Resulta difícil escoger un momento destacado de La tumba de Lenin (Debate, 2012), la monumental obra del periodista norteamericano David Remnick dedicada a los años finales de la perestroika. Remnick, corresponsal del Washington Post en Moscú entre 1988 y 1992, escribe con una elegancia y un dominio envidiable de sus amplios recursos periodísticos sobre la descomposición integral del imperio soviético. Su acceso privilegiado a la mayoría de los protagonistas políticos e intelectuales de aquella transición fracasada le permitió levantar acta de unos años convulsos que han condicionado, en gran medida, la posterior deriva de Rusia, convertida desde hace ya casi dos décadas en una cleptocracia con aires imperiales de opereta vulgar.
Remnick, descendiente de judíos rusos y ruso parlante, se aprovechó de la progresiva apertura que experimentaba Rusia, inédita en las anteriores siete décadas, para enviar despachos desde casi todas las esquinas del Imperio. Viajó a las Repúblicas de Asia Central, a los pequeños y atávicamente conflictivos países del Cáucaso, llegando hasta el Lejano Oriente Ruso: con visitas a Magadán –sede administrativa del Gulag siberiano– y a la isla de Sajalín, a donde viajó, en los últimos años de su vida, un Antón Chéjov ya muy enfermo de tuberculosis para escribir un libro denuncia contra el sistema penitenciario zarista, uno de sus últimos servicios a la intelligentsia rusa.
Desde hace unas semanas, las portadas de los medios españoles se ocupan de las protestas de mineros en las cuencas mineras de nuestro país. David Remnick dedica unas cuantas páginas de su libro a contarnos una huelga de mineros siberianos que se produjo en 1989: aún faltaban meses para la caída del muro, y muchos meses más para que las repúblicas bálticas abriesen la espita de la independencia. Aquellas movilizaciones masivas, de varios cientos de miles de mineros, supusieron el primer toque de atención contra las autoridades rusas lideradas por Mijail Gorbachov, enredadas en un reformismo de salón que no terminaba de implicar cambios reales en el bienestar material de la población rusa.
“La «revolución desde abajo» comenzó cuando un grupo de mineros del carbón de la ciudad siberiana de Mezdurechensk abandonaron el trabajo en la mina Shovikovo liderados por el dirigente Valery Kokorin. La principal queja era el jabón. Los mineros se quejaban además del estado de la maquinaria, de que el trabajo fuera miserable y estuviera mal pagado, de que la alimentación fuera escasa y de que no se les otorgaran beneficios adicionales. Pero lo que más les fatigaba era la suciedad en cada pliegue de su cuerpo, la imposibilidad de llegar a casa de vuelta del trabajo y darse un baño. No había jabón”.
Aquella huelga tenía además unas implicaciones más profundas. Ponía fin a décadas de silencio y humillación. Escribe Remnick: “A lo largo de toda la cuenca de Kuznetsk en Siberia –en Mezdurechensk, Prokopievsk, Novo-Kuznetsk y Kemerovo– los mineros habían estado refunfuñando entre dientes durante años. Jamás se habían arriesgado a llevar su protesta más allá del estrecho círculo de sus familiares y amigos. Su pobreza –como la de los trabajadores de las granjas de Turkmenistán, o la de los trabajadores siderúrgicos de Magnitogorsk– se consideraba simplemente un hecho natural”.
Un hecho natural que únicamente se había interrumpido durante unas semanas en el verano de 1962, cuando los mineros de la región de Rostov del Don, patria de los cosacos, en el sur del país, mostrando una valentía temeraria, se habían declarado en huelga enfrentándose a un régimen que optó por ejercer una represión abrumadora. El ejército y la KGB detuvieron y ejecutaron a decenas de mineros, enterrándolos en fosas comunes que en 1989, más de tres décadas después, aún no habían podido ser localizadas. Aquel movimiento de protestas fue uno de los pocos que atrevió a desafiar a las autoridades soviéticas desde la revolución de 1917.
