Podemos leer en Cool memories: “La teoría no se basa en hechos consumados, sino en los acontecimientos venideros. Su valor no está en los acontecimientos que aclara, sino en la onda de choque de los que prefigura. No actúa sobre la conciencia, sino directamente sobre el curso de las cosas, del que saca su energía. Así que conviene diferenciarla perfectamente del ejercicio académico de la filosofía y de todo lo que se escribe en función de la historia de las ideas”. Hay al menos tres razones para el desprecio filosófico de Baudrillard y la posibilidad de sentarlo en la misma mesa de un Agamben, un Deleuze o cualquier otro pensador considerado ontológicamente serio. Un desprecio culto que sería el envés de su triunfo mediático. Por un lado, para la erudición filosófica, Baudrillard apareció pronto enfangado en el éxito de una jerga fácil, una retórica que parecía confirmar su cinismo: olvidar a Foucault, a Marx, etcétera. Desde la sesuda filosofía universitaria no es fácil tomar en serio ese aparente impresionismo sociológico, demasiado rápido y excesivamente fundido con la cultura de masas. Aunque un impresionismo similar sea hoy encarnado por Žižek, a éste siempre le ha protegido su aura de radical y provocador. Por otra parte, con sus ironías sobre nuestros valores ilustrados y democráticos, con su empatía declarada hacia las sociedades exteriores –a la manera de Pasolini–, Baudrillard es políticamente deleznable. En este terreno ha marcado un punto de inflexión sin retorno su artículo El espíritu del terrorismo. Sin contar el escándalo que dicho artículo suscitó en Francia, en España Savater y Pardo tomaron en su momento distancias con este análisis “inmoral” del 11 de septiembre [1].
En tercer lugar, y esto es quizás lo más grave conceptualmente, es evidente la incomodidad de nuestro pensamiento, también el de corte heideggeriano –sea a la manera de Derrida o de Lacan–, con el intento por parte de Baudrillard de mantener el referente de una singularidad no representable, un acontecimiento simbólico inaccesible al sistema de tránsito que es la cultura. Empeñada en huir de cualquier relación directa con la contingencia real, el rencor de nuestra filosofía con Baudrillard es curiosamente equivalente, en este punto, al que se mantiene con el Lacan de la referencia en lo imposible, precisamente a la caída de cualquier referente representacional [2]. Pero el caso de Baudrillard es más grave. Lejos de todo eurocentrismo ilustrado, él mantiene una referencia constante a la inmediatez, impolítica y política a la vez, de la vitalidad popular. Precisamente Olvidar a Foucault tenía ahí uno de sus soportes. Su complicidad con el estatuto irónico de la singularidad cual sea, hace a Baudrillard menos histórico, menos occidental y heideggeriano que a Foucault. Aunque es preciso recordar que el respeto a un autor no tiene nada que ver con repetir sus esquemas –el propio Foucault fue acusado de “traidor” por sus ataques a la escolástica marxista– las críticas a Foucault, que casi nadie se ha tomado la molestia de leer, condenaron a Baudrillard al ostracismo.
1. Virus en la pantalla total
De manera similar a Nietzsche frente a Hegel, Baudrillard sólo se plantea un paso más allá de Foucault, una mayor consecuencia en el análisis de un poder contemporáneo que, ya según Foucault, no tiene un centro jerárquico localizable y emana más bien de una pulsación inmanente. “Cuando el poder se acerca al deseo, cuando el deseo se acerca al poder, olvidémoslos” [3]. Se trata, en esta óptica, de que Foucault y Deleuze seguirían demasiado cercanos al marxismo, a esa mitología política en la que se concentra nuestra voluntad metafísica de superación, con la historia y su teleología suprasensible: “El deseo no es más que la versión molecular de la Ley” [4]. Según esta crítica, la inversión operada por Foucault, desde la centralidad represiva a la positividad móvil del poder, es una peripecia que prolonga nuestras ilusiones ilustradas. Foucault continúa el discurso de lo político – “no se sale jamás de él”, dice Baudrillard–, cuando de lo que se trata es justamente de comprender “la indeterminación radical de lo político, su inexistencia y su simulación y lo que, partiendo de ahí, devuelve al poder el espejo del vacío” [5]. El secreto de los grandes políticos, como el de los grandes teólogos con respecto a Dios, sería saber que el poder no existe.
