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Rusia contra el mundo. Más de dos décadas de terrorismo de Estado, secuestros, mafia y propaganda

Preámbulo. Donde empezó todo: Moscú y Riazán, 1999 

Los escombros aún humeaban, prueba de que, bajo aquella gigantesca pila de cascotes, se estaba desarrollando un incendio de grandes proporciones. Era todo lo que quedaba del segmento central de un alargado edificio de paneles de nueve plantas en la calle Guriánova, junto a un gran meandro que forma el río Moscova a su paso por los barrios sureños de la capital rusa. Los miembros de los equipos de rescate, enfundados en su uniforme azul, descansaban tumbados sobre el césped adyacente, después de haber pasado toda la noche trabajando entre los restos de la vivienda. Soplaba un viento helado y hacía frío, un frío otoñal, totalmente acorde con aquellas latitudes nórdicas, y en una fecha, un 9 de septiembre de 1999, en la que los efectos del calentamiento global aún no se hacían sentir en la meteorología de Rusia.

“Nadie puede sobrevivir allí abajo”, lamentaba uno de sus integrantes, mientras observaba cómo los bomberos dirigían sus mangueras hacia el lugar del siniestro e intentaban apagar esas llamas internas y no visibles que les impedían proseguir con sus labores.

Cubrir como periodista aquella explosión, con visos de atentado ya en esas tempranas horas, era probablemente la más desafiante tarea a la que podía enfrentarse un reportero como yo. Llegado a Rusia hacía tan solo un año y medio, mi conocimiento del idioma aún era pobre y en ningún caso estaba familiarizado con las prácticas subversivas de los servicios secretos soviéticos, que durante décadas habían hecho y deshecho con absoluta impunidad. Tampoco lo estaba con la cultura política de un país donde los ciudadanos a menudo son tratados como súbditos y considerados, llegado el caso, como material prescindible por el poder político de turno. Dada mi relativa bisoñez en el mundo postsoviético, Yelena Volodárovna Chernenkova, mi ayudante moscovita, era mis ojos, mis oídos y hasta mi boca en aquel país y entorno cuyas claves y mentalidad tardaría aún años en desentrañar.

Yelena fue el pasaporte, la pieza indispensable, que me permitió entrevistar en un cine cercano a algunos de los supervivientes de la acción terrorista. Hoy en día, el recuento oficial de víctimas es de 109 fallecidos y 249 heridos, pero en aquella mañana de horror los datos todavía no estaban claros.

Aún en camisón, zapatillas y protegida de la adversa meteorología por una gabardina, Valentina Vasliúkova deambulaba con un vale de comida en la mano entre el trajín y el griterío de familiares que se agolpaban ante las listas donde se especificaba el paradero de tal o cual persona. Evitó correr la misma suerte que Olga, Nikolá y la tía Valentina, sus queridos vecinos, gracias a que, en el momento de la deflagración, dormía en su habitación. Pero si en lugar de hallarse en la cama, hubiera estado sentada en la cocina, tomándose un té o preparándose algo para comer, habría sido igualmente arrastrada por el derrumbe.

“Oímos un tremendo golpe seco y fuerte; en seguida comenzó el humo; mi hijo de catorce años me tumbó en el suelo y me cubrió con una manta para poder respirar”, nos explicaba. Acto seguido, ambos intentaron salir al rellano, pero comprobaron que no podían descender por la escalera porque esta se había desvanecido. “Salimos a través del balcón de al lado, que da a otro portal”, continuó.

La ola de terror, en realidad, no había hecho más que comenzar. A aquel atentado le siguió otro, tan solo cuatro días después, en un inmueble de la carretera de Kashira, una amplia avenida con ribetes de autopista que atraviesa el sur de Moscú. Fue una fotocopia casi exacta de la anterior explosión, con idéntico modus operandi: sacos repletos de hexógeno, una sustancia explosiva con una textura similar a la del azúcar, colocados estratégicamente en la planta subterránea del edificio para provocar el derrumbe de la estructura y causar el mayor número de muertes posible entre el vecindario. La única diferencia con el anterior atentado era la morfología del objetivo terrorista: en esta ocasión, no se trataba de un bloque de apartamentos de barato material prefabricado, sino de una recia construcción de ladrillo que se desplomó sobre sí misma por completo, cual castillo de naipes.

