tiene él en un mundo dominado por el consenso? ¿No sería necesario que algún día ocurriese algo? ¿Cómo recuperar para alguna decisión, tal vez para una nueva y enérgica dulzura, la “violencia de vivir” de la cual los hombres hemos sido expropiados? Estas y otras preguntas, sonrientemente correctas, constituyen la pulpa de un escrito que querría empuñar una experiencia equívoca.
El muro del fin de la historia y de los grandes relatos, esa letanía que nos coaccionó a abandonar toda esperanza de intervención en el mundo, parece que también ha caído. Lo que ha entrado en crisis, en el plano anímico y cultural, es precisamente la supuesta bondad mundial de este liberalismo del consenso sin fin, de la circulación infinita, de la política como mera gestión. La resurrección del Estado y del concepto mismo de “pueblo”, la aparición de minorías y naciones opacas en el cuerpo democrático de la globalidad, parecen legitimar otra vez la decisión, la necesidad de la invención política y personal. Ahora bien, ¿no exige esto rescatar, del baúl de las sucesivas “muertes” y “superaciones”, algún sentido no ridículo de la idea de virilidad?
Es preciso darle forma otra vez a la experiencia de la exterioridad, al afuera del sujeto y de la cultura, si queremos revitalizar las relaciones, en primer lugar, con el fondo sombrío de sí mismo. ¿Lo masculino no comenzaría hoy por resistirse al “arresto domiciliario”, este patético sedentarismo ligado a las mitologías de la comunicación? Parodiando a un político del siglo XX, diríamos que “para gobernarse, los hombres deben aprender a no leer los periódicos”.
Estamos hablando -perdonen las molestias- del valor para la ruptura, para interrumpir el flujo de la circulación. ¿Lo viril no vuelve a estar ligado a la potencia de decidir a solas, desconectados de la interactividad para atender a un deseo, común y singular a la vez, que siempre necesita abandonar lo seguro, renovarse por fuera? Es hora de atreverse a esquivar el imperativo social de transparencia y perder el miedo al demonio de la época, la exclusión. Se impone el valor de una ascética, de una relación -sin cobertura- con la intemperie mortal que nos libere de esta histérica pasión por la visibilidad y el reconocimiento. El amor, la sexualidad y la familia vendrán después, por añadidura… O no vendrán, pero al menos tendríamos una primera ética al encontrar compañía en nuestra más íntima desolación.
Común soledad que nada tiene con ver con el aislamiento, menos aun con la brutalidad. Todo lo contrario, exige atender al sentido contingente de un encuentro que nos constituye. ¿No es esto además lo que el “uno a uno” de la mujer desea, bajo demandas muy distintas? Que los hombres se atrevan a la fortaleza de un temblor ajeno a cualquier género, a las generalidades establecidas.
El género, sus variaciones minoritarias, es un ardid gregario para corroer la singularidad. Busca la normalización de cada existencia en una identidad fija, localizable en la planicie colectiva. En este panorama de paridad tramposa -su primer objetivo es desactivar lo que en cada vida hay de femenino e impar– ¿no debe el varón recuperar por su cuenta la relación con el misterio de vivir? Cuando además, todos los poderes establecidos que corroen el carácter en nombre del consenso practican una coacción soterrada. Es preciso resistir la presión estadística, volver a recuperar una “hombría” en el silencio, en las vacuolas de no comunicación. Lo masculino sería hoy una existencia analógica de un exterior que no admite duplicación social, ni es susceptible de acceso informativo. Debemos reencontrar una buena relación con el desierto de lo real, con la aspereza de los límites y la incertidumbre que ahí se genera.
Virilidad, podríamos decir, es hoy una alta indefinición. Mantener el secreto de la propia fuerza, negarse a entender la existencia como un “armario” del que hay que salir. En este sentido, habría que decir que el machismo no es aún suficientemente viril, no ha regresado a la ambigüedad de una vida que deviene, que juega con su contingencia original.
