“La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad”.
Frase atribuida al senador estadounidense Hiram Johnson en 1917
“Todas las guerras son guerras civiles, porque todos
los hombres son hermanos»
François Fenelon
Escribo este artículo no desde la nostalgia de otras épocas en los que uno cubría guerras, sino tal vez para intentar entender algo sobre el nuevo mundo que surgirá de esta crisis, lo cual es difícil, porque a pesar del aluvión de información, de opinión (hemos pasado todos de ser virólogos y epidemiólogos y vulcanólogos a ser ahora especialistas en información internacional y expertos armamentísticos) lo que verdaderamente sucede, lo importante, como siempre pasa, de alguna manera nos es escamoteado.
Así pues, tal vez de forma miscelánea, intentaré relatar una serie de cosas que me han venido estos días a la cabeza y que sin duda estarán en la cabeza de muchos. Sin renunciar a la emoción, intentando desprenderme del sentimentalismo que nos invade, y que en mi opinión está propiciado por la mayoría de los medios de comunicación que, en el caso español, tras la veta del Covid, y el volcán de la Palma, ha encontrado un nuevo Grial donde han volcado recursos, enviados especiales (algunos realmente están haciendo un gran trabajo), conexiones en directo, campañas de ayuda y, en fin, un filón para bombardearnos con historias trágicas, pavorosas y rabiosamente humanas. No pretendo con esto decir que lo que está ocurriendo no lo sea, que el drama de los muertos, heridos y refugiados no sea algo macabro y terrible, pero hemos asistido a tragedias similares o peores, con la guerra de Siria e Irak, y Europa no se ha volcado con los que huían de allí, sino que ha puesto todos los impedimentos posibles para que los refugiados no llegaran a nuestros países. Sin olvidar a todos aquellos que huyen de la miseria en África (el Mediterráneo, esa tumba inmensa), una guerra que mata más, de momento que varias guerras de Ucrania juntas, pero son negros (y no tienen los ojos claros, como decía un reportero de 13TV. En fin).
No me malinterpreten. Ahora, en situaciones igualmente difíciles, se ha demostrado que si hay voluntad de gobernantes y pueblos se puede absorber a un impresionante flujo migratorio. En ese sentido sí es cierto que se ha dado una lección al mundo y las sociedades europeas se han movilizado. Me alegro mucho de que los refugiados ucranianos tengan esa suerte, y tal vez así Europa se conciencie de que hay que ayudar a todos aquellos que huyen de las guerras, el hambre o la miseria en un mundo fundamentalmente injusto. Algo peor que la tragedia de la huida es la del que no pudo salir. Porque cayó en el camino un número incesante de víctimas que aumenta tristemente cada día. Es probable que ya llevemos más de 30.000, más de la mitad civiles. Una auténtica catástrofe.
Un poco de geografía e historia
Hace siete años, el profesor Florentino Portero, director del Instituto de Política Internacional, pronunció una conferencia en la Universidad Francisco de Vitoria en la que contó muchas claves para explicar la actual situación, claves que se han eliminado en la actualidad de los análisis y de la información, que ha tomado un camino en dirección única, algo también preocupante. Porque además llegaba en un momento de recuperación de libertades por el fin de la pandemia. En esa conferencia hablaba de que había que tener en cuenta la geografía y la historia. Europa no es un continente, es nuestra propia estima la que ha decidido que somos un continente. El inmenso continente de Asia tiene penínsulas: la escandinava, la europea, indochina, India, etcétera. Las extensiones más grandes en el continente en lo político son Rusia (con una población de 150 millones) y China (1.300 millones). Los rusos tienen un problema de ocupación de territorio, lo que significa que asimismo lo tienen del control de las fronteras, por ahí pueden sentir un gran peligro. En frase del profesor Portero, la historia de Rusia es la historia del pánico, su extensión es más grande de lo que pueden abarcar. La historia de Rusia desde el siglo XV es una obsesión por controlar territorio y fronteras.
Ucrania, principio y culmen de la civilización eslava, está en ese borde de confluencia de imperios con el mundo teutón y el imperio bizantino, con el centro en Kiev, más importante que Moscú, que retomará ese centro a partir del siglo XVI y tiene una importancia simbólica.
Así pues, como confirman muchos analistas, especialistas en la zona, controlar el istmo –de San Petersburgo al mar Negro- para Rusia es fundamental, como el tener el control de los estados periféricos. Rusia será siempre asiática y europea, a caballo entre San Petersburgo y el mar Negro. Nunca van a permitir perder eso ni que Ucrania se acerque a Europa. Tampoco hay que pensar que ningún zar ruso (de cualquier color político) aceptará no ser potencia europea. No se puede dar la espalda a Rusia, porque además eso es echarla en brazos de China.
El principio más cercano
Hay que remontarse 30 años atrás, al final de la Unión Soviética, en los principios de los años 90, para ver dónde hunde sus raíces la situación actual. Eran los tiempos de Leonid Kravchuk, miembro del Partido Comunista de Ucrania, presidente del Sóviet Supremo ucraniano, jefe de estado provisional del país, entre 1990 y 1991. Kravchuk fue uno de los firmantes del Tratado de Belavezha que certificó la disolución de la URSS en 1991 y el alumbramiento de la Confederación de Estados Independientes, así como el primer presidente de Ucrania entre 1991 y 1994.
Tres semanas antes de la disolución formal de la URSS, en diciembre de 1991, resultó elegido en las primeras elecciones presidenciales de Ucrania, con el 61.59% de los votos, en el segundo proceso electoral democrático de la historia ucraniana. Al mismo tiempo, se celebró un referéndum sobre la independencia del país, aprobado con el 92.30% de los sufragios.
Kravchuk era considerado un viejo zorro, un político comunista hábil y diplomático que había sobrevivido a la caída de la URSS y tras el fallido golpe que había aupado al poder a Yeltsin, había abandonado el partido comunista. Su equilibrio y el compromiso entre liberales y conservadores le permitió mantener el control sobre Ucrania durante la transición hacia la independencia, de la cual es considerado el verdadero arquitecto.
Tras convertirse en presidente de una Ucrania libre, Kravchuk intentó con relativo éxito fortalecer la soberanía del país y desarrollar sus relaciones con Occidente. Resistió presiones enormes por parte de la Federación de Rusia y rechazó propuestas para la creación de una Fuerza Armada y Unión Monetaria de la Comunidad de Estados Independientes. Otro de sus logros fue la erradicación de armas nucleares del suelo ucraniano.
La inflación, producto de la transición forzosa de la economía centralizada a la de mercado llegaba al 1.200 %, algo muy común en las ex-repúblicas soviéticas, pero Ucrania fue una de las más afectadas. Hubo cambios en la jefatura del gobierno, pero la situación económica acabó por hacerle perder la presidencia en las siguientes elecciones frente a uno de sus antiguos pupilos, Leonid Kuchma, que había prometido reformas de libre mercado.
Kravchuk fue conocido por su postura favorable a la entrega de las armas de destrucción masiva heredadas por su país tras la independencia de la Unión, aunque en el último momento, a finales de su mandato, en noviembre de 1993, declaró que las armas nucleares ucranianas eran consideradas como “riqueza material” y exigió un precio por ellas ante las presiones de Borís Yeltsin. Bill Clinton, el presidente norteamericano, aumentó la ayuda al país a 700 millones de dólares para que entregara el resto del arsenal nuclear.
