Lo malo de los ludópatas no es que se arruinen, hecho éste que me la trae al pairo. Lo ridículo de algunos de ellos es cuando consideran que les traes suerte. Y para Josette, una francesa absolutamente insoportable, odiosa, de carácter dictatorial, maquillada hasta el extremo, y autoconvencida de que es la mejor jugadora de ruleta de la historia, yo era su talismán a 50 dólares la hora, que para una ludópata era una pequeña broma teniendo en cuenta que a cada momento introducía billetes de cien dólares en una ruleta electrónica que por poco no se convierte en rusa. Porque sí, yo me saqué, entre pitos y flautas, 550 dólares; mientras ella debió palmar así como 3.000; que si según dice acude cuatro veces a la semana al Nagaworld, centro penitenciario en Phnom Penh del tahúr, podría asegurar que Josette está acabando con sus ahorros, que según los gasta, debieron nacer más de una herencia o una extorsión post matrimonial que de un esfuerzo laboral de décadas. Antes follamos. De ahí lo de la suerte.
–Aspersor, te contrato como mi ayudante. Haré contigo lo que te ordene. Y ahora nos vestiremos e iremos al casino que necesito sentirme tan bien como hace un instante.
Porque un instante antes conseguí sacar a Josette un orgasmo. Que a los 51 y con una mala leche eterna, fue el milagro que debía llevar años esperando. Me arañó tanto durante los diez segundos del clímax que casi me paso por el ambulatorio más cercano a ponerme la antitetánica. Aunque en el fondo, esas magulladuras que siguieron sangrando hasta la mañana siguiente, fueron una especie de premio que me hicieron sentirme mejor. Josette, parisina engreída hasta límites incalculables, había llegado a un orgasmo cuando, sin las estadísticas en la mano, hubiera apostado que hacía un par de décadas, sino tres, que su sexo se desarrollaba entre el percutir seco y la maratón sin línea de meta. Y yo, afortunado, le toqué la tecla adecuada que debió encenderle esa luz interna que poseen todos los ludópatas que utilizan como excusa para lanzarse al juego no ya a tumba abierta, sino a tumba cerrada. Porque Josette sólo saldrá del juego arruinada o muerta. Como tantos otros.
—Me traes suerte Aspersor. Yo ya los orgasmos ni los recordaba.
—Pues mira a ver si en vez de un orgasmo ha sido un tirón. O un escalofrío. El aire acondicionado del hotel estaba muy fuerte.
Y nada. Me eligió a golpe de talón y a gritos y empujones –menudo carácter gastaba la francesa; que a lo mejor iba a ser verdad lo del único orgasmo en lo que llevamos de siglo– para que fuera su pareja de baile en una de las ruletas del Nagaworld, un casino inmenso sito en Phnom Penh donde el 90% de los clientes van pesimamente vestidos, calzan chanclas, gritan y escupen a partes iguales, y beben vino tinto de a tres mil dólares la botella con hielo mientras fuman sin cesar y hasta comen en pleno tapete. Sí: chinos. Qué quieren que les diga. Donde haya vicio ellos aportarán la putrefacción. Por eso entendí que el nivel de enfermedad por el juego de Josette estaba realmente fuera de la estratosfera. Porque una parisina y un chino se parecen lo mismo que una cereza y un taburete.
—Tú no tienes que apostar nada. Y te callas. Que aquí pago y mando yo.
—Al menos pide Oporto.
—¡Y una mierda! Champagne. Pregunta qué tienen.
Era como el chico de los recados. Humillación sin límite entre tanto chino desastrado. Antes de encontrar la carta de vinos me detuve en un espacio del Nagaworld, denominado ‘Aristocrat’, donde modelos vestidas como putas recibían a los ganadores con los brazos abiertos –y me temo que con el resto de las extremidades también de par en par– antes de que la puerta giratoria se cerrara. Intenté entrar, las mismas bellezas me abrazaron al conseguirlo, y luego me rechazaron cuando no pude concretar mi visita. Al instante un tipo ruso, miembro del equipo de seguridad –en Camboya al no haber gente alta negocios como el Nagaworld prefieren contratar a matones internacionales– me expulsó: “Si no muestra la carta que acredite que ha ganado más de 5.000 dólares váyase al infierno”. Y entonces comprendí que en el infierno están hasta los que ganan 4.000 dólares diarios. Poca broma. Luego le pedí al maitre hindú una botella de Taittinger clásico. Al llegar a la ruleta, donde Josette agonizaba masacrada por sus dineros mal invertidos, recibí diferentes reprimendas en una sola bocanada de aire.