No se nos escapa que cualquier idea de lo masculino es fácilmente caricaturizable, pero ¿podemos prescindir de la fuerza de la decisión “unilateral”, sobre todo si pensamos en el dolor común de los humanos? Cuando además, por la vía contraria del pacto sin fin, los hombres han llegado a una lasitud, a un debilitamiento que estalla cada vez más en actos trágicos de violencia. Abandonando la épica de vivir por el pragmatismo económico, cuando el varón es al fin abandonado en nombre de lo real del amor, encuentra que su único refugio, el nido familiar, está vacío. La desesperación está entonces servida.
También para contener la brutalidad de ese esporádico “paso al acto” es preciso recuperar una relación anímica con la dureza de lo que no tiene equivalencia. Necesitamos romper con la dialéctica entre el aislamiento real y la comunicación virtual. La época del culto al cuerpo y a los placeres va unida al odio “platónico” a un otro que siempre representa -en lo que tiene de extranjero- la otredad del sí mismo. La magia de la comunicación tecnológica tiene el reverso de la segregación de un prójimo que -inmigrante o no, fumador o no- parece apestar. Especulación biogenética, tecnología de trasplantes y cirugía estética, anorexia, fluidez de contactos virtuales, ambiente zen, ilusiones de un avatar en otro cuerpo: soñamos con flotar, fuera de nuestra existencia.
El culto consumista del reemplazo constante, que nos protege de la fidelidad a algo único, esconde un divorcio generalizado, una separación vital casi preventiva. Divorcio del encuentro, de la palabra, incluso del cuerpo del amor. ¿El problema entre los sexos es el acoso y el maltrato, o más bien la indiferencia, el hastío? De ahí la multiplicación de contactos y los vicios escabrosos como salida privada.
Por mortal, ninguna vida puede dejar de ser épica. Mantener una relación con el miedo es lo que nos conecta con una comunidad cualquiera. Por virilidad entendemos entonces aquella fuerza de la que son capaces los poetas: un diálogo con los límites, una “mala salud de hierro” que extrae valor de la fragilidad. Pensemos en el significado de que una parte de la virilidad del mundo contemporáneo la hayan encarnado varones homosexuales: de Whitman a Lorca, de Pasolini a Foucault, de Cage a Gore Vidal… el riesgo del amor, el epicureísmo de la sensibilidad parece que ha tenido que protegerse en un estoicismo del pensamiento, en una retirada ascética de la maquinaria consumista. ¿No hay algo de este drama en el gesto triste de Warhol?
Lo contrario de esta vía es la heterofobia del “miedo al miedo”, este demagógico debilitamiento unisex que nos ha hecho tan infelices y sólo consigue que la crueldad tome sendas abyectas. Es el cuerpo acéfalo de lo social, con su cohorte de especialistas, el que se encarga de la violencia que nosotros delegamos, lejos. El odio al otro le da cuerpo a un “comunismo” del vivir ante el que hemos retrocedido. La hostilidad que hoy se extiende -entre los narcisismos individuales, los sexos, las culturas- es el odio por todo lo que, con nuestra ideología de la seguridad, hemos conseguido que no ocurra entre nosotros.
Defendemos, en suma, corresponder al feminismo de la diferencia con un “machismo” de la comunidad, de lo común no sabido. ¿Machismo? Claro que la palabra no es esa. Simplemente, es necesario, diría Blanchot, reinventar la amistad con “lo desconocido sin amigos”. La primera tarea de la virilidad es hoy no abandonar una relación con lo que irreparable, lo que ha de perderse. Hombre o mujer, un ser humano ha de ser capaz de devenir, de mantener una buena relación con la metamorfosis. En otras palabras, con el desierto que constituye la suma total de nuestras posibilidades.
Hablamos de una ética del no reconocimiento, de conciliarnos otra vez con la clandestinidad, ese “trabajo negro” donde se reinventa el deseo. Es preciso resistir a la normalización no porque le “conceda” demasiado a las mujeres, sino porque, bajo esa coartada estadística, socava el semblante único de cada existencia. ¿Las mujeres no están hartas de hecho de una homogeneización que ha vaciado el amor de aventura, que ha dejado a los hijos sin la autoridad del afuera, huérfanos del no?
La era del acceso, el afán histérico de saber vacía a cada a cada uno del secreto de su potencia. Perdida la invisibilidad, se pierde también la fuerza de lo nuevo, el encanto de lo que vacila en el umbral de sus bordes.