Aunque la situación económica le había hecho bajar su popularidad, ganó en la primera vuelta de las elecciones. Kuchma había logrado ser la segunda fuerza gracias a su apoyo en el este del país, en el Dombás, donde predominaba la población rusa, mientras que la mayoría de los votos de Kravchuk provenían del oeste nacionalista, que lo veían como un estadista y garante de la soberanía ucraniana. Finalmente Kravchuk, que había completado la mitad de su mandato, fue derrotado por Kuchma. Fueron los primeros comicios presidenciales en la Comunidad de Estados Independientes, donde un jefe de estado con raíces que venían del gobierno soviético, perdió una elección democrática y dejó el poder de manera pacífica. Sin embargo, las elecciones dejaron a la sociedad ucraniana profundamente dividida entre el oeste nacionalista y prooccidental, y el este dominado por la minoría rusa, división que como hemos visto, se ha mantenido hasta hoy.
En febrero de 1992, hace exactamente 30 años, aterrizaba en Kiev con mi compañero Vladimir Clavijo, para hacer varios reportajes para el diario El Sol, de efímera vida. Tuvimos una entrevista con Leonid Kravchuk, el primer presidente ucraniano, en la que nos dijo: “El problema de Crimea, como el de la flota, no es un problema real, sino que ha sido creado artificialmente. La salida del Mar Negro está controlada por la OTAN, cualquier barco que salga al mediterráneo es controlado por sus fuerzas. Desde la época de la revolución la flota soviética en Crimea nunca ha sido operativa y hubiera tenido que liquidarse en su inmensa mayoría”.
También nos dijo, quizá, lo más importante visto en este contexto:
“Con nuestro actual sistema jurídico y político es imposible devolver territorios como el Dombás que nos fueron dados en la época de Jruschov [por cierto, ucraniano]. La república autónoma de Crimea, dentro de Ucrania, tendrá más poderes y capacidad de decisión sobre los problemas que la afecten directamente”.
“Mi opinión”, añadió, “como la del gobierno ucraniano, es que hay que desmilitarizar ese mar y crear una zona económica que beneficie a todos los países ribereños. Ya hemos expresado nuestro deseo de que se eliminen los barcos nucleares y todas las armas estratégicas lo antes posible. De todas maneras, espero que los demócratas de Rusia, con Yeltsin a la cabeza, estudien bien el problema y podamos resolverlo pacíficamente entre todos, de una manera civilizada. El problema de la flota y de Crimea no estropeará las relaciones entre ambos países”.
Ya hemos visto que la historia le ha desmentido. En esas tensiones entre Moscú y Occidente, en 2014 el presidente Víktor Yanukóvich (investigado hoy por varias causas criminales y en busca y captura por Ucrania), del prorruso Partido de las Regiones, cedió a las presiones de Vladímir Putin y rompió su acuerdo con la unión europea, lo que provocó el levantamiento popular del EuroMaidan y todos los sucesos posteriores, la guerra en el Dómbas y la anexión de Crimea (aplaudida por la inmensa mayoría de la población de la península).
Con esos precedentes llegamos a la situación actual, a la que se suman razones económicas, como el oleoducto de gas ruso que pasa por Ucrania para llegar a Alemania, o su inclinación por estados que controle Rusia, como Moldavia para llegar a Hungría, más en su órbita. La Unión Europea y la OTAN han actuado frívolamente al alentar las pretensiones de Ucrania (para la opinión popular ya es suyo, ya es Europa) sin calibrar la reacción rusa. Teoría de la superioridad de la democracia liberal que alentaron Clinton y sobre todo George W. Bush (y que viene de Immanuel Kant, la defensa de unos valores y su expansión, uno de los supuestos sobre los que se construye la OTAN).
Para evitar la pérdida de influencia en Ucrania, Rusia fue infiltrando, como ya había hecho en Georgia antes, agentes para organizar la protesta política e iniciar una guerrilla a la que tuviera que responder Kiev, y contactó con los líderes locales prorrusos. Mientras, formaba fuerzas militares e intentaba captar oficiales ruso-ucranianos que quisieran formar parte de la operación, así como iba introduciendo armamento para la guerra asimétrica, que estalló después de las protestas del Maidan.
Entonces, como ahora (el plasma de Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano, es un arma poderosa) el valor de la propaganda como arma fue tremendamente importante. Los medios de comunicación se han volcado en estas semanas, porque además hacen negocio. Las audiencias se han disparado. Desde la guerra de Vietnam las miradas de los niños siempre han dado mucho juego, ahora los muertos civiles de las matanzas que han realizado los rusos en Bucha y otros pueblos tienen también algo de hipnótico y terrible. Para los reporteros tampoco es nada fácil ver cómo muere la gente en las guerras. Las visitas a las morgues o a los hospitales, la visión de las víctimas siempre son un mal trago, hace tender hacia la melancolía y a pensar sobre la condición humana.
La propaganda rusa, como la ucraniana, va en la dirección de conservar lo que consideran suyo. Los rusos no se irán ni de Crimea, sede de la flota, ni de esa zona pro-rusa en el este y parte del sur del país (con Mariúpol como enclave). El asunto es si, con el medio fracaso sufrido hasta ahora, la sensación de debilidad de su ejército, falto de moral (las huestes de Putin han sido más terribles con la población civil que con los soldados ucranianos), y la ardorosa y sacrificada defensa ucraniana (ayudada por los servicios secretos occidentales y el envío de armas muy modernas), les hará renunciar de momento a sus planes de ocupar todo el litoral del mar Negro que pertenece a Ucrania.
Los actores del drama
Una de las principales cuestiones en la historia de la civilización es el poder, como ya han analizado especialistas y politólogos. Es, desde luego, una droga poderosa y una las facetas más decisivas de las sociedades humanas. La naturaleza del poder, lejos de equilibrarse entre los varios estamentos, países y organizaciones supranacionales que conforman nuestro planeta, se ha vuelto más complicada. Los recursos escasean, y el calentamiento global ha convertido a buena parte de los recursos en bienes estratégicos. La población ha aumentado hasta límites que hasta hace pocas décadas considerábamos peligrosos. Tradicionalmente, el exceso de población se ha eliminado mediante las guerras, pero recurrir ahora a eso –salvo conflictos locales– pondría en peligro la existencia de todo el planeta a causa de los miles de cabezas nucleares que penden sobre nuestras cabezas. Así pues, la guerra es un recurso limitado que estalla aquí o allá, por causas económicas, religiosas, políticas, pero sobre todo porque ciertos individuos –pertenecientes a un grupo, colectivo, creencia, etcétera– pretenden imponer su voluntad a otros.
Todo este prolegómeno trata de apuntalar el razonamiento de que lo que ha ocurrido con la invasión de Ucrania por Rusia no es más que el movimiento de alguien que tiene poder y que quiere utilizarlo para cambiar la relación de fuerzas existentes, eso que se ha denominado cambiar la geopolítica mundial.
