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Sociedad del espectáculoPantallasRuiz, Carax, McDonagh: cine para (re)construir rompecabezas

Ruiz, Carax, McDonagh: cine para (re)construir rompecabezas


 

A Marta

 

I

 

¿Qué tienen en común películas tan aparentemente distintas como Siete psicópatas (7 Psychopaths, Martin McDonagh, 2012), un producto surgido de Hollywood pero que intenta dinamitar lo que este representa; Holy Motors (Leos Carax, 2012), un acto, a la par, de exorcismo y amor de cara al cine, y Misterios de Lisboa (Mistérios de Lisboa, Raúl Ruiz, 2010), un monumental relato audiovisual que se bifurca a través de una pantalla que se multiplica? Bien, pues primero empecemos por la literatura.

 

Leía a través del siempre nutritivo Enrique Vila-Matas cómo el novelista Kurt Vonnegut decía que las tramas sobre las cuales se podía construir una historia en su esencia tan solo eran unas cuantas y que por lo demás tampoco hacía falta darles demasiada importancia. Tenía elaborado un listado que había memorizado y lo constataba: “alguien se mete en un lío y luego se sale de él; alguien pierde algo y luego lo recupera; alguien es víctima de una injusticia y luego se venga; el caso conmovedor de Cenicienta; alguien empieza a ir cuesta abajo y así continúa…”. Georges Perec, aficionado a los listados y a los registros, seguramente fue el autor que llevó al límite el acto de desarrollar todas esas tramas y sus posibles variaciones en su novela de novelas La vida instrucciones de uso (1978), un compendio de todas las tramas planteadas por Vonnegut, llevándolas al extremo para dinamitarlas. En la empresa iniciada por el maravilloso personaje de Percival Bartlebooth, una de las figuras centrales del texto de Perec, es donde se reflejan las obsesiones y el proyecto literario de su propio creador.

 

Con la ayuda de sus inestimables colaboradores Winckler y Kusser, Bartlebooth inicia un proyecto vital –“decidió un día que su vida entera estaría organizada en torno a un proyecto único cuya necesidad arbitraria tendría como único fin esta misma necesidad”- que consistiría en llevar a cabo la siguiente operación: durante diez años, de 1925 a 1935, se iniciaría Bartlebooth en el arte de la acuarela; los siguientes veinte años, de 1935 a 1955, recorrería el mundo, pintando una acuarela cada quince días, quinientas marinas de igual formato que representarían puertos de mar. Cada vez que estuviera acabada una de estas marinas la enviaría a un artista especializado, Gaspard Winckler, que la pegaría en una delgada placa de madera y la recortaría, formando un puzle de setecientas cincuenta piezas. Posteriormente, de 1955 a 1975, Bartlebooth, de nuevo en Francia, reconstruiría los rompecabezas así preparados, a razón de uno cada quince días. A medida que se reconstruyeran los puzles, se reestructurarían las marinas, de tal manera que pudieran despegarse de su soporte, trasladarse al lugar mismo en el que –veinte años atrás- habían sido pintadas y sumergirse en una solución limpiadora, de la que saldría una simple hoja de papel Whatman intacta y virgen. De esta forma no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor.

 

Georges Perec en La vida instrucciones de uso elabora una parsimoniosa, exacta y precisa redacción de las vidas presentes y pretéritas de los habitantes de un edificio, construido en la parisina calle Simon-Crubellier en la década de 1870, en concreto desde 1833 –nacimiento del personaje de James Sherwwod- hasta 1975 –año en el que mueren Bartlebooth y Serge Valène-. Recorrida por casi unos doscientos personajes, cuyas historias se entrecruzan, sus capítulos acaban confeccionando un fascinante rompecabezas narrativo que nos lleva a reconstruir una auténtica comedia humana y a la vez a participar de un juego estético donde el lector debe intentar ordenar las piezas como Bartlebooth debe intentar reconstruir las acuarelas que veinte años atrás pintó. La vida instrucciones de uso se convierte, entonces, en una operación en torno al propio acto de crear, entendido este en un doble sentido: los mecanismos creativos del autor para construir su obra y los mecanismos, también creativos, del propio lector, quien crea su propia obra, yendo y viniendo de un personaje a otro, buscando en los índices que facilita el propio Perec para reconstruir historias, para encajar las piezas, para intentar darle un sentido a infinitas historias que se nos escapan, que vagamente recordamos que, tal vez, confundimos. Como la vida misma.