Tras este segundo incidente, el pánico se desbordó por la ciudad ante la certeza de que nos encontrábamos inmersos en una campaña de terror indiscriminado. Sus fines aún eran opacos, pero parecía destinada a causar el mayor número de muertos y, frente a ella, nadie podía sentirse a salvo. Las llamadas telefónicas a las fuerzas de seguridad para que revisaran los bajos de los edificios se multiplicaban, los hospitales imponían restricciones a las visitas de sus pacientes en previsión de nuevos actos de terrorismo, mientras la alcaldía de Moscú decretaba el registro obligatorio de los transeúntes, con especial atención a los ciudadanos procedentes de la díscola república de Chechenia, en el Cáucaso norte ruso.

La razón de semejantes restricciones era simple: toda la clase política del país, desde el recién nombrado primer ministro Vladímir Vladímirovich Putin, hasta el alcalde capitalino Yuri Mijáilovich Luzhkov, había apuntado, con el dedo acusador y sin ningún tipo de pruebas, a la insurgencia de la república caucásica. Tan solo tres años antes, la república de Chechenia había infligido una humillante derrota al Ejército federal ruso durante una sangrienta guerra de dieciocho meses de duración, forzando su retirada del territorio y viviendo desde entonces en un régimen de semindependencia, a la espera de negociar su estatus definitivo y sus relaciones con la Federación Rusa.

“Vamos a perseguir a los terroristas en cualquier lugar; si están en el aeropuerto, los vamos a perseguir en el aeropuerto; y si los pillamos en el baño, los tiraremos por el retrete y el problema se habrá acabado de una vez para siempre”, declaró por aquel entonces ese joven y enérgico primer ministro de cabello rubio, baja estatura y complexión fuerte, empleando una jerga y un vocabulario más propio del submundo del hampa que de los hombres de Estado en Rusia.

En poco más de tres meses, ese gris personaje apenas conocido por el gran público se convertiría en el presidente de Rusia, iniciando un longevo y controvertido mandato como hombre fuerte del país que se prolongaría durante más de dos décadas, hasta el día de hoy.

Sin embargo, entre las inculpaciones sin fundamento de los dirigentes contra los “terroristas” caucásicos, entre los exabruptos de ciudadanos en programas de radio pidiendo que se empleara la bomba atómica contra el diminuto territorio checheno, entre el ambiente de psicosis azuzado por los presentadores del primer canal de televisión vestidos de negro, comenzaba a elevarse, en algunos círculos independientes, un murmullo portador de una tesis muy diferente. ¿Y si en realidad los atentados no tuvieran nada que ver con la guerra caucásica y sí con la inminencia de unas elecciones legislativas y presidenciales en las que se dirimiría el relevo, al frente del país, del achacoso y enfermizo presidente Borís Yeltsin?

“La pista electoral, como se especula ya en Moscú, no es tan descabellada si se tiene en cuenta que, de la celebración de las elecciones, dependen el poder, el dinero y la amenaza de cárcel para muchos de los que ahora rodean al trono [Yeltsin]; no es descabellada, pero sería horrible, escribió proféticamente, en una pieza de análisis, Alfons Ribera, redactor jefe de la sección de Internacional de El Periódico.

Aquella etérea tesis, todavía inconcebible por lo monstruoso de la misma, comenzó a tomar cuerpo a los ocho días exactos de las inquietantes frases del periodista catalán. En Riazán, una localidad situada a dos centenares de kilómetros al sureste de Moscú, vecinos de un bloque de apartamentos identificaron en plena noche a individuos sospechosos, llegados a bordo de un vehículo con la matrícula manipulada, colocando tres sacos también en los bajos del edificio. Los locales llamaron inmediatamente a la policía, cuyos agentes comprobaron que se trataba también de recipientes con la mencionada sustancia explosiva en su interior y conectados a un cronómetro y a un detonador.