Una de las características de quien ostenta el poder sin contrapesos democráticos es el ejercicio libre de su voluntad. La guerra parece que ha sido decidida por la voluntad de una sola persona, Vladímir Putin, aunque detrás de él se sitúe un coro laudatorio de halcones militares del Kremlin –semejante al que acompañó casi hasta el último momento a Hitler–. Putin tiene el objetivo final de pasar a la historia como salvador de la patria, galvanizador de su espíritu, esencia destilada de su diferencia con respecto al resto de naciones del mundo. Es, desde ese punto de vista, un hombre que apela a la épica de épocas pasadas, de resistencias pretéritas contra el villano nazi, y más allá de eso, del imperio ruso de los zares, cuando Rusia era la que se oponía al imperio otomano y a la expansión musulmana y controlaba el istmo que está ahora en juego.
Frente a él, una voluntad menor, un poder más pequeño, el de Zelenski, el presidente ucraniano, elegido democráticamente, cuyo espíritu, hasta el momento de la invasión, era, tal vez, el del cómico, el del pícaro, el que ha llegado al poder no se sabe por qué carambolas, y que en circunstancias normales tal vez habría supuesto un episodio anecdótico, breve, que apenas habría contado en los libros de historia, esos que aspiran a llenar los grandes hombres (porque, querámoslo o no, el poder todavía es una característica muy masculina).
Es muy fácil colocar objetivos, pero es más difícil resumir una personalidad compleja. A Putin se le ha dibujado con trazos muy gruesos, calificándole de psicópata (8 de 10 rasgos, llegó a decir el sempiterno experto consultado por los canales de televisión), lo que no son más que escaños en la dinámica del poder. Viejo axioma común al marxismo-leninismo, de donde procede el personaje, es la conquista del poder para poder implantar su programa. Es distinto del totalitarismo fascista, aunque comparta muchos rasgos. Ya sabemos aquello de que los extremos se tocan. En el caso de Putin se dan muchas de las características de un nuevo zar porque forma parte del imaginario del pueblo ruso, lo mismo que ha quedado elevado a la categoría de mito la Gran Guerra Patriótica en la que derrotaron a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y en la que perdieron la vida cerca de 25 millones de soviéticos.
A pesar de ser muy buen eslogan, no se trata solo de la guerra de Putin. Como en el caso de Hitler, tiene a una buena parte del pueblo ruso detrás, según los propios expertos rusos. Una cuarta parte por convencimiento, nostalgia de cuando eran poderosos o desinformación (o seguramente, las tres cosas a la vez), mientras que otra cuarta parte estaría en su contra y la mitad sería indiferente.
Como a veces ocurre, los papeles han evolucionado o se han trastocado. Putin ha pasado en poco tiempo de ser un líder con los que los mandatorios se hacían fotos a convertirse en el villano por antonomasia, en un ejercicio mundial de hipocresía, pues (como en el caso del príncipe saudí Mohamed bin Salmán, que mandó asesinar al periodista crítico Yamal Jashogyi), no es de ahora, ya se conocía su naturaleza criminal. No hay más que fijarse en cómo ha eliminado la libertad de prensa y en la lista de opositores eliminados, desde periodistas, disidentes y exagentes de la KGB:, una larga lista encabezada por Alexánder Litvinenko, Borís Nemtsóv, Vladímir Golovliov, Valentín Tsvetkov, Anna Politkóvskaya… Pero nadie ha hecho ningún esfuerzo por llevarlo ante la Corte Penal Internacional hasta que ha invadido Ucrania. Occidente no se ha preocupado de la cuestión de los derechos humanos y los asesinatos políticos mientras le seguía llegando el gas ruso, tal y como han denunciado activistas y opositores en estos días. Hipocresía de Occidente que ha mirado para otro lado. Esa ceguera le dejó manos libres en Siria para que acabara con el ISIS (aunque de paso también con otros grupos opositores no islámicos). Intervención que sirvió, por supuesto, al líder ruso para elevar el precio del crudo que había bajado porque se contrabandeaba por la frontera turca, con la complicidad, y seguramente el interés personal de Recep Tayip Erdogan, el presidente turco. Curioso que ahora sea uno de los mediadores, como también que se haya ofrecido Israel (que practica violaciones de los derechos humanos con los Palestinos y ocupa sus territorios).
El cliché se ha creado entre estos dos polos de malos y buenos, y una cierta fobia anti rusa se ha desatado (comprensible tras las masacres de Bucha y otros pueblos). Antes se le daban a Putin llaves de oro de muchas ciudades y se le ensalzaba como patriota por sectores de la extrema derecha, a quien ha donado dinero, así como también por algunos independentistas catalanes. Y si Putin es ahora un apestado, un psicópata, un demonio, alguien que puede declarar una guerra nuclear si no consigue sus objetivos, como el niño malcriado que destroza un juguete cuando no consigue hacerse con él, Zelenski, por el contrario, se ha convertido es el héroe, el lírico o cómico elevado a la categoría de valor universal como defensor de la libertad y de los derechos humanos. El pequeño David que se enfrenta al Goliat ruso.
No seré yo quien objete nada a la acción del presidente ucraniano, que en algo más de un mes ha roto el guion que ya habían diseñado para él y su pueblo (no olvidemos que la administración norteamericana le aconsejó que saliera de Kiev, lo que también quería Rusia). Así pues, esa voluntad admirable ha conseguido unir detrás de él a todo un pueblo, dejando de lado diferencias de todo tipo. Y frente al malo, al perverso (no olvidemos que es tan humano como cualquiera) de Putin, se ha erigido el bueno de Zelenski, el que desafía a la muerte, riesgo verdadero en las primeras semanas, en el que el mundo se mira como el reflejo de lo mejor de nuestra condición, el pecho gallardo contra el abusón. El justiciero, el Quijote. No es de extrañar que el inmortal personaje de Miguel de Cervantes sea uno de los héroes de ficción más queridos tanto en Rusia como en Ucrania. Ambos pueblos lo consideran algo suyo. He tenido verdaderas charlas monográficas sobre Cervantes y sus personajes en lugares insospechados de Ucrania, Georgia y Rusia.
En medio del pavor y las noticias de ciudades rendidas se erige, pues, la imagen de Zelenski como una figura heroica en la que se miran los ciudadanos. Esos gestos que parecían de otros momentos u otras latitudes pertenecen a nuestra condición, y dan sentido a toda una vida. Como, por ejemplo, hizo Salvador Allende, defendiendo la democracia de su país hasta la muerte (por cierto, conviene recordar que el presidente chileno fue derrocado y asesinado con la ayuda y el dinero de Estados Unidos, ese campeón de la democracia). Zelenski, pues, encuentra su papel en la vida, su función, su objetivo. En el peligro se crecen, se encarnan estas figuras históricas, se revelan en su verdadera naturaleza. No importa que hayan sido mediocres gobernantes, pésimos políticos o intrigantes, o incluso, como en el caso de Zelenski, hayan aparecido en los papeles de Pandora (tuvo acciones de la sociedad Maltex Multicapital Corp, registrada en las Islas Vírgenes Británicas, para tener acciones de compañías de producción y distribución cinematográfica. Un mes antes de ganar las elecciones trasfirió sus acciones a un amigo, que se convirtió más tarde en su asesor). Pero, como digo, eso ahora no importa. Como tampoco la inmensa fortuna amasada por Putin desde que llegó al poder.