 

Escribía Rodrigo Pinto en el artículo La lista de Bolaño y Perec (publicado en el número 9 de la revista UDP), en torno a las semejanzas literarias de Roberto Bolaño y Georges Perec que ambos autores, sobre todo en lo que respecta a sus magnas obras –La vida instrucciones de uso, en cuanto al francés; Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2005), en cuanto al chileno- eran los creadores de “historias que pululan, que se reenvían, que siempre abren una ventana, una puerta, un túnel, un pasadizo, hacia otra historia y luego hacia otra y así sucesivamente…”.

 

Volvamos al cine.

 

 

II

 

Esa es la experiencia que provocan las tres obras cinematográficas citadas al inicio, aunque tal vez la que seguramente lo aplique de una forma más literal y literaria sea Misterios de Lisboa, el proyecto cinematográfico y televisivo llevado a cabo por el cineasta Raúl Ruiz a partir de la adaptación hecha por parte de Carlos Sobaga de la novela homónima de Camilo Castelo Branco. En ella nos vamos encontrando con toda una serie de personajes, todos ellos relacionados de manera más directa o tangencial con el misterioso origen o el incierto destino del joven João, posteriormente Pedro da Silva, un huérfano que vive en un internado a cargo del Padre Denis, sacerdote descendiente de una familia libertina y aristocrática, que esconde secretos de vidas pasadas y que ejerce de elemento vehicular de ese relato laberíntico como una tela de araña. Los espectadores acabamos atrapados por un complejo andamiaje narrativo al que parece que puedan ir incorporándose nuevos personajes y nuevos acontecimientos que los vinculen a otros ya conocidos. El entramado de vidas, sujetos a esa misteriosa dialéctica que establece la casualidad y el determinismo, podría no proyectarse superando los límites temporales (siglo XIX) y geográficos (Portugal, Brasil, Francia e Italia) establecidos por la narración.

 

En esa relación entre relato decimonónico, que bebe directamente de la literatura del folletín, y del clasicismo de la puesta en escena, que remite a maestros del melodrama como Luchino Visconti o Max Ophüls, Misterios de Lisboa establece un ejercicio de reflexión puramente propio de la postmodernidad. Al fin y al cabo, a través de esa imagen de marcada textura digital, a diferencia del celuloide clásico, que nos revela un juego de máscaras –como si los personajes hubiesen creado continuos avatares- y la interconexión de la relaciones humanas, lo que descubrimos es una proyección de ese gran teatro virtual en el que se ha convertido nuestro mundo contemporáneo. No olvidemos el detalle con el que se abren tanto la mini-serie como la película sobre esas ilustraciones de personajes y escenarios de época, acompañadas por la música de Jorge Arriagada, y sobre las que aparece inscrita el URL oficial de la película. Como tampoco olvidemos la presencia de ese pequeño teatrillo que recibe el pequeño João de su supuesta madre cuando este enferma y sobre el cual aparecerán unas figuritas que nos introducirán nuevas historias, en una decisión que nos lleva a buscar antecedentes calderonianos –el gran teatro de la vida, pero también la vida como sueño, o pesadilla, en la que se hacen presentes nuestros fantasmas, tal y como nos describen los instantes finales de la historia-.

 

Tal y como estamos acostumbrados a ver el mundo a través de nuestros teléfonos móviles, tabletas, televisores o pantallas de ordenador, y en una operación muy similar a la planteada por Aaron Sorkin como guionista y David Fincher como cineasta en La red social (The Social Network, 2010), Misterios de Lisboa abre continuas ventanas, minimiza relatos, busca descubrirnos nuevos secretos en un aparente azar, en un camuflado determinismo –ese milagro de la vida-, recorrido por apasionados amores y profundos odios, por pactos y traiciones, secretos y revelaciones. El autor logra así que se disuelva cualquier referencia cronológica en una obra que, por otra parte, arranca de una reconstrucción genealógica a partir de ese personaje de naturaleza dickensiana que es João y cuya voz en off dice: “tenía once años y no sabía cuál era mi nombre”. El espectador se ve inmerso en una simultaneidad temporal, en una ida y vuelta, parecida a la que experimenta el lector de La vida instrucciones de uso, con la diferencia de que aquí no es tanto el gesto de alguien como Bartlebooth quien da sentido a la naturaleza de la propia obra sino esa espectral y febril secuencia final en la que un Pedro da Silva moribundo realiza un último ejercicio de fuga a través de su memoria, reconstruyendo fragmentos de todo lo relatado y que muy bien ya nos explicaba de forma anticipada Raúl Ruiz en su Poética del cine:

 

“Volvamos a la idea de reconstituir secuencias ficticias a partir de las imágenes terminales estudiadas por Florenski. Si una serie de imágenes abstractas, cada una un poco diferente a la siguiente, desencadena una cascada de figuras en tercera dimensión y esta cascada puede provocar, a su vez, memorias virtuales de cosas que pueden haber tenido lugar, entonces podemos concebir la posibilidad de abolir la distinción entre la vigilia y el sueño, entre el pasado y el presente y, muy especialmente, entre pasados concebibles, futuros concebibles y el presente. Florenski evoca la situación siguiente: un hombre a punto de ser guillotinado se desmaya, lo conducen inconsciente al cadalso en una camilla y, cuando se acerca a la guillotina, se despierta. Pero, justo antes, el condenado ha vivido una secuencia ilusoria invertida en la cual ha visto desfilar toda su vida –con la salvedad de que no se trata de su propia vida, sino de una inventada por él–. La visión termina con el episodio que había provocado el sueño: la decapitación. Estas películas, vidas o sueños, son más cercanas a la realidad de lo que creemos, aunque todavía sea pronto para evaluar los daños o los beneficios que podrían traer consigo. Sabemos que esos mundos utópicos, sin comienzo, ni fin, ni lugar, han invadido el futuro, y que solo la crítica y la crítica de esta crítica nos permitirán dominarlos, destruirlos o, por lo menos, comprenderlos”.

 

 

III

 

Como el de João, el nombre genérico que les ponían a los huérfanos en la Lisboa del siglo XIX, el nombre de Leos Carax no es el verdadero: es el anagrama que se forma de la combinación de los dos nombres de Alexandre Oscar Dupont. Es por lo tanto, una máscara, la de este cineasta cuyo álter ego en su última película, Holy Motors, no se distancia demasiado de la caracterización de los personajes de Misterios de Lisboa. Efectivamente Oscar –por primera vez el personaje interpretado por el actor fetiche de Carax, Denis Lavant no se llama Alex- se traslada dentro de una limusina que ejerce no solo de medio de transporte por las calles de París sino también de camerino donde el protagonista acude a lo que parecen ser una serie de citas concertadas para cada una de las cuales adquiere una caracterización distinta. Desde un principio nos planteamos quién es Oscar, si un actor que actúa a través de una serie de performances o happenings interfiriendo directamente en la realidad, convirtiéndolo todo, y para no distanciarnos en exceso de los planteamientos hechos por la obra de Raúl Ruiz, en el gran teatro de la vida. Tal vez pueda ser el hombre adinerado que vemos salir al principio del filme, después del misterioso y desconcertante prólogo inicial, y que se despide de su familia antes de introducirse en la limusina. Tal vez se trate de alguien que haya sido contratado para ejercer esos papeles o quizás su actividad sea simplemente vocacional. Todo es posible, como también apuntan las palabras antes citadas de Raúl Ruiz.

 

Y nada va a ofrecernos una respuesta clarificadora a todas nuestras dudas. A partir del instante en que iniciamos el trayecto en el que acompañaremos a Oscar vamos a presenciar un conjunto de sketches en los que se irá transformando en una vieja mendiga, una especie de personaje de videojuego que forma parte de una realidad virtual, un moderno Cuasimodo que secuestra a una modelo, un asesino que acaba asesinando a alguien idéntico a él, etcétera. Mientras tanto, el espectador, en un efecto similar al provocado por Misterios de Lisboa, se ve inmerso en una laberíntica tela de araña narrativa, donde si con anterioridad descubría la falsedad de unas identidades que enmascaran, ahora no se trata de cuestionarnos quién es en realidad Oscar sino de poner en tela de juicio todo aquello que presenciamos –¿aquello que consideramos la realidad todavía lo sigue siendo o puede que todo forme parte de una gran representación?-. Más adelante descubrimos que no solo es Oscar el que parece dedicarse a esta actividad. Aparecen más limusinas blancas. Entonces, sumergidos en la incertidumbre y la magia por igual, parece que todo el cine sea posible con Holy Motors. Ahí está la clave.