Inmediatamente, los policías procedieron a evacuar el edificio, al tiempo que vinieron los artificieros para desarmar la bomba. La psicosis de atentados se apoderó de Riazán aquella noche, y los habitantes de aquel edificio pasaron la noche en un polideportivo mientras las fuerzas policiales trabajaban para devolver la seguridad al lugar. Finalmente, gracias a los retratos robot realizados a partir de las descripciones de los vecinos y a la pericia de una operadora de teléfono, quien escuchó una conversación de los individuos cuando intentaban abandonar la ciudad, se pudo detener a los conspiradores.

La sorpresa vendría inmediatamente después, e iba a pillar a todo el mundo a contrapié: los arrestados eran en realidad dos hombres y una mujer que, en el momento de la detención, presentaron identificaciones emitidas por el Servicio Federal de Seguridad (FSB, por sus siglas en ruso). No eran terroristas chechenos, sino todo lo contrario, eran funcionarios del Estado y pertenecían a uno de los cuerpos de inteligencia en los que había sido dividido hacía relativamente poco el temido KGB soviético.

A partir de ese momento, el rumor sin concretar que atribuía la responsabilidad de las explosiones a alguna estructura estatal intentando influir en la inminente carrera electoral adquirió la categoría de sospecha fundada. Y solo en ese preciso momento, cuando ya habían transcurrido dos días del terrible descubrimiento en Riazán y los agentes-terroristas habían sido expuestos a la luz pública sin remisión ni posibilidad de enmienda alguna, Nikolái Pátrushev, el entonces director del FSB y exsecretario del Consejo de Seguridad de Rusia, se avino a acudir a los micrófonos de NTV, la principal cadena de televisión independiente. El que ha sido considerado desde siempre como uno de los hombres más cercanos al presidente Putin recurrió a los medios para proclamar que, en realidad, la bomba de Riazán era falsa y que aquello tan solo se trataba de “un ejercicio” para testear la respuesta policial y ciudadana tras la cadena de atentados. No queriendo dejar cabos sueltos, aprovechó la ocasión para felicitar a los vecinos y a las fuerzas de seguridad por su “labor y vigilancia”. En cuestión de segundos, millones de ciudadanos rusos se sumieron en el desconcierto.

Stéphane Bentura, documentalista francés, se hallaba en Rusia en septiembre de 1999, empleado por la agencia CAPA. Inmediatamente centró su atención en aquellos hechos sin pies ni cabeza que se habían producido no lejos de la capital y que la incipiente prensa independiente rusa debatía abiertamente. El progresivo cerrojazo informativo que se iniciaría en Rusia meses más tarde, en cuanto Putin se hiciera con las riendas del Kremlin, aún no se había materializado. Y tal y como recuerda el cineasta, desde el mandato de Mijaíl Gorbachov, existían en el país unos medios de comunicación locales e independientes en ebullición, especialmente en el ámbito de la investigación.

Las contradicciones de aquellos sucesos eran palmarias. “Todo era absurdo; tras la desactivación de la bomba en Riazán, Vladímir Rushailo [el ministro del Interior de entonces] se había congratulado de que la policía local hubiera desbaratado un atentado”, destaca el documentalista. Antes de continuar: “Sin embargo, al cabo de poco tiempo, salió Pátrushev a la palestra diciendo que aquello no era un atentado, sino un ejercicio de entrenamiento”.

Bentura optó por regresar a París para convencer a sus editores de que había que acudir al escenario de aquel extraño incidente y hacer un reportaje, que acabaría emitiéndose en el programa Le Vrai Journal, de la cadena Canal+.

El cineasta llegó a Riazán ya entrado noviembre, es decir, alrededor de dos meses después del susto colectivo, permaneciendo allí dos días. Habló fundamentalmente con los vecinos del edificio donde fue hallada la bomba, quienes, pese a todas las explicaciones dadas por Pátrushev, seguían diciendo que aquello había sido un atentado y estaban muy sorprendidos de que alguien mantuviera lo contrario.

El primer elemento que despertó las sospechas de los locales fue la matrícula falseada de un coche Zhiguli de color blanco. En Rusia, la región a la que pertenece un determinado vehículo se especifica mediante una cifra de dos o tres números en las placas. Pues bien, los testimonios con los que habló Bentura le aseguraron que, en la del coche intruso, había sido enganchado un trozo de papel en el que se había escrito el número 62, que corresponde a la región de Riazán, aparentemente para ocultar el origen moscovita del vehículo.