Frente al malo malísimo, Zelenski ya es un mito y es posible no solo que sobreviva, sino que sea elevado y aclamado por la historia, mientras que a Putin le queda reservado el papel de infame y es posible que no pueda volver a salir de Rusia, si no quiere correr el riesgo de acabar ante un tribunal internacional (debería ser llevado a los tribunales, si hablamos de esas masacres como la de Bucha y otros pueblos cercanos, de varios centenares de civiles a cargo de tropas rusas y chechenas, esa táctica del barrido o Zachistka que ya habían utilizado en Chechenia). En realidad, habría que juzgar a muchos más criminales de guerra, empezando por los que desataron la guerra de Irak: ya saben, George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar, con las famosas armas de destrucción masiva que no existían, hablando por cierto del arte de falsificar pruebas en la que, una vez más, Estados Unidos puede presumir (acordémonos del Maine). Tampoco podemos olvidar el papel del actual presidente estadounidense, Joe Biden, cuando era vicepresidente de Barack Obama, en el bombardeo de Belgrado, que duró 78 días, desde el 24 de marzo hasta el 11 de junio de 1999, que causó gravísimos daños y provocó la muerte de varios miles de civiles. Dijo textualmente: “En aquel entonces proponía bombardear Belgrado. Proponía enviar pilotos estadounidenses y hacer explotar los puentes sobre el río Drina. Proponía privarlos de sus reservas de petróleo. Sugería una acción muy concreta”.
Eso hizo en marzo de 1999 la OTAN –sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU– una guerra no declarada entre la mayoría de países miembros de la OTAN y la República Federal de Yugoslavia, durante la Guerra de Kosovo. Lanzó una campaña aérea que se cobró las vidas de 462 soldados, 114 policías y entre 1.200 y 5.700 civiles, según las estimaciones serbias. Destruyó infraestructura crítica del país y, en particular, muchos puentes. El bombardeo constituyó la segunda gran guerra de la OTAN desde su creación y ha sido encuadrada entre los crímenes de guerra.
Es posible que Zelenski se haya creído su papel. Quizá ése sea el elemento que ha acabado dando la vuelta a lo que se pensaba que era un final anunciado, tras algunas semanas de lucha. Es hasta posible que Ucrania gane esta guerra, o al menos que no pierda mucho territorio (otra cosa es cómo vaya a quedar el país. Pero no hay que preocuparse, seguramente Europa y Estados Unidos ayudarán a la reconstrucción, a cubrir esos 60.000 millones de euros de coste que se estimaban hasta finales de marzo), lo cual sería ya un enorme triunfo para los ucranianos. Como dicen algunos analistas, es posible, que la batalla de la opinión pública la ganen Zelenski y Ucrania, porque son del siglo XXI, mientras que Rusia pertenece al siglo pasado anterior, y por mucho que se modernice ha perdido esa batalla global que, en el fondo, es la que se impondrá. Los valores que esgrime Rusia en esta guerra son los de una sociedad ya periclitada. No podrá volver a la pureza de los soviets (¡qué peligro!), una sociedad donde no existía la homosexualidad, ni la disidencia o cualquier atisbo de cultura crítica. Eso sería la lógica, pero cuando medito sobre eso me viene a la memoria Afganistán y los talibanes y me convenzo que todo es posible.
Putin ha logrado lo contrario de lo que quería: unir a Ucrania y a Europa, que por primera vez en muchos años aparentemente está unida (si dejamos de lado algunos detalles, como por ejemplo que Renault, es decir, el estado francés, no abandona Rusia, o que Alemania sigue comprando gas, y algunos otros ejemplos), una unidad de acción que saltará otra vez por los aires, con los intereses de unos y otros, en cuanto acabe el conflicto.
Cuando se desatan guerras, estados de alarma, siempre hay alguien que se beneficia, que se aprovecha del miedo. Más en estos momentos que salíamos golpeados de la pandemia, sentimientos y sensaciones con reflejos de agudo temor. Salen favorecidos en lo económico la industria de la guerra y las armas, la tecnología y las farmacéuticas (estos dos últimos sectores no han dejado de ganar desde el estallido de la pandemia). En cualquier caso, una vez que se han desatado las furias, siempre habrá gente que sacará partido de esa entropía, de esa destrucción que provocan las guerras (está el viejo tópico de que sale también lo mejor del ser humano, y es cierto, pero pesa más lo peor) y sobre todo en el campo político. En la geopolítica sin duda el que más rédito obtenga será Estados Unidos y su presidente, Biden, que ha reivindicado su papel de gendarme mundial (al menos del mundo occidental), tras el fracaso de Afganistán. Somos muchos los que pensamos que en realidad Estados Unidos sí quería la guerra de Ucrania, a pesar de que como sabemos se juega con fuego cerca de un depósito de gasolina. Aunque fuera Putin el que pretendiera a su vez ese nuevo orden (y no cesará hasta lograr lo que considera un mínimo aceptable), porque en ello le va su vida como líder. Esa expansión de Occidente hacia el este es también fruto de una inconsciencia temeraria o una deliberada voluntad de molestar al oso ruso, una trampa de la que veremos cómo sale y cómo se sale. Que al final Rusia no resulte muy humillada y muy castigada económicamente sería importante para no repetir errores, como el de Alemania tras la Primera Guerra Mundial.
Lo que está en juego es un nuevo orden mundial, comandado por Rusia y China (que es la que verdaderamente está esperando muy cautamente). De lo que pase en Ucrania dependerá si los chinos invadirán Taiwán, como pensaban, en 2025, tras absorber ya a Hong Kong en su sistema (donde no destacan, desde luego, los derechos humanos), y siguen su expansión por el mundo.
Occidente ha permitido también barbaridades internacionales, es decir, la guerra de Irak, o Siria, que originó, entre otras cosas, la expansión del califato islámico y del ISIS, hoy ya neutralizados (entre otras cosas, gracias a Rusia), así que no somos los más idóneos para esgrimir ética en las relaciones internacionales. Se dejó manga ancha a los mercenarios rusos del grupo Wagner en el Sahel y otras regiones de África y, debido a la inestabilidad de Georgia, provocada por los rusos, ésta no entró en la OTAN. El Caúcaso, el flanco sur, es también fundamental, dentro de este control de fronteras. Fue en ese otro flanco muy cercano, ribereño en el Mar Negro, donde se produjo el precedente a la actual crisis, y antes de Chechenia incluso: las guerras de Georgia. Yo asistí a una.
Un antecedente: Georgia
De todas las guerras y conflictos que he cubierto, tal vez la de Georgia haya sido la más surrealista. En ese momento ya había dejado TVE y estaba colaborando con la revista Panorama y el diario El Sol, ese efímero periódico que sacó el grupo Anaya. Pensé que podía cubrir la guerra del Cáucaso y también hacer algunos reportajes sobre las repúblicas que se habían separado de la URSS, como las bálticas y Ucrania. Después de esos primeros reportajes, junto con mi amigo el fotógrafo Vladimir Clavijo, al que conocía desde la cumbre Reagan-Gorbachov de 1988, viajamos a Tiblisi, la capital de Georgia.
Se denomina Guerra Civil Georgiana a los conflictos políticos y étnicos acaecidos en las regiones de Osetia del Sur (1988-1992) y Abjasia (1992-1993), así como el violento golpe de estado militar entre el 21 de diciembre de 1991 y el 6 de enero de 1992 contra el primer presidente elegido democráticamente de Georgia, Zviad Gamsajurdia, y el levantamiento posterior de éste en una tentativa por recobrar el poder (1993). Aunque la rebelión de Gamsajurdia fue finalmente derrotada –y él muerto–, los conflictos de Abjasia y Osetia del Sur desembocaron en la secesión de hecho de ambas regiones de Georgia. A pesar de que se enfriaron poco a poco después (también pasará en Ucrania) hubo rebrotes posteriores en 2004 y 2008, sobre todo en Osetia del Sur.
