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Sabrina Rescaldani (y 3)

 

Han sido catorce días de relación en los que prácticamente todos los hice en perpetua convivencia con Sabrina Rescaldani, mi siciliana acaparadora, mi celosa sin más motivos que sus miedos, mi ex pareja a la que realmente nunca sabré si deberé sumarla a ese listado cerebral de ex novias que como los buenos momentos vividos, intento recuperarlos en magistral ejercicio de memoria cuando me abrasa la pena, me estruja la deuda, o me dejo atrapar por mis continuos errores.

 

No sé cuándo, realmente, se produjo la primera grieta. Si acaso reconocer que nuestro presunto amor, que en mi caso era irreal, rebuscado, posado, estaba cogido por alfileres, como nuestros polvos, que en no menos del 60% de las veces fueron ejecutados bajo el único dopaje que es real por permitido: la ingesta de Cialis y Kamagra; los nuevos y necesarios compañeros de viaje en un botiquín donde salvo la aspirina y el Valium todo pasó a mejor vida.

 

Sabrina tardó en darse cuenta que lo nuestro era pan mojado. Una especie de relación en la que ella necesitaba agarrarse a alguien y yo ser mantenido. Así de claro. Pero lo material, cuando se mezcla con los sentimientos, suele saltar por los aires. Y mi capacidad interpretativa es inversamente proporcional a la dignidad que me brota cuando me siento comprado. Y en aquel estúpido restaurante francés todo terminó por saltar por los aires. De hecho la ensalada de trufas silvestres apestaba a amonal. ¿O sería trinitrotolueno?

 

Pide Sauternes. Me da igual su precio. Yo sólo quiero que seas feliz.

 

Sabrina. Tú no quieres que yo sea feliz, sino que no se me pase por la cabeza la idea de marcharme.

 

Para nada Aspersor, para nada. Esto lo podría hacer con todos pero te he elegido a ti.

 

Te aconsejaría que la próxima vez que te guste alguien que ese alguien no se dedique a la prostitución.

 

No habrá próxima vez.

 

Y como un telón que en vez de cerrarse se te cae encima, me amotiné en el baño para sentado sobre un váter impoluto, ya que sólo pensaba y ni siquiera orinaba, tomar una decisión horrendamente necesaria: iba a decirle a Sabrina que ya era suficiente y que el Sauternes, magnífico vino francés, se lo iba a tomar ella sola. Que para un alcohólico no había peor síndrome de abstinencia que saber que con el abandono del hogar de Sabrina contraía una pérdida irrecuperable: aquella botella de genial vino de postre francés.

 

Aspersor, es un perfecto coupage de uvas Semillón, Sauvignon Blanc y Moscatel. Doscientos dólares. Botella numerada. Parece ser que sólo se distribuyen cinco mil al año. Un auténtico tesoro que no sé ni cómo habrá llegado hasta Camboya.

 

Se parecía a mí, en esas madrugadas españolas en donde justificaba mis ingestas según la calidad del caldo, cuando al hígado no le llegan más que grados alcohólicos. Pero incluso a sabiendas de que podía haber renegociado el acuerdo, doblando los ingresos o exigiendo un crédito a bajísimo interés e incluso una clausula donde reclamaría un viaje derrochador a solas por la alta California para al volver seguir viviendo bajo un techo subvencionado –¡y vaya techo!–, con esa nevera que parecía el pedido diario de El Bulli para cien comensales, repleta de verduras orgánicas, pescados salvajes de anzuelo, atunes rojos nipones y exultantes vinos blancos, decidí que ya era hora de seguir dando pasos en falso. A solas. Con mi maleta y mi espejo. Mis libros y mis sacacorchos patrocinados. Mis cajetillas de Marlboro y mis billetes de rieles –la calderilla de una Camboya dolarizada donde no hay más chatarra que la divisa local–. Sabrina, por supuesto, no se lo tomó bien. Si acaso, muy a pecho. Y como los tenía grandes temí un infarto.