En especial, los testigos consultados hicieron hincapié en el terror y el espanto dibujado en los rostros de los agentes que bajaron al sótano, contemplaron los sacos, comprobaron que se trataba de un explosivo y ordenaron la evacuación del lugar. “Me contaron que llegaron en plena noche, bajaron contrariados, porque el lugar estaba sucio, olía a excrementos y pensaban que se les había molestado para nada, pero luego subieron en estado de pánico y ordenaron de inmediato la evacuación”, rememora el pe- riodista.

Bentura identificó muchas otras inconsistencias. En particular, el veto impuesto por los mandos policiales a que pudiera hablar con Yuri Tkachenko, el artificiero al frente del equipo que desactivó la bomba, quien, según le explicaron, había sido enviado a Chechenia. Igual de contradictorio les parecía a los lugareños el comportamiento de Aleksándr Sergueyev, el comandante del FSB en Riazán. Pasó la noche de la evacuación en el polideportivo con los vecinos, consolando y tranquilizando a la gente. De repente, tras la intervención pública de Pátrushev, su jefe de filas en Moscú, cambió de versión y explicó que, en cuanto el ejercicio de entrenamiento hubo acabado, permitió el regreso, asumiendo, en consecuencia, la versión oficial de los hechos.

Lo sucedido con el detonador de la bomba, fotografiado por la policía local, también se convirtió en un asunto con multitud de incoherencias, insiste el reportero. Saltaba a la vista en las imágenes tomadas por la policía que se trataba de un ingenio electrónico muy complejo, mientras que Pátrushev lo describía como un juguete que funcionaba con pilas. Los sacos hallados en el edificio nunca fueron mostrados por el FSB, sino que acabaron siendo destruidos, mientras las autoridades, con Pátrushev a la cabeza, sostenían por activa y por pasiva que aquello era azúcar.

Todo el material incautado fue finalmente sellado, siguiendo la decisión de una votación parlamentaria en la Duma, donde el partido de Putin contaba ya entonces con holgados apoyos. La Duma Estatal es la Cámara Baja de la Asamblea Federal de Rusia y el máximo órgano legislativo del país. En ella, se llegó incluso a prohibir por ley realizar investigaciones acerca de las explosiones durante los siguientes 75 años. Sin embargo, esto no ha evitado que se sucedieran algunas investigaciones externas al respecto.

Y si hay alguien que haya indagado con minuciosidad acerca de la naturaleza de esos atentados, es David Satter, periodista estadounidense y excorresponsal en Moscú del diario Financial Times durante los años setenta y ochenta. Cual perro de presa, Satter, quien en la actualidad tiene setenta y siete años, no solo viajó hasta Riazán en los meses posteriores al atentado fallido, sino que ha ido acumulando durante décadas un impresionante archivo con información que apunta, sin excepciones, a la responsabilidad de estructuras estatales. Se convierte así en la primera voz de peso en acusar abiertamente al régimen de Putin de los polémicos atentados en Moscú y otras ciudades rusas en las postrimerías del mandato de Yeltsin.

El informador estadounidense llegó incluso a hablar con Alekséi Kartofelinkov, la persona que identificó a los desconocidos cargando los sacos en su vecindario, y con su hija Yulia, y su relato de los hechos coincide exactamente con los testimonios recogidos por Bentura.

Al apercibir la presencia de extraños en las cercanías de su edificio, el vecino llamó frenéticamente a la policía, pero al otro lado del teléfono siempre comunicaba. Finalmente, alguien cogió la llamada, y aunque al principio los agentes se resistían a moverse del cuartel para acudir a investigar, tras mucho insistir padre e hija accedieron a sus ruegos. A eso de las nueve y media de la noche, Alekséi y Yulia se encontraron con los policías enfrente del edificio y describen lo sucedido con las mismas palabras que los testimonios recogidos por el documentalista francés.

“La policía no quería bajar porque los vecinos utilizaban el sótano como lavabo, pero Yulia insistió; regresaron y dijeron que había que evacuar inmediatamente el edificio”, recuerda Satter desde su domicilio del norte de Washington D. C., durante una larga jornada de trabajo en la que juntos pasamos revista a sus hallazgos periodísticos y buscamos material en sus archivos.