Los movimientos separatistas de las minorías étnicas, los de Osetia y los abjasos –prorusos–, exigieron su reconocimiento internacional a principios de los años 1990. Georgia respondió militarmente para someter el separatismo por la fuerza. En enero de 1991, la Guardia Nacional de Georgia entró en Tsjinval, la capital de Osetia del Sur, y las luchas estallaron en la ciudad y sus alrededores.
La actividad de la oposición contra el gobierno de Zviad Gamsajurdia desembocó en protestas violentas en el otoño de 1991. Después de que la policía dispersara una gran manifestación opositora en Tiblisi en septiembre, se asaltaron las oficinas de la oposición, varios líderes fueron detenidos, y sus periódicos clausurados. La Guardia Nacional de Georgia, principal cuerpo de seguridad del país, se dividió en dos facciones, una favorable y una contraria a Gamsajurdia. Otra organización paramilitar poderosa, los Mjedrioni, liderados por Dzhaba Ioseliani, también se puso del lado de la oposición. La tensión siguió en aumento, con muertos, heridos y enfrentamientos, y un golpe destituyó a Gamsajurdia. Después del golpe de estado, un Consejo Militar se constituyó en gobierno provisional de Georgia. En un principio fue encabezado por un triunvirato formado por Dzhaba Ioseliani, Tengiz Sigua y Tengiz Kitovani, pero pronto pasó a ser presidido por Edvard Shevardnadze, el antiguo líder comunista, que volvió a Tiblisi en marzo de 1992. En el transcurso de 1992, las elecciones presidenciales confirmaron a Shevardnadze como presidente del Parlamento y jefe de Estado.
En febrero de 1992 los enfrentamientos se intensificaron en Osetia del Sur, con participación esporádica del ejército ruso. Finalmente, Shevardnadze acordó iniciar negociaciones para evitar una confrontación directa con Rusia. Se acordó un alto el fuego, y el 14 de julio de 1992 comenzó un mecanismo de mantenimiento de la paz, plasmado en una Comisión de Control Conjunta, y en patrullas militares rusas, georgianas y osetias. Ya antes del verano de 1992 las relaciones en la región secesionista de Abjasia habían dado lugar a las hostilidades entre los abjasos y los georgianos. El 14 de agosto las fuerzas georgianas entraron en Abjasia para desarmar a las milicias separatistas. A finales de septiembre de 1993, los separatistas, con el respaldo ruso, resistieron la ofensiva y se hicieron con la capital de la región, Sujumi, después de unos combates feroces el 27 de septiembre. El fracaso militar de Georgia resultó en la limpieza étnica de la mayoría georgiana de Abjasia. En total, la guerra causó unos 20.000 muertos y 300.000 desplazados.
Los tres años de guerra civil dejaron como secuelas una década de inestabilidad política y una crisis financiera, económica y social permanente. Y la imposibilidad de integrarse en la OTAN, que era el objetivo estratégico que perseguía Moscú. La situación no comenzó a estabilizarse hasta 1995. Sin embargo, los zviadistas radicales todavía intentaron asesinar a Shevardnadze el 9 de febrero de 1998. Varias rebeliones e incidentes y un goteo incesante de muertos se sucedieron hasta que el 26 de enero de 2004, en que el presidente electo, Mijeíl Saakashvili, líder de la Revolución de las Rosas, que acabó con el régimen de Shevardnadze, rehabilitó oficialmente a Zviad Gamsajurdia, en un intento de superar la división política persistente. A pesar de claros avances políticos, Georgia todavía afronta conflictos no resueltos en Abjasia y Osetia del Sur, y la amenaza de nuevos enfrentamientos permanece.
Pero volviendo a aquel viaje al frente en febrero de 1992, hace treinta años. Fue desde el principio algo estrambótico, como toda aquella guerra. Íbamos con una caravana de milicianos de los Mjedrioni (caballeros) en un taxi requisado (todos eran coches particulares, requisados para la ocasión). Como el resto de la multiforme caravana con destino a Poti, en el mar Negro, parábamos de vez en cuando a repostar, a comer. La primera vez que lo hicimos hice ademán de ir a pagar, pero el jefe de los milicianos me lo impidió. Aquello era una contribución a la guerra, ninguno pagaba. Lo curioso es que nadie, ni los camareros ni los dueños o encargados protestaban. No sólo por el despliegue de AK-47 (Kaláshnikovs), sino, porque conociendo el estado soviético, en el que hasta el momento había estado Georgia, no estaba nada claro el concepto de propiedad, y sí el de impuesto revolucionario.
El recorrido estuvo lleno de incidentes, como el disparo accidental del AK-47 que limpiaba un miliciano en el coche y que a punto estuvo de matarnos de una manera estúpida, o los tiroteos de otro miliciano al aire para alejar a un paisano pesado y algo bebido que le quería comprar el arma porque había muchos bandidos. Lo de bandidos (bandits) era un término que estaba en boca de todos. Todos eran bandidos, actuaban como bandidos, temían a los bandidos.
Al llegar a Poti, puerto de mar, que estaba en la línea del frente, fuimos a un balneario donde estaba el cuartel general de aquellas milicias. Y, mira por donde, entre gritos de alegría y excitación, el que nos recibió fue Dzhaba Ioselani, el líder de los Mejdroni, uno de los tres integrantes de la Junta Militar. En el patio, de todos los maleteros de los vehículos comenzaron a sacar armas, que básicamente eran AK-47, ametralladoras, cintas de munición, lanzagranadas y cajas de granadas de mano. Vladimir y yo revoloteábamos por allí, y seguimos el rastro de las armas hasta una habitación, donde las fueron depositando sobre dos camas. Era algo tan patético que pensé inmediatamente –y por supuesto, no lo dije– en el ejército de Pancho Villa (con todos los perdones, Pancho estaba muy organizado). Ioseliani, que por un lado debía demandarles que era menos de lo que había pedido, por otro pensaba que al menos tenía algo y se mostraba moderadamente satisfecho. No sabía yo lo que podrían hacer con esas armas, si intentar el asalto de barricadas o puestos enemigos que estaban a varios kilómetros de allí.
Dzhaba Ioseliani accedió a hablar con nosotros y a dejarse fotografiar en su cuartel general en un balneario en Poti, a orillas del mar Negro. Ser el único corresponsal extranjero, y además europeo, es lo que tiene. Declaró solemnemente que capturaría a Gamsajurdia allá donde se refugiase, aunque tuviera que pasar a Abjasia, y que le juzgarían por sus crímenes. Meses después se hicieron públicos numerosos actos de violencia y las atrocidades cometidos por los Mjedrioni.
