Era la tercera noche seguida. Y nuevamente despertaba en casa de Sabrina, un apartamento de insultantes medidas que harían diminuta a cualquier bestia parda. Sabrina, de excitantes estudios y prometedor cargo en Naciones Unidas, me mantenía con vida con el gracejo de una madre de alquiler que desea sentirse algo más por necesidad imperiosa. Una pareja, en el fondo, es un requisito obligatorio cuando sales a pasear, tienes amigos y sobre todo, un futuro en el que deberás contar tu pasado y hazañas. Por la cuenta que te trae.
Porque Sabrina había aceptado que estaba dispuesta a mantenerme. A sacarme de la calle. A poner precio a su cura de soledad. “Cincuenta dólares al día”, le dije, con la misma claridad con la que en nuestra primera cita le asomé el dato de que me había acostado con no pocas mujeres por dinero.
—De acuerdo. Acepto pagarte 1.500 dólares al mes a cambio de que dejes ese trabajo.
De pronto se me presentaba un jeroglífico de difícil solución. Para empezar, no iba a desprenderme de mi teléfono móvil, por lo que el anuncio contratado en el Cambodia Times seguiría dando sus frutos; que una cana al aire por dinero no es lo mismo que una cita a hurtadillas con premeditación y alevosía. Pero la duda no sólo era saber si iba serle infiel a Sabrina. El problema era que si no quería caer en tentaciones varias debía vivir en su magnífico apartamento, donde Sabrina me prometió el oro y el moro. Porque el amor del siglo XXI no es más que la capacidad del contratante de atraer al contratado ofreciéndole un buen surtido de placeres varios, generalmente poder, dinero, bienes inmuebles, joyas, drogas, y a veces, hasta suculentas posibilidades para sus familiares cercanos. Que hoy es más raro encontrar a ambos palpitándoles el corazón que llanegas blancas en la playa.
—Te compraré vino, agua con gas, mineral, brandy, Oporto… lo que necesites. Pero te quiero aquí. Conmigo. Conozco un mayorista japonés que trae auténtico atún rojo por vía aérea.
Aquel doctor serbio, Aleksandar, me advirtió que si no cesaba en mi continuo consumo de alcohol, tabaco, café y Cialis, iba a tener un problema que podría considerarse definitivo. No sé, una arteria colapsada; el corazón en huelga de latidos; un pulmón despidiéndose del otro; el cerebro como regalo para la investigación médica. O lo más probable: el que mi cuerpo se hiciera inmune a tanto taladafil y que como los yonquis, al final necesitará sobredosis de Cialis para empinar la cuesta. Y claro, si con una dosis sorteo a duras penas el ingreso hospitalario, no querría ni pensar en la sola posibilidad de doblar la toma. O triplicarla. Por supuesto, acepté sin rechistar su oferta que como los ‘sí quiero’ de las bodas sabes que suelen llevar un futuro vuelco en sus intenciones primarias.
E hice como cuando negociaba contratos de trabajo. Si la empresa mostraba interés, yo aprovechaba para salirme del acuerdo inicial, chantajear y aumentar los ingresos.
—Sabrina, ya he apagado el móvil. Lo que sí te pido es que no te asustes con el primer pedido, ya que al ser el primero deberá ser el más grande. Mira, esto se parece mucho a la inauguración de un restaurante. Las siguientes veces todo será menos costoso.
—No te preocupes. Lo acepto.
Y bien. Naciones Unidas por mediación de Sabrina Rescaldani recibió este primer pedido al que para engrandecerlo sólo le faltó la caída de una bomba atómica. Estábamos más que preparados para hibernar a treinta grados centígrados agarrados a seis botellas de tinto; porque los de del Lucky (supermercado para expatriados) y Cellier d’Asie (distribuidora de vinos) se presentaron en casa con las alforjas llenas. Sabrina, entre entusiasmada y enamorada, iba soltando billetes a modo de capataz de obra a primeros de mes. La lista de provisiones, golosa: doce botellas de tinto del Alentejo, otras seis de Mencía del Bierzo, una docena de Godello de Valdeorras, tres de Oporto de Graham’s (un Tawny, un diez años y otro con dos décadas de antigüedad), cuatro de Taittinger; además de tres cajas de agua Paradiso con gas y otras tres sin, para pasando a las viandas: dos kilos de ventresca de atún, tres botellas de aceite de oliva extra virgen presentadas en un formidable acabado de diseño, medio litro de vinagre jerezano, latas de lentejas y garbanzos cocidos, multitud de verduras, frutas locales, y tres cuartos de kilo de ternera americana de primerísima calidad. Para que el desaguisado fuera aún mayor Sabrina me invitó a cenar en el New Tokyo, un pequeño restaurante nipón sito en la calle 208 donde el pescado es tan digno como sus precios. “Lo que quieras Aspersor, lo que quieras”, me repetía incansablemente mientras amontonaba las bolsas y bandejas en un frigorífico ya de por sí atorado de tópicos.