—¿Por qué mierda eliges la marca del champagne sin mi consentimiento? ¿Acaso pensabas pagarlo tú? Además, te he traído aquí para que me des suerte, no para que me abandones a mi mala suerte. A todo esto, ¿qué haces fumando? Me molesta besar salivas nicotinizadas.
—Lo siento Josette, yo sólo quería lo mejor para ti. Y para mí Taittinger es mi marca de champagne. ¿Si quieres la cambio?
—¡Ni te muevas de aquí! Siéntate y toma cien dólares para que no te aburras. Pero sobre todo, no te despegues de mí.
Aposté siempre al cero. Al verde. A lo más diferente de un tapete que apestaba siempre a rojo y a negro y a una Josette insoportable que faltaba el respeto a las camareras, a los crupieres que se pasaban por allí, tras algún cambio de turno, y a los contrincantes. Además, sólo hablaba en francés en esa orgía degenerativa de cada imperio venido a mes, cuando en Camboya ya no habla francés ni Rita. Nunca había vivido tanto odio en tan poco tiempo. Como nunca había ganado tanto dinero por hacer tan poco. Bueno, por sacarla un orgasmo, que para ella era oro de 45.000 quilates y para mí una simple tanda de empujones en donde juro que estaba pensando en una novela que deseo escribir en donde el mundo deja de existir porque soy un doctor que les inyecta supuestas vitaminas a los bebés que en realidad lo que hacen es dejarlos estériles. La despoblación deseada. Sentí nauseas. Y no precisamente por el argumento de la novela.
—Mira este puto chino. Sólo hace soltar billetes de cien dólares y lleva chanclas. Y yo con mi último modelito de Rodier. Qué mundo.
—Josette: yo estoy aquí para apoyarte, pero no para entenderte.
Y recibí un guantazo con la mano abierta. Casi se lo devuelvo. Pero me contuve para realizar un movimiento mejor que si Gari Kasparov se hubiera jugado el título mundial de ajedrez en un jaque-mate para la posteridad: saqué lo que llevaba ganado –200 dólares; había apostado sólo 100 que ni eran míos– y exigí mi dinero.
—¿Adónde vas?
—Sufro de claustrofobia. Págame lo pactado. Mi corazón se retuerce.
—Júrame que vas a volver.
—Yo siempre vuelvo.
Y al soltarme los 350 dólares –50 por el polvo y más de 300 por las tres horas de acompañamiento, a sumar esos 200 extras de la ruleta en la que finalmente sólo yo tuve suerte; aunque he de reconocer que ignoré un suplemento por haberle sacado un orgasmo que le sonó a milagro: y los milagros se abonan en grandes cifras y por adelantado– me fui como al baño para a la carrera ascender a la primera planta donde aquellas muchachas de la puerta giratoria seguían asomando sus muslos incomprensibles para la ciencia. Volví a ser expulsado. El ruso, como la francesa, provenía de un país que se creía superior ejerciendo en una nación irrisoria. Casi me agrede. Aproveché el acto violento para ser expulsado por la puerta de atrás, evitando el salón principal, desde donde Josette no cesó de enviarme mensajes al móvil hasta dos días después, cuando contaba los billetes en el banco –a veces gano tanto que, conociéndome, debo ir a la caja de ahorros a esconderlo: una manera de trabarme la posibilidad de gastarlo en un solo día– cesó en su empeño. Y entonces me sentí libre, liberándome de su perfume apestoso, por muy caro y exclusivo que fuera, que había horadado mis fosas nasales; y escapé de sus malas maneras, de su engreimiento francés, racista hasta límites insospechados, que a cada segundo clamaba al cielo porque “ya nadie habla en francés en esta mierda de país”. Yo le respondí, contundente: “Francés en Francia; inglés en el mundo”. A Josette no le deseo ningún mal. Si acaso que dejara de llamarme –no tendría más orgasmos a no ser que los soñara–, ya que con una ludópata sólo hay que alejarse de ella para comprender que su única solución sería que se arruinara.
Y en casa, me hice una fabulosa ensalada simplista pero perfecta, como casi todas las perfecciones, que no necesitan de tanta profundidad: lechuga recién cortada, cebolla a destajo, tomates maduros, y un aderezo que aunque suene a pobre a mí me pone a cien: vinagre de Jerez y aceite de oliva virgen. Mojé tanto pan que al caer rendido en la cama tuve pesadillas. Y en ellas, un ruso armado hasta los dientes y vestido de cabaretera, me obligaba a ser su pareja de baile en un casino musulmán donde para empezar, no había alcohol.
Joaquín Campos, 20/04/14, Phnom Penh.