Había aplastado la resistencia de Poti con un balance de diez muertos y quince heridos. Vimos aún alguno de los cadáveres que no habían sido retirados de los puntos donde habían caído, alguno al lado de un destrozado blindado. Aunque los retiraran de las calles, los cadáveres no eran enterrados de inmediato. Según las costumbres georgianas, tardaban al menos una semana en hacerlo, envuelto en esa bandera blanca con múltiples cruces rojas que he vuelto a ver ahora entre los voluntarios georgianos caídos en Ucrania. Luego asistimos a la toma de Zougdidi, una localidad cercana, donde observamos desde fuera los movimientos y los combates, que dejaron otra docena de muertos. La guerra, al menos allí, era un corto tiempo de enfrentamientos, granados tiroteos, explosiones de granadas, bombazos, armas antitanques, pero uno tenía la sensación de estar en una guerra extraña, absurda, algo ridícula, cuando de repente veías ardiendo un camión al que habían colocado planchas de hierro soldadas para blindarlo. Me recordaba a aquellos ingenios de la Guerra Civil Española, muchos años atrás.
Pero había un punto desde el que era prácticamente imposible pasar, un puente, el único que unía Abjasia con Georgia. Abjasia quería integrarse en la Federación Rusa e independizarse de Georgia. El derrocado presidente Gamsajurdia quiso cuando estaba en el poder crear dos Georgias, la del norte con Abjasia y la del sur con el resto del territorio (algo parecido a una propuesta de ahora con las dos Ucranias, independiente al oeste, pro-rusa al este). Las autoridades de Abjasia rechazaron la propuesta. Gamsajurdia, entonces, voló dos de los tres puentes existentes. Cuando la junta militar derrocó al presidente el puente que seguía en pie era el punto más caliente de la frontera, el único que permitía cruzar de un lado a otro si se salvaban los checks point y los soldados que lo guardan a ambos lados, que no siempre lo permitían.
Los gamsajurdianos no habían entregado las armas a las fuerzas de la junta, las mantenían escondidas dentro de las casas. Era imposible localizar a algunos de sus partidarios destacados. Cuando se les preguntaba mantenían un mutismo absoluto. O no sabían o no contestaban. Todo el mundo tenía miedo y cuando caía la noche la ciudad se llenaba de disparos.
En aquel viaje vivimos noches surrealistas, una de ellas con la captura a punta de pistola de un par de ladrones en el cuartel general, que acabó en borrachera colectiva y decenas de brindis por mi parte, en una escena digna de Luis Buñuel que contaré en mis memorias (esas que escribo en los ratos que me deja el apocalipsis). Y eso por no hablar de nuestra salida de Ucrania, del aeropuerto de Tiblisi, en un avión de Aeroflot con animales y maletas, teniendo que llegar a la puerta del avión con un pase de la Junta militar, pasando por encima de las trescientas personas que se agolpaban a su alrededor. No sé cómo salimos con todo aquel peso, la gente en los pasillos, apoyada en los brazos y respaldos de los asientos, como en los trenes de madera de mi más remota infancia. No tengo más remedio que amar a esos pueblos. Tengo amigos rusos y ucranianos. Sé lo que están pasando.
Volviendo a Ucrania
Hay muchos aspectos ahora mismo preocupantes. Además de la falta de crítica de los medios europeos, la propagación de una verdad impuesta por Estados Unidos y la OTAN que apenas se cuestiona. Los dos bandos manipulan, la verdad se mezcla con los bulos. Los dos bandos han cometido barbaridades en el Dombás desde 2014 (bombardeos ucranianos a la población pro-rusa, violación de mujers por parte de los miembros del batallón Azov, la milicia neonazi réplica de los pro-rusos, las actuaciones ahora de las sanguinarias tropas chechenas).
Otra cuestión preocupante es la naturaleza de los llamados voluntarios por la libertad, esa legión de combatientes extranjeros que están llegando de todo el mundo (de 52 naciones, pero sobre todo estadounidenses e ingleses) y con bastante presencia de miembros de organizaciones de ultraderecha. Ligado a ello está el asunto de la milicia Azov, que aunque sea bastante marginal dentro del ejército ucraniano también ha sido silenciado. Resisten en Mariúpol, donde se supone que quedan mil de sus tres mil componentes. Su estética es claramente neonazi, no sólo en sus banderas, insignias y consignas. Han sido un quebradero de cabeza para Zelenski desde hace ocho años, que quizá se le resuelva con esa resistencia numantina en la que serán aniquilados en la ciudad portuaria del mar de Azov.
El escudo que lucen sus miembros en la manga recuerda sin disimulo al Tercer Reich. Su símbolo es el Wolfsangel, una cuchilla para matar lobos, que en la Segunda Guerra Mu dial lucían las divisiones panzer de las temibles Waffen-SS, además de las runas que evocan el Sonnenrad (sol negro) de las unidades más sanguinarias de Adolf Hitler. Son además la excusa perfecta para Putin y su objetivo de “desnazificar” el país ucraniano. Ellos, no obstante, se defienden e insisten en que han cumplido con la “desnazificación” a la que se comprometieron hace algunos años.
En Ucrania, como en Rusia, Georgia y todas las repúblicas de la antigua URSS reina una tremenda corrupción. El proceso ha sido similar. Miembros del aparato, del partido comunista, de los servicios secretos (recuérdese la condición de ex agente de Putin), se alían con las mafias y controlan todos los recursos del nuevo estado, con muchos déficit democráticos y escaso respeto por los derechos humanos. No nos engañemos, en el control de los países periféricos hay también mucho dinero y muchos recursos, y Rusia (con número creciente de oligarcas inmensamente ricos) ha visto cómo ha ido perdiendo influencia y terreno en lo que antes eran sus dominios.
Lo peor es las víctimas civiles, los muertos, los heridos, los cerca de cuatro millones de refugiados y la sensación que esta nueva y penosa situación se pueda prolongar durante mucho tiempo (en el Dombás llevan siete años de guerra). En realidad, no se está defendiendo la democracia en Ucrania, que era bastante débil, sino jugando a ver cómo queda el equilibrio de fuerzas, un nuevo acuerdo de Yalta (buscado por Putin) que será inestable, hasta que no se encare de manera realista la negociación con Rusia. Demonizarla, como se está haciendo, a pesar del tirano de Putin, es un error.
Y acabando en el Sáhara
Si hay muchos pueblos que encarnan un admirable espíritu de resistencia uno de ellos es sin duda el pueblo saharaui, cuyo sueño de país duró un suspiro y cuya pesadilla empezó ya en 1975 con la retirada de España. Retirada que puede ser considerada una traición, la primera de una serie (reseñables después las de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero) que ha acabado en el cambio de opinión de Pedro Sánchez, presidente del gobierno, que de apoyar el referéndum respaldado por la ONU ha optado por defender la propuesta marroquí de ofrecer una autonomía al territorio del antiguo Sáhara español. Esta traición última le ha dolido a la mayoría de los españoles. El Sáhara será siempre un tema en el que están de acuerdo derecha e izquierda. Siempre estaremos con los saharauis frente a Marruecos, nuestro vecino y enemigo natural. No olvidemos que los saharauis tenían DNI, pues el Sahara era una provincia de España, con procuradores en Cortes. La primera traición, la peor, la más grande, fue la del rey Juan Carlos I, que vendió el Sáhara. En este tema, como en el de la apropiación de la colección de pintura del duque de Hernani por parte del emérito, espero que, algún día, cualquier valiente medio de comunicación español (esos que ahora mandan a sus enviados especiales a la guerra de Ucrania) realice una buena investigación y podamos averiguar la verdad. Esa dejación ante Marruecos nos hunde como país, marioneta de Estados Unidos.