En los años inmediatamente posteriores a la elección de Putin, la incipiente sociedad civil que había nacido durante el mandato de Mijaíl Gorbachov y se había desarrollado bajo la presidencia de Borís Yeltsin aún no había sido neutralizada por completo. Y obtuvo una pequeña victoria con la formación de una comisión pública de investigación compuesta por el vicepresidente de la Duma y reputado disidente de la era soviética, Serguéi Kovaliov, los también diputados Serguéi Yúshenkov y Yuri Shchekochikhin y el abogado Mijaíl Trepashkin. Sin embargo, todo fue un espejismo. El comité nunca pudo terminar sus trabajos debido, por un lado, a la falta de cooperación de las autoridades, pero, sobre todo, a las bajas que se fueron produciendo entre sus miembros.

Shchekochikhin perdió la vida en julio de 2003, durante un viaje a Estados Unidos, cuando enfermó de una extraña dolencia con síntomas similares a los de una intoxicación radiactiva. Trepashkin dio con sus huesos en la cárcel después de obtener el testimonio del dueño de uno de los sótanos donde se colocaron los explosivos, quien le explicó que un agente del FSB le había alquilado el local, por cargos que, según Amnistía Internacional, tenían una motivación política. Yúshenkov había sido asesinado a balazos meses antes, concretamente en abril de 2003, cerca de su domicilio en Moscú, después de haber recibido amenazas de muerte emitidas por el general Aleksándr Mijailkov, un alto mando del FSB.

Satter recuerda muy bien a este último político, presidente del Comité de Seguridad de la Duma, un hombre con el que se había reunido en algunas ocasiones. En un encuentro que tuvo lugar antes de su asesinato, le había explicado que había conseguido copias de una película titulada Dinamitando Rusia, en la que se denunciaba la implicación del Estado en los atentados, y que quería mostrarla en el Parlamento. La proyección de la cinta, financiada por Borís Berezovski, un oligarca próximo a Borís Yeltsin caído en desgracia con la llegada de Putin al poder, había sido rechazada en votación por la asamblea, pero muchos diputados le habían expresado su deseo de ver el documento gráfico en privado. La noche en que el periodista estadounidense recibió la noticia de la muerte de Yúshenkov, temió por su vida. “Fui a la ventana y miré a los edificios vecinos, las farolas y la calle prácticamente vacía; por vez primera en veintisiete años escribiendo acerca de Rusia, tuve miedo de salir de mi apartamento”, rememora Satter en su libro The Less You Know, the Better You Sleep.

La investigación oficial de los atentados identificó a los supuestos perpetradores y cerebros, aunque únicamente un puñado de colaboradores fueron detenidos y juzgados. El presunto responsable último de la operación, Achemez Gochiváyev, originario de la pequeña república caucásica de Karacháyevo-Cherkesia, permanece huido desde principios de siglo y se desconoce su paradero. Y mientras los interrogantes siguen sin despejarse y generando sospechas, Rusia va celebrando, año tras año, aniversarios de esta polémica ola de atentados, efemérides que van pasando sin pena ni gloria por el calendario oficial del país. Cada año, en septiembre, las explosiones de 1999 apenas son recordadas en los programas de noticias, pese a que generaron en la sociedad rusa un trauma colectivo similar al que provocaron en España los ataques del 11-M en la estación de Atocha o en Estados Unidos los atentados del 11-S: 293 fallecidos, 651 heridos, edificios de viviendas destruidos, y artefactos explosivos desactivados en varias ciudades.

Las implicaciones de que crímenes de semejante envergadura hubiesen quedado impunes para la posteridad, las consecuencias de que se instalara entonces, en toda una superpotencia dotada de armas nucleares, un régimen sin escrúpulos capaz de asesinar impunemente a centenares de conciudadanos por interés propio, no se han limitado al interior de la Federación Rusa, sino que han reverberado a nivel internacional, prolongándose incluso hasta nuestros días.

