Tienes dos horas muertas, abres una botella de vino, jugueteas por internet, y te sale novia. Sabrina Rescaldani, se llama. 35 años. De Agrigento, en Sicilia. Cooperante. Que esta parte del mundo está infestada de ellos.
Cuando uno bebe sabe que al día siguiente se va a arrepentir de no pocas cosas. Aconsejo a los que superan la media en poco más de una hora de cuatro copas de vino que desistan de palpar el teléfono móvil, y en estos tiempos tan modernos, de investigar en internet esos perfiles de supuestas joyas físicas que luego no son más que recalcitrantes celosas que cercanas al final definitivo de sus periodos, y tras haber jugado con el tiempo como yo con su perfil en internet que decía buscar “relación seria”, se ponen a correr de liebre los 1.500, pensando en batir todos los records cuando el grupo hace tiempo que la rebasó.
Además, mis remordimientos me carcomen tras una buena pea: el baño se atora, la comisura de la boca se agrieta, la hernia se rebela, el bolsillo se resiente, y el hígado, aunque no se manifieste, manda mensajes de voz al cerebro que hasta las ocho de la tarde se los toma en serio y a partir de esa hora se hace el olvidadizo descorchando otra de tinto como si estuviera obligado por contrato. Pero repito: todo arrepentimiento tiene un valor asumible si lo comparamos con el drama inigualable que tras un tsunami alcohólico genera la resaca, esa perversa fémina que cogiéndote de la mano te mete en una de esas páginas web donde las gentes buscan parejas y además, es real. Por eso siempre he defendido el acceso libre al porno en la red. Que cuando consigues el clímax se acaba el problema mental.
Pero esta vez no caí en la paja al uso, metiéndome en no sé cuál página web donde casi sin iniciativa propia me abrí un perfil en el que incrusté la foto de un amigo –por supuesto, sin pedirle permiso, por lo de las dudas; y que me dé las gracias porque le respeté tanto que conservé mi auténtico nombre–. Luego caí en la cuenta de que debo ser la única prostituta –contando ambos sexos– a la que le da vergüenza mostrar el rostro en lugares de apariencia honrada y que luego se anuncia en el ‘Cambodia Times’ como meretriz con el único número de teléfono móvil que tengo, a donde llaman desde lituanos pasados de rosca hasta mujeres que buscan milagros así como mi familia y amigos.
Tras pasar la pertinente criba –porque en una página de enlaces lo que más cuesta no es encontrar novia sino rellenar los diversos formularios donde debes repetir contraseñas y demás datos hasta casi tirar la toalla– me pasé por la sección ‘mujeres buscan hombres’ –había otras como ‘mujer busca mujer’, ‘hombre busca hombre’, y la tan nativa de este trozo del planeta, ‘hombre busca ladyboy’– seleccionando casi en un instante a tres finalistas: Emily, americana, 42; Adele, alemana, 39; y Sabrina, italiana, 35. Como la fidelidad no es sinónimo del ser humano –y aún menos cuando soy meretriz, vivo en el sudeste asiático y todo estaba a punto de comenzar– envié mensajes a las tres que contestaron de manera pausada; o sea, dos horas después. Tras revisar los correos –en donde ya pedía una foto de cuerpo entero– deseché a la americana y a la teutona para lanzarle un órdago a la italiana: “Esta noche a las nueve en el Red Apron”. Lo que más me hace plantearme que todo lo que vivimos es una farsa, incluyendo desde el continente hasta el contenido, es que la gente vive en un paraíso artificial por culpa de internet. A la respuesta de Sabrina me remito: “¡Huy! ¡Qué rápido vas!”. Puede ser que yo, al ser hombre sin estudios y prostituto, acelere más de la cuenta. Pero no debemos olvidar que la página web de marras, donde además hay una sección ‘hombre busca travesti’, se titula ‘Love & Fun’ (Amor y diversión). Por lo que la italiana, que resultó ser de Sicilia, debía darme las gracias por no haberla citado directamente en un motel de neón rojo parpadeante y cubrecamas tres tallas más pequeño que su colchón plagado de ácaros y ladillas.
—Mira, yo no suelo quedar con nadie y cuando lo hago, me tomo mis días para meditar.
—Ya… y yo cobro por follar.
—Qué ganso eres. ¿Sois así todos lo españoles?
—Yo no me asemejo mucho a mis compatriotas ya que llevo mucho tiempo fuera y me mezclo poco con ellos; por suerte.
Suele pasar. Intentas llevarte al barro a la contrincante y ésta se aparta de la zona de riesgo. Por lo que acepté hablar de obviedades varias, dándome cuenta que la esbelta y radiante Sabrina, estaba en el crepúsculo de su vida productiva mental, aterrada por una soledad que ni mancha ni mata.
—¿Y has tenido muchas relaciones?