Si la opinión pública internacional, los gobiernos de los países occidentales, las organizaciones supranacionales han reaccionado ante la invasión de Ucrania poniéndose de parte del país agredido y justificando su legítima defensa, tendríamos que pensar que se dan los mismos supuestos de país agresor, invasión y escaso respeto por los derechos humanos de Marruecos en el Sáhara Occidental. De acuerdo, no era aún un país independiente pues estaba en vías de descolonización, pero ni el territorio era marroquí, por más que lo hayan proclamado desde entonces, ni se consultó a la población, contra la que enseguida se desató una feroz represión, con el uso de armamento químico prohibido por la Convención de Ginebra.
Sabemos cuál fue el proceso, sobre todo por los documentos secretos que desclasificó la CIA y que cuentan, con todo lujo de detalles, la ocupación marroquí de antigua colonia españolal, al abrir el acceso a más de diez millones de páginas y más de 900.000 documentos desclasificados, que permite saber lo que sucedió a partir de marzo de 1979 en el Sáhara. Conviene recordarlo. En ese momento la CIA revela que Marruecos estaba perdiendo la guerra contra el Frente Polisario hasta que Estados Unidos, países europeos (Francia, España) y árabes (Arabía Saudí) intervinieron para ayudar a la dictadura de Hassan II. Todo fue posible gracias a las relaciones de Hassan II con Henry Kissinger, entonces consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, y con la monaquía de los Saud en Arabia Saudí.
Una venta programada y planificada
Antes de ese momento de inflexión, el 21 de agosto de 1975 el Departamento de Estado norteamericano dio luz verde a un proyecto estratégico secreto de la CIA, con financiación de Arabia Saudí, para arrebatar a España la antigua provincia del Sáhara, 270.000 kilómetros cuadrados de un territorio vital desde el punto geoestratégico. Tierra rica en fosfatos, hierro, petróleo y gas, que Estados Unidos, dada la situación agónica del franquismo, no está dispuesto a dejar en manos de España.
El plan consiste en invadir la zona con una marcha de unos 300.000 ciudadanos marroquíes como si fueran antiguos habitantes expulsados. El 6 de octubre de 1975 los servicios de espionaje del Ejército español informan a Francisco Franco, ya muy enfermo, de los planes de Estados Unidos en relación con el Sáhara Occidental. Parece que Franco era partidario de entrar en guerra con Marruecos. Los acontecimientos se precipitan. El 16 de octubre la Marcha Verde es anunciada por Hasan II, a la vez que el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU rechaza las pretensiones de Marruecos sobre el territorio.
El 31 de octubre, Juan Carlos de Borbón, que la ha rechazado días antes por no disponer de plenos poderes, se hace cargo de la jefatura del Estado español. Preside un Consejo de Ministros en la Zarzuela sobre el Sáhara. Juan Carlos no les dice a los reunidos que él ya ha enviado a su hombre de confianza, Manuel Prado y Colón de Carvajal, a Washington, para solicitar la ayuda de Henry Kissinger. Es consciente de que una guerra colonial con Marruecos en aquellos momentos podría precipitar los acontecimientos al estilo de lo sucedido en Portugal y que podría perder su corona antes de estrenarla. El Gobierno vacila ante la falta de liderazgo y el aumento de las presiones marroquíes. Juan Carlos mueve sus hilos a través de sus hombres de confianza: Alfonso Armada, Nicolás Cotoner y Cotoner (el marqués de Mondéjar) y Torcuato Fernández Miranda.
Kissinger acepta la mediación solicitada por Juan Carlos, habla con Hassan II y en las siguientes horas se firma un pacto secreto por el que Juan Carlos se compromete a entregar el Sáhara español a Marruecos a cambio del total apoyo político estadounidense en su próxima andadura como rey de España.
En un ejercicio elevado de hipocresía, por no calificarlo de lesa traición, el 2 de noviembre de 1975 Juan Carlos de Borbón visita las tropas españolas en El Aaiún y no tiene ningún pudor en decir a los militares (a los que dejará vendidos en los siguientes minutos, como a los saharauis y a la propia ONU): “España no dará un paso atrás, cumplirá todos sus compromisos, respetará el derecho de los saharauis a ser libres”. En el colmo dice: “No dudéis que vuestro comandante en jefe estará aquí, con todos vosotros, en cuanto suene el primer disparo”.
Pues nos fuimos sin pegar un tiro. El 6 de noviembre de 1975, la Marcha Verde inunda la antigua provincia africana española. Los campos de minas de la frontera han sido levantados y los legionarios españoles retirados. En una humillación más, España envía al ministro de la Presidencia para que realice una visita de cortesía a los campamentos de la Marcha Verde. La ONU, desbordada, urge a Hassan II a retirarse y a respetar la legalidad internacional. Mientras, España mira hacia otro lado. Hassan II, alcanzados sus objetivos en el Sáhara y en espera de las conversaciones de Madrid, retira los campamentos de la Marcha Verde a Tarfaya. Argelia protesta y retira su embajador en Rabat. Los saharauis, traicionados por España, se aferran a la lucha armada.
El 12 de noviembre de 1975 comienza la Conferencia de Madrid entre España, Marruecos y Mauritania, manejada por Estados Unidos en la sombra. Dos días después se produce la famosa Declaración de Madrid sobre el Sáhara (acuerdos tripartitos de Madrid). Por ella se entrega a Marruecos toda la parte norte de la antigua provincia española: 200.000 kilómetros cuadrados de gran importancia geoestratégica, muy ricos en toda clase de minerales, gas y petróleo (descubierto por petrolíferas norteamericanas y en reserva estratégica, en una bolsa que va desde las Canarias a Sudán, debajo de todo el desierto). A Mauritania (que, derrotada por los saharauis, abandonará pronto en favor de Marruecos) se le transfieren 70.000 kilómetros cuadrados del sur, los más pobres e improductivos. El conflicto del Sáhara le vino bien a Hassan II para alejar al ejército y dedicarlo a algo para que no atentara contra su poder, recordando sin duda el complot del general Mohamed Ufkir. El hijo del rey Hassan, Mohamed VI, ha seguido las enseñanzas de su padre, en un país con rasgos feudales, que estruja a conciencia, así como el chantaje progresivo a España sobre la inmigración (con el beneplácito de Europa como tapón) y Ceuta y Melilla.
Lo que está en juego, pues, no sólo son los fosfatos de Fos-Bucraá, sino la cantidad de minerales, de tierras raras del territorio, las bolsas de petróleo y gas, y la inmensa riqueza pesquera del banco sahariano. Marruecos fue construyendo, con diseño y ayuda de Israel (y a cambio de su reconocimiento como Estado) los muros defensivos, hasta el sexto, 2.500 kilómetros de extensión desde donde controla la mayoría del territorio del Sahara dejando una franja a los saharauis, que no le inquieta. Una pequeña parte donde se mueven los rebaños nómadas de los saharauis y sus fuerzas armadas, que durante casi 30 años se han mantenido en tregua.