El problema es que sólo concedemos sentido, según nuestro imaginario ilustrado, a lo que es irreversible. “Acumulación, progreso, crecimiento, producción, valor, poder, y hasta el mismo deseo, son procesos irreversibles (inyectad la mínima dosis de reversibilidad en nuestros dispositivos económicos, políticos, institucionales, sexuales, y todo eso se derrumba inmediatamente). Es eso lo que asegura hoy a la sexualidad esa autoridad mítica sobre los cuerpos y los corazones. Pero eso constituye también su fragilidad, como todo el edifico de la producción” [6]. Por el contrario, según Baudrillard todo lo real tiende a la reversibilidad, a una suerte de dialéctica inmóvil que mantiene una relación circular entre la muerte y la vida. De ahí que la seducción sea más fuerte que la producción y la sexualidad. Sobre esta equívoca palabra, que ha despistado también a Tiqqun, Badiou comenta al final de La filosofía, otra vez: “Comprendamos así la función socrática de corrupción de la juventud. Corromper la juventud quiere decir establecer una hostilidad seductora contra el régimen normal de la seducción”. Se trata de la seducción que ejerce, en contra del fetichismo de la mercancía, el enigma de la objetividad real, sea o no manejada por un sujeto. Es un proceso cíclico y reversible de desafío, de puja y de muerte. Prolongando la crítica a Marx y a la “hipoteca conservadora del pensamiento crítico”, Baudrillard insiste en que con Foucault seguimos en un “estadio del espejo” del capital acunado por las sirenas de la dialéctica. “Simplemente, el rompecabezas de la guerrilla ha sustituido al tablero de la guerra” [7]. Y Baudrillard insiste en que, incluso pensando en la eficacia política, es importante evitar el maniqueísmo del enfrentamiento.
El desafío de lo real es algo muy lejano al enfrentamiento ideológico y, en todo caso, lo contrario del diálogo: crea un espacio no dialéctico, ineludible. “Hoy, bajo el empuje de ese desafío, es toda la sustancia de lo político la que se viene abajo. Hemos llegado a un punto en el que ya nadie asume el poder ni lo quiere, no por cierta debilidad histórica o de carácter, sino porque el secreto se ha perdido y nadie quiere aceptar el desafío. Tan cierto es que, basta con encerrar al poder en el poder para que muera” [8]. La obsesión con el poder en Foucault y Deleuze se debe a que, por su fidelidad al esquema ilustrado de Marx, han perdido de vista el peso político y movilizador de la exterioridad real, del secreto común a existir. La existencia es mortal, pero su secreto es jugar con eso, saber que ese abismo es pueril. Es como si, a los ojos de Baudrillard, a los dos pensadores post-estructuralistas les faltase la sabiduría de Nietzsche, de Bataille o Canetti. Los dos amigos abandonan demasiado pronto el peso universal de lo impolítico, presente tanto en la inmediatez espectral del aquí como en las culturas bárbaras del allá, para pasar al canon de nuestra obsesión política, esa productividad lineal que caracteriza a la cultura occidental.
Desde mediados de los años setenta Baudrillard rompe con los análisis clásicos de la izquierda. Y esto sigue hasta el final de sus días. En un texto tardío, lo que él llama hegemonía implica el fin de lo que llamábamos dominación. El terrorismo, por ejemplo, es una forma de desafío y violencia que responde en su terreno a un poder mundial que no sólo se ha apropiado de la riqueza económica, sino que ha logrado hacerse con la propia realidad. “Se ha producido una confiscación generalizada –de la soberanía y de la guerra, de los deseos y de las voluntades secretas, del sufrimiento y de la rebeldía– a través de una inmensa simulación, un gigantesco reality show, en el que todos nos limitamos a interpretar un vergonzoso papel” [9]. Vivimos de hecho en la transición hacia otro orden distinto al de la dominación. El golpe de gracia del Capital ha sido la subordinación de la realidad misma al orden económico, de suerte que ya nada puede pensarse en otros términos. Más allá de la explotación material del mundo entero, que a Baudrillard no se le ocurre negar, se ha producido un sometimiento de las mentes a un único modelo, de forma que cualquier otra perspectiva, cualquier apuesta simbólica diferente, se ha vuelto inconcebible.