Si algo hizo bien la dictadura soviética fue imponer un régimen represivo que se aseguró la docilidad casi total de la sociedad rusa. El riesgo que comportaba revelarse era demasiado alto. Incluso un simple comentario ligeramente crítico con las autoridades –un chiste, por ejemplo– podía implicar pena de cárcel y destierro a los campos de trabajo del Gulag. Se impuso así el silencio: la inmensa mayoría de los rusos, incluso los más conscientes, asumieron una humillante resignación callada ante el estado de las cosas como estrategia de supervivencia.
Algo parecido sucedió en España tras la guerra civil. Uno de los logros incuestionables del régimen franquista –primo hermano, en este sentido (y en otros muchos) del régimen soviético– fue anular cualquier iniciativa de rebeldía interna. Tan sólo unos pocos hombres y mujeres decidieron no darse por vencidos al término de la guerra y mantuvieron una desesperada lucha de guerrillas, acorralados en algunos montes del país y olvidados por la comunidad internacional, además de manipulados vergonzosamente por la cúpula del Partido Comunista en el exilio, más atenta a los intereses de Stalin que al bienestar de los maquis.
Entre 1939 y 1962, España fue un erial de pobreza, represión, falta de desarrollo económico y sobre todo, silencio. Ningún sector de la sociedad tuvo los medios, la disposición de ánimo ni el valor de decir un “No”, ni un “Basta ya”, ni de pronunciar siquiera un tímido “Preferiría no hacerlo”.
En abril de 1962 un grupo de mineros –entre los que había hombres de izquierdas y también algún falangista, veterano de la División Azul– se negaron a iniciar su turno de trabajo en el pozo. Sus motivos no eran políticos: eran los motivos del hambre. Hombres que trabajaban a destajo, a razón de su producción diaria de carbón –que ascendía de media a una tonelada por hombre y día, una cifra de vértig– apenas ganaban lo suficiente para llegar a fin de mes. Se negaron a continuar trabajando por esos salarios de miseria. La dirección de la mina los expedientó. En principio, aquel incidente podía haberse quedado en nada. No eran los primeros expedientados por la dirección de una mina.
Pero aquella vez no iba a ser una más: primero, otros mineros de aquel pozo se negaron también a trabajar. En cuestión de días, los mineros de otros pozos de la cuenca minera del río Caudal se solidarizaron con sus compañeros de profesión y fatigas. La huelga se extendería pronto a la cuenca del Nalón, la otra gran cuenca minera asturiana. La minería asturiana, entonces con varios cientos de miles de trabajadores, se paralizó casi por completo. El franquismo, que podría haber solucionado aquella revuelta sin precedentes con duras campañas de represión se vio desbordado. Además, su intención política de romper su aislamiento internacional y su montaraz autarquía, estrategia que se había iniciado con el Plan de Estabilización de 1959, le impidió ejercer una represión masiva. No hubiera dado “buen imagen”.
Pasaron las semanas y ni la intensidad de la huelga –que comenzó a cobrar unas relevantes dimensiones políticas– ni la firmeza de los mineros disminuyeron.
Los mineros no volverían al trabajo hasta comienzos de julio, cuando el régimen aceptó por fin su reivindicación: una subida de salarios que representaba también el reconocimiento de su dignidad, algo que se les había estado negando.
Los tiempos han cambiado. Las cuencas mineras asturianas –y el resto de cuencas mineras españolas– han pasado por procesos de Reconversión que no han sido tales. A lo sumo, se han tratado de procesos de pacificación social: prejubilaciones generosas que han impedido el conflicto. El tejido productivo de las cuencas no se ha reconvertido en absoluto: ¿o puede considerarse como reconversión la apertura de un gran centro comercial, el Caudalia? Los sindicatos mineros –en ciertos aspectos tan transparentes y potables como el agua que sale de un lavadero de carbón– han ejercido de administradores preferentes de unos Fondos Mineros abultados no siempre bien gestionados. Mientras que los políticos –los asturianos, al menos, licenciados cum laude en caciquismo– han evitado cumplir con su obligación de pensar e implementar alternativas que convirtiesen las cuencas en comarcas con futuro, dedicándose a redistribuir –sobre la base de sus intereses electoralistas– el dinero europeo que debería haber servido para cimentar las bases de esa reconversión fracasada.