Desde el inicio de la actual guerra en Ucrania, un buen número de intelectuales y políticos del país eslavo viene denunciando, con grandes dosis de amargura, que la invasión rusa contra su país lanzada el 24 de febrero de 2022, el primer ataque de un Estado contra un vecino en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, jamás hubiera sido posible si no hubiera existido un largo proceso de empoderamiento de Putin. Un proceso que se inició precisamente entonces, con aquellos atentados irresueltos en 1999, en el cual la comunidad internacional y, en particular, Estados Unidos y la Unión Europea tienen grandes dosis de responsabilidad.

“Hoy, cuando los occidentales se han dado cuenta finalmente de lo que está haciendo en Ucrania, puede ser más fácil entender que este hombre [Putin] fuera capaz de cometer los más horribles crímenes contra cualquier pueblo, incluido el suyo”, explica Mykola Ryabchuk, periodista e intelectual ucraniano.

Entiendo los problemas cognitivos y factuales que los occidentales tenían [en aquella época] respecto a los crímenes de Putin; han aplicado siempre el beneficio de la duda al nuevo líder ruso, lo que habría sido políticamente justificable y razonable si no hubiera sido materializado siempre de forma incondicional y sistemática.

Y lo que ha sucedido es exactamente esto, viene a denunciar Ryabchuk. Cada nuevo crimen de Putin ha sido aceptado o incluso recompensado con nuevas zanahorias. Y tras citar unos cuantos ejemplos que demuestran una pasividad y un desinterés semejante en Europa y Estados Unidos por obligar al Kremlin a asumir las responsabilidades de sus acciones, acaba por proferir, con desconsuelo, la acusación a Occidente de haber alimentado al monstruo para ahora dejar que los ucranianos se enfrenten con él. “¡No es justo!”, clama.

Las páginas que vienen a continuación van a tratar exactamente de esto. De cómo el país más grande del mundo, desde aquellos sucesos de 1999, se ha instalado en una realidad paralela, imposibilitando el surgimiento de una sociedad civil que pueda ejercer un control efectivo sobre el poder político. De cómo su ciudadanía vive sometida por una élite indolente y egoísta que mantiene comportamientos y privilegios inconcebibles en un Estado desarrollado y evolucionado. De cómo esta élite proyecta a nivel interno y externo una imagen de imperio y poderío que en realidad solo existe en las mentes de unos cuantos, gracias a exitosas campañas de desinformación perfeccionadas con el paso del tiempo. De cómo el Kremlin ha venido reclutando y seduciendo a medios, periodistas, políticos y diplomáticos foráneos para apuntalar en el exterior esa realidad paralela en la que tan cómodo se mueve y que tantos frutos le está reportando. Pero, sobre todo, los capítulos de este libro que probablemente levantarán más ampollas serán los últimos, que tratan sobre cómo este Estado-mafia, que exporta redes de crimen organizado se ha afianzado en el panorama mundial recurriendo a métodos brutales y absolutamente proscritos en las relaciones internacionales, como son la connivencia, el apoyo y la manipulación del fenómeno del terrorismo internacional, participando incluso en tomas de rehenes y atentados.

Después de haber vivido una quinta parte de mi vida en Rusia, y de haber vagado por infinidad de escenarios bélicos en los que ha participado este país al que considero mi patria de adopción, creo que ha llegado el momento de explicar todo lo que he visto, de decir aquello que, por una razón u otra, me dejé en el tintero. Llegaré hasta donde me lo permitan mis informaciones y conocimientos, explicaré todo lo que pueda demostrar con pruebas y ante un juez, si llega el caso. No especularé con los datos, e incluiré, siempre que pueda, nombres y apellidos de aquellos políticos, diplomáticos o periodistas que ignoraron sus funciones y coadyuvaron, por activa y por pasiva, de forma voluntaria o inadvertida, en el surgimiento de esta colosal amenaza, que ha acabado por desencadenar la más grave tragedia vivida en el continente europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ya lo expuso con brillantez el cineasta Bentura durante la entrevista que me concedió para este libro:

“Antes incluso de que Putin se afianzara en el poder, con los atentados de 1999, es ‘el imperio de las mentiras’ el que se instala en la Federación Rusa”. Y como bien sabemos los periodistas, solo existe un antídoto para desmontar cualquier estructura disfuncional basada en el embuste y la superchería. Y se llama verdad.

 

Este texto corresponde al inicio del libro del mismo título recién publicado por la editorial Península.

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