El adobe escupe el cemento en las fachadas de Tierra de Campos, lo rechaza como en un trasplante de órgano fallido. El cuerpo vivo sobre el que se aplica uno de estos estos morteros grises e inertes acaba por expulsarlo a empellones. Las paredes de piedra o barro, los viejos muros recubiertos de esta capa de modernidad parecen despellejados. El ladrillo, sin embargo, es más resistente, y las casas viejas emparedadas tras este material se deshacen de otra forma, desde dentro, dejando sólo la carcasa.
Pero la dignidad del tapial es admirable. Una vez desprotegida de su cumbrera de teja, cualquiera de estas tapias, las más humildes construcciones, obra de albañiles iletrados pero guardianes de una antigua sabiduría, puede perpetuarse como si hubiera sido construida por un ingeniero de materiales de la NASA. Cuánta ciencia concentrada, adaptada a lo largo de los siglos, transmitida de padres a hijos, hay en uno solo de estos muros… “La tapería de calidad quiere ir muy pisada y para esto es preciso cuidar de los tapiadores que no se emboben (…)” (Fernández Balbuena, 1922. Citado por Juan Manuel Báez Mezquita en Los materiales en la arquitectura popular de la provincia de Zamora, 2003).
Tierra de Campos, una de las comarcas más desoladas de España, planicie de pueblos muertos o moribundos con un puñado de supervivientes dispersos, muestra en su decadencia y soledad, para quienes quieran ver, las huellas del paso de una modernidad arrasadora sobre los vetustos muros de Castilla La Vieja. Durante siglos, la arquitectura popular fue una sola, repetida, aunque grandiosa en su diversidad de fórmulas, práctica e imaginativa, bella a su vez en muchos casos, armónica por cuanto sólo empleaba materia prima de la naturaleza, extraída de un entorno en el que los pueblos se mimetizaban, primarios. Barro, piedra, y madera son elementos que vuelven a la tierra. Con el tiempo, esa exclusividad de los elementos originarios, sin cambios ni novedades durante generaciones, fue cediendo paso a la modernidad, a la promesa de esos materiales que no hacían a pobre. El rojo de las solerías que tan sólo habían de cuidarse con almagre y cera para que fueran eternas dio paso a la brillante porcelanosa. El estadio intermedio en la imparable industrialización de los hogares, la baldosa hidraúlica, es hoy día una pequeña obra de arte. Sus diseños merecen formar parte de la historia de las artes decorativas porque son puro modernismo. Las amas de casa las apreciaban más que sus antecesoras de barro cocido por darles menos trabajo a la hora de limpiar, claro, aunque quién sabe cuánto de sensibilidad había en la elección de formas y colores por sus fabricantes.
Y lo pobre se tapó, se intentó ocultar, y las fachadas que reflejaban el color y el brillo del sol se cubrieron de monótono hormigón o de ladrillos de fábrica industrial, poco biodegradables ya. Los techos cálidos, aunque sucios, con eficaz aislante hecho de ramas, y las robustas vigas sin sangrar, vivas por tanto, se escondieron bajo bovedillas y otros trampantojos de obra. Dentro, el fuego del hogar dio paso al funcional electrodoméstico y la mesa o el mueble de roble, castaño o nogal, a la formica, la enea al skay, y la lana del viejo colchón que se aireaba cada año, a la espuma. ¡Y que no se diga a los lugareños que aquellos no fueron avances en las hasta entonces (y ahora) empobrecidas tierras de España! Los nuevos pobladores están locos, dicen, con sus razones, algunos viejos vecinos.
La expresión rústico flamígero, acuñada en mil visitas a mil de estos pueblos, bien valdría para describir esta transformación, chocante no sólo por la mezcla de materiales, sino por el hecho de que con elementos tan vulgares como el plástico se haya tratado de embellecer o ennoblecer lo que ya era bello y noble. Ese rústico de bodegón, muy recargado, consiste también en colocar fuera de lugar cosas viejas, como aperos de labranza, a modo de recuerdo de un pasado del que a veces, sólo a veces, no se reniega tanto como parece. Sorprende ver colgados o incrustados en fachadas tierracampinas ruedas de carro, horquillas, rastrillos, hoces, guadañas, y hasta hornacinas con vírgenes, escudos de la España constitucional o águilas rampantes compradas en algún gran almacén de bricolage como seña de nobleza posmodernista. A modo de adornos se colocan chapas de botellas y en sustitución de robustas puertas de madera con aldabas de bronce o de hierro, otras de conglomerado, lacadas en blanco inmaculado y cargadas de dorados. La casa tradicional copia elementos de chalé adosado mientras estos tratan de imitar a las casas tradicionales. En un pueblo semiabandonado de Palencia llegué a encontrarme ante una gran puerta de dos hojas y cuarterones con la inscripción: “Diolas de limosna. Ficomi SS Bartolomé XII”, junto a la fecha en que se construyó, el siglo XVII. El valioso portalón, reseco por falta de mantenimiento, servía para guardar maquinaria en desuso en una trasera igual de abandonada, un patio lleno de malas hierbas. Si sobrevivió en su lugar fue sin duda por falta de medios para cambiarla por una puerta de chapa.
