Estábamos arreglándonos para una recepción oficial en casa del embajador, que es como llamábamos al botellón fino, en casa de alguien, y al ir a elegir ropa mi chica levantó un par de sujetadores con las manos y los encontró húmedos. Fue un suceso que nos conmovió un poco a todos. Siguió revolviendo entre bragas y medias, casi enloquecida, y notó aquello algo mojado, como si hubiese llovido en casa. Me llamó a los gritos y me dirigí al cuarto arrastrando los pies. “Oye, ¿tú sabes por qué está esto mojado?”. Di vueltas alrededor del cajón de la cómoda con semblante circunspecto tratando de pensar algo de cierta profundidad, porque a mí los problemas irresolubles me producen una pereza terrible, y sentencié de golpe: “Aquí meó Cote”. Fue escuchar Cote y el perro vino corriendo hacia la habitación para sentarse entre los dos, esperando salir a dar un paseo o lo que sea que esperan los perros cuando escuchan su nombre. Calculé un metro de distancia entre el cajón y el suelo, así que para que Cote pudiese mear allí tendría que dar un buen salto, mantenerse en el aire, tirar del pomo y soltar la meada tremenda que había empapado la ropa interior. Yo había visto a Cote hacer cosas extraordinarias, pero aquello me empezaba a sobrepasar, así que dirigí rápidamente la culpa hacia la comunidad, que es un género que me tiene loco. “Nos entra agua”, comenté mientras salía de allí.
Aquel misterio se aplazó. Los dos lo dejamos pasar un poco inquietos y nunca volvimos a hablar del asunto, como cuando muere de repente un familiar odiado. “Cousas do demo”, zanjan en el pueblo. Pero al cabo de varios meses me desperté y encontré a mi pareja alucinada delante del cajón levantando sujetadores como si estuviese en la feria. “Están todos empapados”. Abrió y cerró los cajones de la casa en un Poltergeist salvaje y no encontró humedad en ninguno. La pared daba al exterior de la fachada y por allí no pasaban cañerías ni tampoco había llovido. Yo empezaba a pensar que aquello era un guiño de Dios para que mi chica saliese siempre de casa sin ropa interior. Le dimos todas las vueltas de las que fuimos capaces, que eran bien pocas, y nos sentamos exhaustos en el salón mirándonos el uno al otro en ese momento del juego en que uno empieza a sospechar del otro para no tener que dirigirse penosamente a la esotérica, con el grado de friquismo que eso conlleva. Por un momento me imaginé sentado en Cuarto Milenio contando cómo aparecía una mañana tras otra la ropa de mi chica llovida, y el temor a que la humedad se extendiese a la pared y apareciese allí la cara de Ernesto Che Guevara.
El final de la historia tuvo un punto verbenero. Como en las películas de terror, mi pareja se despertó en medio de la noche y me vio salir de cama, bajarme el calzoncillo a la altura de las rodillas, abrir el cajón de sus bragas y mear allí con saña, de puntillas, con la placidez del hombre que se alivia donde mejor le viene y la desfachatez del Manneken Pis. Contempló el espectáculo paralizada de terror, y sólo al final, cuando me sacudía las gotas infames encima de sus tangas, me preguntó: “¿Se puede saber qué estás haciendo?”. Miré para ella y me metí de nuevo en cama sin dignarme a contestar. Al rato sufrí un zarandeo violento y me desperté. “¿Se puede saber qué estás haciendo?”. Le dije que “despertarme”, eso era lo que estaba haciendo, y que llevaba despertándome toda la vida, a veces a una hora y otras veces a otra, y que ya era de por sí decepcionante despertarme por mí mismo como para tener que hacerlo en medio de una carga policial. Me contó que acababa de mearle las bragas y tuve que ir allí a tocar para creer, como el otro, y luego al baño a lavarme la mano mientras me santiguaba con la otra. “Soy sonámbulo”, me decía mirándome al espejo: “hago cosas que no recuerdo cuando bebo y hago cosas que no recuerdo mientras duermo, y cuando hago cosas que recuerdo mi madre me llama inconsciente”.
Las meadas en los cajones de la ropa interior cesaron en la medida en que cesó mi sonambulismo, y en los meses siguientes sólo se registró un intento de hacerlo en el cubo de la basura, que algo ibamos avanzando. La pobre de mi chica dormía con un ojo abierto bajo una tensión que le impedía hasta soñar, así que un domingo en el que madrugué quise recompensarla bajando a comprar doscientos croissants y zumos de naranja, y como quiera que iba a la calle con vaquero por encima del pijama y pantuflas, mi mujer me asaltó de repente en el descansillo agarrándome del cuello y metiéndome para dentro: “Es lo que me faltaba, que te pongas a mear en las puertas de los comercios”. Semanas después la historia empezó a circular por ahí, pues no sé por qué yo le encontraba su punto de gracia, y en las comidas familiares alguien se levantaba y decía delante de toda la mesa: “Manu, cuenta otra vez cómo le mojas tú las bragas a las chicas”.