He visitado el Sáhara Occidental, los territorios de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), y los campamentos de Tinduf, en ese duro territorio de la Hamada argelina, en tres ocasiones. En mi primer viaje, con mi compañero Ángel Colina, en febrero de 1989, para la revista Panorama, llegamos a ese muro desde Tifarity, la última localidad donde se levantaba un puesto y fuerte de la legión española. Esas edificaciones, donde se veían aún nombres en español, estaban por supuesto abandonadas. Cinco años después, en el segundo de mis viajes a la RASD, ese fuerte de Tifarity había sido destruido en un ataque marroquí. Dormí, con un equipo de televisión, en una construcción cercana y a primera hora, y mientras llegaban los saharauis que nos acompañaban, nos fuimos a grabar unos blindados marroquíes destruidos. Estábamos en ello cuando llegaron nuestros guías, y a grandes voces nos indicaron que no nos moviéramos de donde estábamos. Aquella era una zona de minas que no había sido aún señalada. Para habernos matado. Por supuesto, obedecimos de inmediato y salimos buscando la huella de nuestros pasos en aquel terreno minado. Cuando lo logramos, nuestro guía, que respiró aliviado, nos dijo: “Atacaron los marroquíes, destruyeron lo que pudieron y cuando replicamos, en la retirada, dieron a cada uno de los soldados 18 minas, que sembraron sin orden ni concierto. No hay mapas de terrenos minados, ni avisos, y de pronto un camello de los rebaños que van y vienen salta por los aires. Sabemos lo de las minas por lo que nos han contado los prisioneros que hemos capturado. Algo que viola todos los tratados internacionales”.
En aquel reportaje hablaba del bombardeo a la población civil de la aldea cercana de Tifarity, las trincheras, el mercado cercano destruido. Hablaba de la hospitalidad, la leche de cabra y los tres famosos tés que te ofrecen. Hablaba con Mahayub Mourud Mohamed, de 68 años, comerciante, con tres hijos, uno de los cuales había caído en combate, otro permanecía paralizado en un hospital de los campamentos y el tercero se encontraba con él, ayudándole en el pastoreo de sus cabras y camellos. También tenía seis hijas, de las que solo estaba una con él, el resto estudiaba o trabajaba en los campamentos. “Siempre hemos sido un pueblo valiente –decía–. Amamos la libertad y la tierra por encima de todo. Nunca he vivido en un sitio que no sea éste, y no quiero vivir en otro país que no sea el mío, sin ocupantes marroquíes. Nosotros somos una comunidad, tomamos la leche del mismo cacharro, compartimos con los vecinos todo, porque todo nos pertenece. No tenemos sentido de la propiedad, sino que cada uno usa lo que necesita y nuestra hospitalidad es una manera de ser. Así somos y así seguiremos. Fieros en la lucha y dulces en el trato”.
En aquellos momentos, el ejército no convencional, las fuerzas de la RASD se estimaban entre 8.000 y 12.000 hombres. De todas las mujeres de los países árabes, y junto con las palestinas, eran las más avanzadas, porque habían organizado la retaguardia. “Pero eso no era nuevo en nuestra sociedad antes de la guerra”, me decía Suelma Mehmed, de 30 años, directora de la escuela de formación de mujeres 27 de febrero. “Ahora ha tomado el puesto que le correspondía, la mano de obra es sobre todo de la mujer. Cuando llegamos aquí, hace 13 años, la mujer no sabía ni escribir su nombre. Ahora tenemos guarderías, puericultura y centros de formación de todas las materias”.
En los campamentos de Tinduf vivían en ese momento 250.000 personas, distribuidas en cuatro wilayas o provincias, que se subdividían en ciudades y barrios. Un mar de tiendas, las wilayas se levantan alrededor de unos manantiales que les sirven para abastecer una serie de cultivos de hortalizas y legumbres, que complementan la ayuda de alimentos y materiales que les proporciona el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
El español es asignatura obligatoria en los colegios. Habían formado a muchos maestros y educadores. También habían hecho progresos en sanidad: tres hospitales aparte de la sanidad militar, 27 médicos, desde ginecología hasta odontología.
Por mis noticias (hace tiempo que no trato el tema saharaui), la sociedad saharaui se ha ido radicalizando un tanto y dividiendo –una parte vive en el Sáhara ocupado– y una parte de los jóvenes quiere la guerra. Hay un pequeño auge del islamismo, como lo demostró el secuestro de unos cooperantes. Por mi parte puedo decir que en mi tercera visita ya vi mujeres cubiertas por entero, y de negro.
La última de las razones de Estados Unidos para propiciar los cambios de postura de España y de otros países de Europa tiene que ver con la estabilidad. Para eso quiere un Magreb y un África Occidental tranquilos, controlados desde su base militar en Marruecos, localizada en Tan Tan, a unos 25 kilómetros de la costa atlántica y a 300 del archipiélago canario. La instalación, de unas mil hectáreas de extensión y denominada Africom, tiene como objetivo hacer frente a las catástrofes naturales, las luchas étnicas y en especial al terrorismo. Un proyecto norteamericano que nació en 2005 y que refuerza la presencia de Estados Unidos en el continente africano, además de suponer un soporte a la política del monarca alauita, Mohamed VI.
Para los norteamericanos, según cuentan en los informes, Marruecos “es el país africano más creíble” para albergar el Africom. Así se aseguran su jurisdicción militar sobre todo el continente, excepto Egipto y Madagascar, que depende de otras zonas. Tan Tan, con una población de unos diez mil habitantes con mayoría saharaui, se encuentra entre las Ifni y Tarfaya, a sólo cien kilómetros de Fuerteventura.
Los marines han realizado allí maniobras conjuntas con Marruecos, y otros países de la OTAN. Maniobras en las que, suponemos que por pudor, no participó España. La vigilancia alcanza el tránsito de los superpetroleros que llegan a Europa siguiendo la ruta del Cabo de Buena Esperanza, así como los complejos energéticos del noroeste africano, incluida la red de gasoductos que atraviesan el Sáhara y el Sahel.
Esperanza contra hipocresía
Tengo claro que más tarde o temprano Ucrania llegará a un acuerdo con Rusia, pero en el Sáhara no tengo idea de lo que pueda suceder. Siempre ha pintado muy mal, y ahora peor, para mi admirado (lo confieso) pueblo saharaui.
Cuando asistí, con mi compañero Ángel Colina a la cumbre Reagan-Gorbachov en Moscú, en 1988 (donde Ronald Reagan le prometió a Mijaíl Gorbachov que no se expandiría la OTAN), conocí un país que, salvando las diferencias, se parecía mucho al nuestro en los últimos tiempos del franquismo: gente ávida de noticias, productos, estímulos de un mundo que aguardaban descubrir y que les habían vedado. El capitalismo tiene esos brillos, como los objetos metálicos para ciertas aves, y además de eso, la libertad posee siempre una pulsión, una tecla que toca el corazón. Pienso ahora en mis amigos rusos, y cómo lo estarán pasando, no sólo con esta situación, sino con la deriva de su país. Y pienso en este mundo tan maravilloso que arruinamos con nuestras mezquindades, nuestras miras chiquitas, nuestros egoísmos. Con este increíble regalo que es la vida, y en cómo muchas veces la desperdiciamos. En fin, será la condición humana. No sé si habrá en alguna parte del universo una especie con tanta capacidad para crear y destruir, pero si sé que hasta que no reduzcamos el poder a algo razonable no habrá un verdadero futuro.
Los retos del planeta siguen estando ahí, urgentes. Todos tenemos que hacer esto más habitable, dar esperanza. En eso somos todos responsables.