Así que aquí estamos, en 2012: los mineros han vuelto a salir a las calles. El gobierno ha faltado a su palabra y ha retirado gran parte de los fondos ya comprometidos para los próximos años: dice el señor ministro que nuestro país ya ha gastado miles de millones en las cuencas mineras. Se critica también que la violencia de los mineros resulta intolerable: además, los cortes de carreteras y vías de tren provocan molestias. Por otra parte –y hasta la fecha– todos los intentos por establecer un diálogo han fracasado: el Gobierno ha reiterado que en ningún caso dará marcha atrás en su decisión de cancelar los fondos que ya estaban comprometidos y que ahora no se considera oportuno gastar. Pregunta: ¿se podría calificar de “violenta” (es decir, antidemocrática) una negativa al diálogo tan radical (algunos dicen: tan prepotente)?
Han pasado ya varias semanas desde el inicio de la huelga minera. Se han sucedido los cortes de carreteras, los enfrenamientos con los antidisturbios, las negativas al diálogo por parte del Gobierno…
La situación política no resulta alentadora: el Presidente del Gobierno ha anunciado que se niega a celebrar el anual debate sobre el estado de la nación –una de las citas parlamentarias más relevantes del año–, justo en el momento en el que la nación tal vez lo necesite más desde el fin del régimen franquista.
Seguramente el presidente del Gobierno será consciente de que el silencio como estilo de gobierno tiene sus límites. Pero también sabrá que esos límites los fijan en gran medida los gobernados: con su silencio.
Los mineros han alzado la voz (y, sí, también los tirachinas cargados con tuercas y rodamientos y las barricadas). No es necesario estar completamente de acuerdo con sus estrategias, ni dar la razón histórica al colectivo minero en la gestión de la Reconversión –o mejor: de su ausencia– para no reconocerles que al menos están siendo capaces de eso: de alzar la voz, de romper un silencio que con honrosas excepciones –como el 15M y las protestas sectoriales de los profesionales de la salud y, sobre todo, de los maestros y profesores– ha presidido la sucesión de imposición de políticas económicas y sociales que, además de no estar generando resultados positivos, están causando un sufrimiento social grave, que tendrá implicaciones negativas para el futuro del país.
Hace unas semanas se conocía una noticia curiosa. Parece ser que unos laboratorios estadounidenses han logrado construir la habitación insonorizada más perfecta construida hasta la fecha: sus pareces acolchadas consiguen atrapar hasta el 99,99% de los ruidos. El silencio en su interior es, por tanto, casi perfecto.
Los científicos han podido comprobar, a partir de los experimentos que se han llevado a cabo en esta cámara, que unos niveles de silencio tan improbables provocan en el cerebro humano una tensión tal que puede conducirle a la locura. “Aquellos que han vivido la experiencia de permanecer en la cámara aneocica –que así se llama– durante un tiempo prolongado comienzan a escuchar los sonidos de su respiración, los latidos de su corazón y hasta de sus entrañas, lo que puede llevar a que la mente pueda perder el control e incluso puede provocar efectos en el equilibrio. La persona que más tiempo logró permanecer en esta cámara logró estar dentro unos 45 minutos antes de comenzar a dar síntomas de pérdida de control mental”.
Dentro de unos años, seguramente, se llevarán a cabo estudios históricos que comenzarán más o menos así: “Desde el comienzo de la crisis, en 2008, la sociedad española, con contadas excepciones, permaneció en un silencio casi total, nunca antes registrado en su historia reciente, salvo durante las décadas de dictadura, miedo, pobreza y censura mediática”.