 

Holy Motors, en un sentido mucho más amplio que Misterios de Lisboa, es una película absolutamente libre, no solo por lo inabarcable e inabordable, rasgos hasta cierto punto compartidos con la película o miniserie de Raúl Ruiz, sino que lo es en un sentido desafiante. Una libertad de índole creativa pero que se hace extensible al propio espectador, también libre para recorrerla en cualquiera de sus múltiples sentidos, y en una línea similar a la propuesta por la novela de Perec. Cada una de esas caracterizaciones –transformaciones- que lleva a cabo Oscar nos trasladan a un universo estético muy particular, sin que por ello la película deje de ser ella misma, hasta llevarnos a en una especie de bucle narrativo del que es imposible escapar y que no parece tener fin. Porque cuando parece desembocar en un irresoluble hui clos en el momento en que una de esas encarnaciones llevadas a cabo por nuestro protagonista asesina a otra en un misterioso y paradójico juego de dobles, Leos Carax decide vulnerar las leyes de verosimilitud definitivamente y escapar de cualquier lógica.

 

Carax nos propone un viaje – de índole homérica, como el de Eric Packer en Cosmópolis (David Cronenberg, 2012)- cuyo único motor son los impulsos que genera la propia ficción y a través del cual se abren todas las puertas posibles a la imaginación del espectador, quien contrariamente a los espectadores-robot que aparecen en el enigmático prólogo debe dejarse llevar, arrastrarse, pero a la vez establecer una disputa estética con el fin de encontrar no ya las palabras que definan aquello que está viendo sino las propias emociones que ello le provoca. Los críticos han hablado de retruécano, de rizoma, de palimpsesto –en el que tendrían cabida todas las imágenes posibles, desde la primitiva cronofotografía d’Éttiene-Jules Marey, hasta las imágenes futuristas del motion capture-. Y toda esa especie de cajón de sastre en el que podría convertirse la película, donde la lógica se esfuma de buenas a primeras y la construcción se revela fragmentada, aparentemente caótica. Pero acaba resultando armónica en su conjunto debido a la fuerza con la que nos arrastra, la pasión que nos contagia por contar historias por el simple hecho de contarlas y, es más, de poder hacerlo. Por creer en el cine.

 

Con su temeraria tendencia a caer en la grandilocuencia, en el ridículo, de aunar a la vez lo kitsch y el lirismo, la violencia y el amor, lo grotesco y lo sarcástico, Holy Motors acaba por ofrecernos los aspectos sublimes del cine con su capacidad para sugerir, para cautivarnos, para reflexionar y para incomodar a través de este ser humano atrapado dentro de mil historias. Alguien que al fin y al cabo representa el simulacro de nuestras vidas y que se convierte en el reflejo de un cineasta genial –un inventor de historias- que se arriesga en cada fotograma para encontrar, tal y como se afirma en la película, la belleza del gesto, para ofrecernos la posibilidad de mirar por si acaso, tal y como también se advierte, dejamos de hacerlo.

 

 

IV

 

Es posible que una película como Holy Motors sea un ejercicio de exorcismo por parte del propio Carax después de una larga etapa en silencio debido a una crisis creativa. El personaje de Oscar, en todas sus vidas posibles, encarna todas las películas posibles que podría hacer Carax. En este sentido, el protagonista de Siete psicópatas, Marty, podría servir también como álter ego de su creador, el guionista y director –y también dramaturgo-, Martin McDonagh para ahuyentar sus propios fantasmas creativos, para combatir el miedo a la página en blanco. Ya no es París, ahora es Hollywood donde la fábrica de sueños hace que todo sea posible, aunque sabemos de sobra que allí una película como Holy Motors sea imposible. Y Siete psicópatas también es consciente de su naturaleza anómala. Por eso no debe pasarnos inadvertido ese plano inicial del enorme cartel que corona el Monte Lee y cómo la imagen va alejándonos lentamente de aquel. Efectivamente, puede que estemos en Hollywood y viendo un producto, en parte, surgido de la propia industria, cuyo protagonista es un guionista alcoholizado que escribe historias para que la maquinaria siga funcionando y que se encuentra inmerso en una crisis creativa que le impide arrancar un guión sobre una serie de psicópatas, siete, para más señas. Sin embargo hay algo más. Porque toma como punto de partida dos lugares comunes en el cine hollywodiense que McDonagh va a vulnerar libre e imprudentemente: la típica historia del escritor incapaz de llenar la página en blanco y los convencionalismos habituales que aparecen continuamente en las películas protagonizadas por psicópatas.