El plástico, las imitaciones de piedra, madera y cuero, el cemento, lo falso y gris, invadieron los pueblos como una oleada. Las escombreras, antaño una mina de objetos antiguos que en su mayoría volvían a fundirse con la tierra, se convirtieron en basureros contaminantes y han tenido que ser clausuradas. El perfil de estas montañitas de escombro destacaba hasta hace todavía pocos años en las llanuras cerealistas con sus prometedoras ondulaciones, plagadas de pequeños tesoros aún sin cubrir por la tierra y la maleza. En uno de esos vertederos podían encontrarse desde sillares o pilas de piedra de todos los tamaños a grandes maderos que cobraban vida con una mano de amor de un carpintero. Había hasta hace bien poco montañas de piezas de cerámica con las mismas formas y usos de hace siglos o campos o vaguadas en los que se habían tirado escriños, ventanas sin bisagras, portones, muebles… En las casas, en las calles, en los campos de Castilla, queda la marca indeleble de ese viento huracanado que se llevó de los pueblos toneladas de objetos de una cultura milenaria. Todo se lo tragó después la tierra, sólo quedarán para siempre, mancillando los paisajes, el pvc y el acero inoxidable, oxidado.
Esta es por tanto la crónica de un viaje en el espacio y en el tiempo sin salir de una comarca. En un sólo día de notas apresuradas, seleccionado al azar en la libreta de este viaje al interior del interior, están los nombres de Villavendimio, Villalonso, Valverde de Campos y Valdenebro, todos en Zamora. Unas páginas más allá, la lista con 20 marcas de gaseosa, que corresponden a botellas serigrafiadas recuperadas de escombreras. Al poco aparecen menciones a una adobera en Santa Eufemia y un campo de trabajo sobre el adobe que incluyó la charla de un hombre de 72 años, Hernán del Río, de Quintanilla del Monte, junto a una anotación: “La tierra se renueva en mayo, llueve y se somete a fermentación, se duerme, se fermenta o se cuece”. De Tammy Mohamed, representante de los saharauis en Castilla y León, hay también unas reflexiones acerca del uso de esta técnica ancestral de construcción en zonas “inhóspitas” de todo el planeta. La verdadera arquitectura global. En España este acervo universal desaparece poco a poco del dominio popular y sobrevive apenas en terreno de estudiosos y nostálgicos.
Quien ha visto hacer adobe es un privilegiado de visita en el pasado. Pero no el adobe que se hace en los cursos y talleres de arquitectura popular, ni siquiera el que se elabora en pueblos como Amayuelas o Navapalos por universitarios o por gentes empeñadas en edificar o mantener la arquitectura de tierra (a pesar de estos esfuerzos, la realidad es que por “talleres de adobe” se entiende hoy en día cursos de Photoshop). Ver al último albañil del pueblo que sabía hacer adobe, Sinforiano, apisonar la tierra con sus pies, amasarla, observar su evolución, su punto exacto…, contemplar ese revoco brillante, alisado con maestría, a la luz del poderoso atardecer castellano es una experiencia transportadora. El adobe que Sinfo fabricó para el último revoque que salió de sus trabajadas manos seguirá brillando, si nadie lo impide, en los límpidos amaneceres y los rojos ocasos de su pueblo, Urueña, en Valladolid, mucho después de que todos, hacedor y testigos, hayamos dejado el escenario.
En el librito editado por la Diputación de Zamora sobre los materiales en la arquitectura popular de esa provincia, el arquitecto Juan Manuel Báez Mezquita explica que si a la tapia real, que lleva un 10 por ciento de cal, se le añade “un guarnecido de cal exterior” se denomina “acerada” por ser la construcción de una resistencia “eterna”.