—¿Por qué compras verduras ecológicas?
—Son mejores y más saludables.
—Sólo son más caras. Quedan pocos lugares limpios en el mundo de cáncer y polución. Y Phnom Penh no es precisamente un vergel.
—A mí me sientan mejor.
—Placebo.
—Me encanta pelear contigo. Señal de que comienza a gestarse algo. Y ahora, a tu japonés favorito.
En mi japonés favorito tuve que beberme dos cervezas Asahi casi del tirón. Sabrina no cesaba de admirarme en lo que realmente se tornó en una grave molestia. Todo le parecía bien: si pedía una cerveza, si pedía dos, si no la miraba a la cara y hacía como que hojeaba el incomprensible periódico japonés Asahi Shimbun, o si en vez de moderarme en mi ingesta me hacía el importante exigiendo las mejores piezas de pescado fresco. Pero ni por esas.
—Aspersor, lo que quieras.
Hasta que me topé con el Cambodia Times, el diario donde mi anuncio como prostituto yace perenne. Me entretuve leyéndolo y releyéndolo, como si entre líneas hubiera querido decir algo más, hasta que Sabrina me lo arrancó de las manos en violento gesto, posiblemente mamado en su Agrigento natal.
—Con que mirando los clasificados, ¿no?
—Recordaba mi pasado.
—Eso, tu pasado. Porque desde hace unos días tu vida ha cambiado por completo. ¿No es así?
—Así es. Pero aunque mi vida haya cambiado tengo recuerdos.
Sabrina no las debía tener todas consigo porque pidió el sake más caro. Doscientos dólares por una medida estúpida de un fermentado de arroz que sirvieron caliente en una vasija horrenda además de pequeña. “De Sendai”, dijo el patrón, cuando Sabrina saltó como un respingo.
—¿Sendai no está cerca de Fukushima?
—Sí.
—Entonces es posible que el sake esté contaminado.
—No lo creo, señorita.
Entonces, y tras desechar Sabrina su ingesta, me propuse mover el cocotero. Para suavizar la voz tomé dos tragos de tan magnífico sake.
—O sea, te crees que las verduras que compras en Camboya son ecológicas como estás convencida de que este sake carga con una buena dosis de radiactividad.
—No es que lo crea, es que estoy segura.
—Mira Sabrina, en Japón ocurrió poca cosa. Muy poca. Mucho menos que en Hiroshima o Nagasaki. Sin contar Chernóbil. Ves mucho la tele y lees demasiados periódicos.
—Aspersor, no vas a poder conmigo. Mis verduras son las más sanas y ese sake está contaminado.
Luego lo hicimos sin condón. Que cuando le susurré al oído que mi glande estaba contaminado de radiactividad en vez de correr al hospital se echó a reír. El desayuno, primoroso: media botella de Guitián Godello de Valdeorras con unos calabacines a la plancha ahogados en aceite de oliva purísimo. Mojé pan hasta casi borrar la ornamentación de un plato que se resquebrajaba por momentos. Y luego esa eterna duda, cuando el café te baja lentamente quemándote el esófago ayudado por las caladas violentas de un Marlboro al que se le cayó la ceniza de un único pedazo a modo de viga de madera tras un macabro incendio. Y así, mirando a la nada a través de la ventana de su cocina –ya nuestra cocina–, redescubría que la vida reparte tantos melodramas con sabor a leche avinagrada como tantas alegrías que hay que saber aceptar. Encendí el móvil a hurtadillas y no tenía mensajes. Luego me senté en su váter al cual puse perdido. Sabrina seguía durmiendo. Eran las diez de la mañana y Naciones Unidas parece ser que no controla a sus empleados ni recibe auditorias externas.
Joaquín Campos, 11/02/14, Phnom Penh.