 

¿Que me dejas? ¿Aquí tirada? ¿Con esta botella de Sauternes que te acabo de pedir para ti y que voy a pagar con mi dinero?

 

Sabrina, no quiero tu dinero. Tampoco tu corazón.

 

Esto es injusto. No sé qué tengo que hacer para contentarte. ¿Y si estoy preñada?

 

No lo creo. Debo ser estéril desde hace décadas. En mi vida cada descorche es una colleja contra todos mis espermatozoides que aunque creas haberlos visto en realidad no eran más que una ilusión óptica.

 

Podrías, al menos, haberme dado quince días. Como en los trabajos. Como los enfermos terminales, que siempre te van avisando con la ayuda del médico y los psicólogos, para irte preparando.

 

Sin mirar atrás cerré la puerta de aquel peñazo de restaurante francés y sentí de golpe, como tras un terrible porrazo, la vuelta a la realidad. Una realidad que me gustaba. Una realidad en la que padecía. Subido de paquete en aquella moto viejísima que en Camboya suelen hacer de taxi, recorrí el trayecto hasta mi casa mientras mi teléfono móvil no dejaba de sonar. Ya en el hogar dulce hogar, me tumbé en el sofá, que seguía oliendo a mí, abriéndome, para celebrar mi vuelta a los infiernos, el que yo considero que es el mejor vino del mundo: el Apóstoles. Un Palo Cortado jerezano, de González Byass, que a cada trago me iba retrotrayendo a un paraíso mental en donde, y a la vez que contaba los billetes de cien ganados (doce, restando los que me gasté), creí verme en una feria gastronómica con miles de puestos donde se podía comer y beber gratis ayudado por hermosas azafatas que con tacones como espadas llegaban a los dos metros de altura. Pero cuando la mitad del contenido de aquella botella pasó al interior de mi cuerpo debí quedarme dormido. Y al despertar, lo de siempre: setenta llamadas perdidas en el teléfono, la factura de la luz a punto de expirar en su último día de pago, una resaca portentosa, escasez de agua mineral en casa, y ese fascinante momento que se genera cuando todos los problemas se te aposentan en la cabeza y a la vez te miras en el espejo al escupir la pasta de dientes hecha espuma. Sonreí, qué cojones, y me apresuré para patearme las calles repletas de perdedores como yo, de previsibilidad, de nulos acontecimientos.

 

Tomándome un café hojeé el Cambodia Times mientras intercalaba la lectura de los veintisiete mensajes con los que Sabrina se había propuesto, sin quererlo, escribir una novela de amor y odio, de acelerones y frenazos, de delirios y reproches, con los clásicos altibajos en una mujer más sola que la una que se acerca de manera inminente a su defunción como madre sin haberlo sido. Remarco este mensaje que si llega a haber sido de voz hubiera valido como cuña radiofónica de telenovela a la antigua usanza: “Y si no me contestas en tres minutos ya será tarde, porque me habré suicidado”. Al cuarto de hora otro texto advertía que seguía con vida: “Has jugado con mis sentimientos. Ojalá te pudras en el infierno”.

 

Luego sonó el teléfono, al cual miré a hurtadillas, para deprisa y corriendo contestar a una llamada de un número desconocido. “¡Una clienta!”, grité. Pero nada más lejos de la realidad. Era Martina camuflando su identidad.

 

Hijo de perra, mal nacido, tengo que comprarme otra tarjeta de teléfono para poder decirte todo el daño que…

 

Luego colgué y llamé por teléfono a Linda, una escocesa que alquilaba una habitación en su casa. Porque en todo ese desbarajuste de amenazas y retrogustos a excelso vino jerezano y atún rojo japonés llegué a otra conclusión necesaria: no puedo seguir pagando a solas un piso cuando no lo uso más que para dormir, ducharme y leer. Así que a compartir. Y a poder ser con una muchacha, que nunca se sabe.

 

 

Joaquín Campos, 13/02/14, Phnom Penh. 

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