Ese mismo albañil, Sinfo, el último de los adoberos de Urueña, se dedicó durante décadas, por encargo de sus clientes y convecinos, a cubrir con cemento las fachadas de adobes o de tapia. Luego hacía marcas, habitualmente en forma de nidos de abeja, como para paliar, con su innata sensibilidad, la fealdad de esos muros, que ya no reflejaban la luz solar con los colores de la tierra. Motu proprio también, escribía en fresco números que parecían fechas antiguas: 1240, 1320… Ni él sabe explicar por qué, pero se antoja como una melancolía no reconocida o como el gesto mágico de un ancestro que reclamara el conocimiento transmitido durante generaciones y ahora perdido.
Un vecino de Sinforiano, un niño de tres años llamado Manuel para cuya familia hizo su último trabajo antes de jubilarse, respondió un día a la pregunta de qué quería ser de mayor con un sorprendente y breve aserto: “Yo”. Respecto a la arquitectura moribunda de nuestros pueblos cabe reguntarse ahora qué es. ¿Es ella misma? ¿Es otra? ¿Es una evolución? ¿Una adaptación? ¿Ha dejado en realidad de existir?
Desde luego, como expresión del arte popular algunas de las imágenes que ofrecen las aldeas de Tierra de Campos no tienen precio. Los (quizá) involuntarios artistas hacen acopio de todo cuanto tienen a mano para mejorar lo que de natural ha de parecerles poca cosa. Ahí es donde lo casual, lo rústico, se funde con lo elaborado, lo barroco y, muchas veces no ya flamígero, sino churrigueresco. Recercados insólitos rodean algunas ventanas, con formas inverosímiles creadas a base de ladrillos, pintura, piedras de río, conchas… En ocasiones, de algún rincón, emerge una artesanía, tallas con las que una sencilla puerta se convirtió en una joya. Alguna vez, bajo una hermosa ventana del siglo XVIII asoma una vieja persiana plegable, aún de madera y quizá por ello menos agresiva. En las aldeas castellanas, muchas de una soledad inquietante, conviven el pasado y el presente, lo austero con ramalazos de creatividad muy poco discretos. Hay objetos tan singulares que pueden incluso haber dado nombre a una calle tierracampina: Calle del candado, y lo que es mejor, ese elemento, sin duda histórico, puede seguir ahí, como guardián de una vieja panera con ojos que ven pasar los siglos. En ese mismo pueblo, con el apellido de Campos, sobre el número de chapa de una puerta, de entre la pintura blanca de una casa, asoma la cara de un hombrecillo tallada en piedra, como el fantasma de un emparedado que grita.
¿Y qué pasa cuando la mitad de una iglesia de una tierra desolada por la despoblación y la ancianidad se desploma? Pues lo que queda se cierra con una gran cristalera de la misma altura y forma que la bóveda, y listos para la misa.
Uno puede hallar en este MoMA a cielo abierto el monumento a una bicicleta infantil, elevada al pedestal de una fuente pública, o una mosquitera finamente elaborada con coloridas chapas de botella. En ruta sin rumbo por estos poblados en ruinas es posible encontrarse uno vacío y despojado en el que misteriosamente se ha salvado del expolio, aún en su sitio, la campana de la iglesia. Que ese lugar a punto de sumirse en la tierra se llame Villacreces, o que unas lápidas de milseiscientos i ochenta i tres se reutilizaran como muro en una ermita, o que unos paneles solares asomen, elefantiásicos, por una cerca de tapia… ¿No son acaso símbolos de una tierra a la deriva entre dos milenios?
Estos pueblos están llenos de almas y por eso hablan, hablan sus paredes, sus ferrerías, las paneras, los sobrados, los lagares, hablan las casonas y las casas de los labriegos, los esqueletos de las iglesias y de los castillos. Los huesos de los carros abandonados en las eras o bajo un techo derruido cuentan historias, igual que las escombreras de las afueras, los solitarios cementerios, los caminos empedrados, los muros de piedra. Lo que puede oírse, lo que puede verse si se mira con ojos de ver, son los sones de una comparsa en un día de fiesta, los gritos de una parturienta en la casa solariega, el crepitar del fuego en el hogar del cisquero, a los abuelos que conversan en los poyetes, y también a sus hijos y a sus nietos, a veces a ellos mismos, despreciando o malgastando su herencia, la material y la inmaterial.
Tamara Crespo es periodista. En FronteraD ha publicado En casa de Erik el Belga, el ladrón de arte más famoso del mundo. Fidel Raso es fotoperiodista. En FronteraD se ha publicado un portafolio dedicado a su trabajo, además de Fotografía y periodismo en los ‘años del plomo’ en el País Vasco y La ciudad envuelta