 

Y efectivamente, nada es tan sencillo como parece, ya que Siete psicópatas es una bomba de relojería ideada sin ningún tipo de rubor y cuyo principal cable de conexión está formado por un trenzado entre las dos citadas líneas. En primer lugar, Marty se ve involucrado en una rocambolesca historia cuando su amigo Billy, un ladrón de perros, y Hans, su socio, que se dedica a devolverlos a sus propietarios para cobrar la recompensa, decidan robarle la mascota a Charlie, un mafioso de la zona. En segundo lugar, ese estrambótico relato va siendo salpicado por la continua inserción de historias surgidas de la imaginación de Marty, o de la de Billy, o de la de Hans, protagonizadas por psicópatas y que le sirven de inspiración al primero para elaborar su estancado guión. A medida que nos desplazamos del thriller y la comedia y nos adentramos en los terrenos del western y del surrealismo la película se aproxima más a un precipicio, bordeando los límites de la verosimilitud, hasta que esas continuas digresiones acaban sometiendo el relato a un giro metalingüístico despojado de la más mínima presunción intelectual.

 

Entonces, cuando nos vemos abocados a un callejón sin salida, como también nos ocurría con Holy Motors, la línea que hasta el momento habíamos trazado para seguir manteniendo la distinción entre la realidad y la ficción descubrimos que está dibujada sobre la arena del desierto y que el viento nos borra. De la misma forma que los personajes de Misterios de Lisboa se nos revelan como posibles actores que se van despojando de máscaras dentro del gran teatro de la vida, o cómo Oscar y todas sus caracterizaciones nos impiden saber qué hay de real y qué de representación en todo lo que vemos, llega un momento en que Siete psicópatas nos muestra que no es una versión menos kafkiana de Barton Fink (Joel Coen y Ethan Coen, 1991) o una formulación del cine remezclado de Quentin Tarantino. La propuesta de Martin McDonagh revela su verdadera naturaleza pirandelliana y se hermana de propuestas traviesas propias del guionista Charlie Kaufmann y dirigidas por Spike Jonze y Michel Gondry.

 

Convertida en el borrador de un posible guión de una película que no podemos asegurar que sea la que hemos visto, Siete psicópatas resulta ser la puesta en escena misma de un proceso de creación, el de contar historias, y al igual que Misterios de Lisboa recupera la fascinación y la magia del relato oral, puesto en escena, eso sí, con elegancia por Raul Ruiz, de la misma forma que Holy Motors confiesa su amor por un cine desligado de ataduras de cualquier índole. Pero a la vez asume su condición de posible perdedora en su loable intento de demostrar si es posible una película como la que pretende escribir Marty o si, en cambio, la única posibilidad es ofrecer, como hace McDonagh, la quijotesca pugna de un autor que lucha contra los estereotipos que Hollywood acaba convirtiendo en producto. En cierto sentido, y dentro de esa maraña de historias cuya autenticidad no conocemos, como tampoco su autoría, Siete psicópatas es una película que va más allá de las propuestas de Raúl Ruiz o Leos Carax, ya que se acaba por cuestionar su propia existencia como película.

 

Al final aparece, entre los títulos de crédito, la broma a veces ocurrente, otras innecesaria, pero en este caso lapidaria y genial de uno de los personajes que hemos visto protagonizar una de las historias de psicópatas rindiendo cuentas con Marty, el supuesto autor. Una pieza suelta que queda de un puzle, como si a Bartlebooth le faltara una pieza por encajar y poder así terminar su proyecto.

 

 

 

Josep Carles Romaguera, nacido en Palma de Mallorca y licenciado en Filología Hispánica por la UIB, colabora como crítico cinematográfico en diversos medios locales. En FronteraD ha publicado, entro otros artículos, Lo que la realidad esconde: ‘La noche más oscura’Desmontando a Woody, Detrás de Charlot y El cine convicto de Jafar Panahi

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