—Algunas. ¿Y tú?
—Una a la semana. Aunque siempre ruego que caigan más.
—¿Te estás riendo de mí?
—Sabrina, soy prostituto.
—Ya, y yo monja.
Una vez le dije a una novia que me había acostado con más de treinta travestis. Lo hice al inicio de la relación, para asentarla. Ella nunca se lo creyó. Por lo que asumí que en esta vida la mentira pesa más que la verdad salvo que ésta sea ridícula. Y tirarte a treinta y tres transexuales, en el fondo, es otro momento exitoso. Que el que cayó solo una vez en esa supuesta trampa sí que tiene mucho que perder. Luego se lo recordé cuando cada uno asomaba medio cuerpo por la puerta de salida de una relación hacia una vida mejor llamándome de manera exaltada “maricón”. Con Sabrina más de lo mismo. Hasta que me empeciné en que debía saber a qué me dedicaba.
—Sabrina, llevamos ya dos botellas de vino.
—Me encanta el vino. Y me encanta verte beberlo y comentar sobre él. En el fondo tú me…
—Sabrina. Alto. Para. He intentado decirte algo treinta veces y no pones atención.
—Aspersor, que sí, que pidas otra botella. De perdidos al río. Aunque si acabo muy borracha deberás…
—Sabrina: soy un prostituto.
—Y dale con eso. Ya veo que te encantan las bromas.
—Sabrina: yo cobro por hacer el acto. Aunque tú quedas exenta.
Y en vez de cruzarme la cara o contestarme ‘a qué se debe ese honor’, siguió sin creérselo; que en un momento de arrebato, me acerqué a la barra del Red Apron, donde aparte de una botella de Mencía berciano –sublime el ‘Pétalos del Bierzo’ de Álvaro Palacios– pedí un ejemplar del ‘Cambodia Times’, que ya manoseado por tantos clientes necesitados de noticias, me sirvió para hacer de mago ante una Sabrina cercana al coma etílico. Tal era la pea que siguió sin convencerse del todo.
—Ya, ya veo. Es el mismo número de teléfono que el tuyo.
—¿Y el anuncio qué oferta?
—Europeo… 39 años… alto y atlético… se ofrece para compañía de señoras y señoritas… también masajes…
—¿Y esto que significa?
Ya en casa ejecuté el acto sexual gratuito, una variante del de pago que me pareció igual de aburrido que todos aunque menos estresante. Nos dormimos a pierna suelta y a eso de las siete de la mañana comenzaron las confusiones.
—¿Pero yo qué hago aquí? –dando un salto sobre una cama que hasta ese mismo instante era una balsa de aceite.
—No sé, ¿dormir?
—¡Pero si estoy desnuda!
—Anda, ¡y yo!
—¿Me forzaste?
—Sí: te dije siete veces que trabajo haciendo la calle.
—–¿Pero qué dices?
Tuvimos una conversación extraña. Que paulatinamente iba haciéndose más y más densa. Las tazas de café humeante, el sucedáneo de zumo de naranja en cartón, y la desnudez de dos personas que se acababan de conocer y que ya polemizaban como si llevaran tres décadas juntos. Su aliento olía a perros muertos. Y por supuesto lo hicimos sin protección. Lo curioso es que ni se inmutó. Pero tras aceptar que yo cobraba por follar entró en fase de pánico.
—¿Y ahora qué voy a hacer? Creo que me gustas.
—Joder Sabrina: ¡pasa a la historia! Acéptame tal y como soy. Cuéntale a tus amigas la verdad.
—Si mi madre se enterara de que salgo con un puto se suicidaría.
—¿Y no se ha suicidado aún sabiendo que trabajas para Naciones Unidas?
Me besó. Y me dijo que estaba dispuesta a mantenerme si dejaba la calle. Fue tal el discurso que casi le digo que un tipo con tatuajes y mirada perdida tenía secuestrado mi pasaporte. Y que me daba latigazos si la recaudación a entregarle no era la suficiente. Pero desistí. Porque todavía no deseo finiquitar este momento laboral único del que aprendo a bocanadas. Lo que sí acepté fue quedar con Sabrina otra vez. Y le exigí respeto por mi profesión. Sorprendentemente Sabrina Rescaldani, como así anunciaba su pasaporte, se fue de casa dando saltitos que sospecho los generaba el amor que había creído encontrar. Yo, en cambio, me quedé en casa aturdido. Sin saber realmente por qué cuando bebo meto la pata hasta el límite de su ingle. Ahora tengo novia o proyecto de ello. Y para entrar en materia me despido con su último correo, que anuncia mar de fondo nada más acercarnos a la orilla: “Mañana si te parece bien quedamos para comer. Espero que no te llame ninguna clienta”.
Joaquín Campos, 03/02/14, Phnom Penh.