He apartado un momento el libro que leía para ponerme a escribir (o, más bien, dictar) el post de todas las semanas, que versará esta vez sobre lo que estaba ahora mismo leyendo: el encuentro de Rossini y Wagner.
Anoche me dormí escuchando el aria «una voce poco fa» en la incomparable voz de Cecilia Bartoli y esta mañana me he levantado con ganas de saber un poco más sobre mi querido Rossini.
Algo sabía de su vida, pero poco.
Sabía, muy fragmentariamente, que Rossini había estado en España en 1831, en plena década ominosa, y que Larra había asistido a un banquete musical organizado en homenaje al compositor italiano, pero desconocía que el oratorio Stabat Mater lo hubiera compuesto a petición de un archidiácono, Fernández Valera, y que años después, muerto el eclesiástico, se descubriera que varias partes no eran obra de Rossini, sino de un discípulo.
Sabía (o creía saber) que Rossini, antes de cumplir los cuarenta, había dejado de componer óperas y que durante 30 años había llevado una vida apacible, casi epicúrea, entregado a los placeres de la mesa y la buena conversación, con contertulios afines, pero no tenía ni idea de que Rossini sufriera de los nervios ni que tuviera crisis depresivas a lo largo de su vida, solo paliadas por el celo y el cuidado de su segunda mujer, Olympe Pelissier.
Sabía, como tantos otros, que Rossini era un magnífico anfitrión, amable e ingenioso, a quien le gustaba contar historias y anécdotas de sus años de juventud, pero no podía imaginarme que Rossini hubiera recibido, en su mansión parisina, la visita de Richard Wagner y, menos aún, que existiera un testimonio escrito de la dicha reunión.
El encuentro tuvo lugar en marzo de 1860.
Edmond Michotte, joven melómano por aquel entonces y amigo personal de los dos genios, fue quien lo propició y, según nos asegura, se tomó la molestia de coger apuntes con la vista puesta en la posteridad.
Nosotros no podemos más que darle las gracias.
Michotte nos advierte, en el prólogo, que ha hecho correcciones mínimas y arreglado algo de las intervenciones de Wagner, especialmente cuando el alemán se enredaba en su francés, pero que en lo demás ha sido muy fiel al diálogo.
No haré yo aquí más que un resumen muy somero del encuentro. Rossini y Wagner representan dos mundos muy alejados, casi opuestos, tanto por edad y temperamento como, sobre todo, por concepción musical. El entendimiento entre ellos era difícil, por no decir imposible, aunque los dos, a lo largo de la conversación, guardan las formas y tienen mucho tacto, sin por ello variar posturas o conceder nada al contrario.
Desde luego las dotes diplomáticas de Rossini desarman rápidamente al fiero alemán y ya desde el principio le deja claro a su visitante que, sin conocer apenas su obra, sabe, por lo que le han dicho, que pertenece a esa clase de artistas que se esfuerza en extender los límites del arte y que eso siempre le merece respeto. Le dice luego que hace años escuchó Tannhäuser y que le gustó, para, a renglón seguido, preguntarle cómo van sus gestiones sobre el estreno de esa obra en París.
Wagner le pone al corriente de sus cuitas y se queja de la cábala (cabale) que opera en su contra. Rossini le corta en seco y le recuerda que todos los grandes han sufrido los cabildeos de público y de críticos. Lo mejor, dice Rossini, es ignorarlos. Cita grandes nombres. Weber, Gluck, Beethoven…
Rossini describe, a continuación, el encuentro que tuvo con Beethoven y, curiosamente, el texto que leemos se convierte en un mise en abyme: un encuentro en donde se habla de otro encuentro de dos compositores. Rossini señala la pobreza en que vivía el creador de tantas sinfonías y cuartetos maravillosos y la tristeza irremediable de su mirada. Recuerda con cierto humor cómo Beethoven le aconsejó que no saliera nunca de la ópera bufa y que aplicara una y otra vez la fórmula de El barbero de Sevilla, que tanto éxito le había granjeado, aunque al decir esto puede que Rossini (o su transcriptor) bromeara o vacilara un poco, ya que si de algo le acusaban sus enemigos era precisamente de repetirse y hasta de plagiarse a sí mismo.
Con todo, la anécdota más llamativa que cuenta Rossini es sobre su viejo amigo Salieri, amigo también de Beethoven. Al parecer, los rumores de que había envenado a Mozart ya existían en el mundillo musical de la época; y así un buen día, con el desparpajo de su mucha confianza y amistad, le soltó la broma de que, a lo mejor, si Beethoven no venía a comer con él era por miedo de que lo envenenara como ya había hecho con el otro. El bueno de Salieri le miró con cara de circunstancias y le dijo: “¿tengo yo aspecto de envenenador?”. El aspecto enclenque y apocado de su viejo amigo, nos dice Rossini, no admitía más que un “no” rotundo.
Las discusiones más técnicas entre los dos compositores se las dejo a los musicólogos, aunque a mí me gusta ese momento en el cual el viejo maestro, tras escucharle a su interlocutor que en algún aria de su Guillermo Tell se detecta el mismo “drama musical” que él defiende, Rossini replica, con retranca, “¿Así que estaba haciendo la “música del porvenir” y ni yo mismo me enteraba?”