Virtualmente se nos concede todo, dice, en medio de una especie de liberación obligatoria. Hasta ahora, todo se había ordenado en torno a la tensión entre las necesidades y su satisfacción, entre los deseos y su consecución. Las posibilidades siempre quedaban muy por debajo de las aspiraciones, lo cual configuraba una situación crítica que dio lugar a distintos conflictos históricos. En la actualidad ocurre aproximadamente lo contrario. Las necesidades, los deseos y las aspiraciones ya no están a la altura de las posibilidades que se ofrecen desde el ámbito de la comunicación, la información, la movilidad o el ocio. Aquí es donde se encuentra hoy la verdadera fractura: en la saciedad, en la saturación, en la anticipación de las respuestas a todas las preguntas, en una realidad integral que absorbe todas las veleidades de superación, de sueño o de revuelta, en la precesión de los modelos [10]. Ya no estamos sometidos a la opresión, a la desposesión o a la alienación, sino a la profusión y al tutelaje integral. Es claro que, cuando esta burbuja cultural se acabe desinflando por el pinchazo de la expansión económica, el desarme de la gente –ese “público cautivo” que Baudrillard también ve configurarse en los escenarios del arte contemporáneo– y de su vanguardia marxista tradicional, va a ser completo.
Sucumbimos al poder de quienes deciden soberanamente sobre nuestro bienestar y nos colman de favores –seguridad, prosperidad, convivialidad, welfare– abrumándonos con una deuda infinita, imposible de saldar. Bajo esta realidad, Baudrillard buscar continuamente el punto de intolerancia, provocar que aflore lo excluido en este estado espectacular de bienestar. Por eso comenta: “Decididamente, hoy en día es preciso luchar contra todo lo que nos procura bienestar: porque el secreto de la hegemonía consiste, precisamente, en el levantamiento de las prohibiciones y en la suspensión de todo el sistema de valores que llevaban asociadas, en la permisividad, en la tolerancia y en la transparencia excesivas. Lo cual nos lleva a una revisión radical de las relaciones entre el bien y el mal” [11]. Nuestra visión humanista y económica del ser humano no nos ayuda a concebir un nivel simbólico en el que la gente se rebele por recibir demasiado, por recibirlo todo sin posibilidad de devolución, por ver reconocida una libertad total que conlleva, al mismo tiempo, la obligación de “disponer de uno mismo de forma integral”. Todo cuanto cabía entender como una conquista de los tiempos modernos es susceptible de una inversión que lo presente como una nueva forma de servidumbre. Esta visión mantiene cierta complicidad con esa idea de Tiqqun –por supuesto, ellos jamás citan a Baudrillard– de que hemos sido expropiados de la violencia constitutiva a nuestra forma de vida. ¿Puede una izquierda asumir este viraje perverso del poder que no se habría dado sin la colaboración crítica e ilustrada que ella misma representa? Esto es lo que propone desde hace años Jorge Alemán con la idea de una “izquierda lacaniana” [12], pero parece obvio que esta iniciativa –aliar la sabiduría extática de lo real con otro progresismo– no es fácil.
Fijémonos cómo, al menos desde 2005, Baudrillard adelanta la esterilizante crisis social y económica actual –sobre todo en Europa– y la perplejidad de la izquierda en ella: “Tal como se entiende tradicionalmente, el mal sólo existe desde el punto de vista de su relación con el bien. Es, por tanto, un mal relativo. Pero hoy existe otra forma del mal, el mal absoluto que nace del exceso de bien, de la proliferación desenfrenada de desarrollo tecnológico, del progreso infinito, de la moral totalitaria y de la buena voluntad universal. En consecuencia, el bien absoluto se transforma en su opuesto: el mal absoluto. Pero mientras que el mal, en la tradición moral o teológica, no ha tenido nunca esencia propia ni raíces, ni finalidad alguna –y siempre ha sido, en el fondo, una ilusión–, el bien, por el contrario, sí poseía una finalidad ideal y ésta es, precisamente, la que se desvía, por exceso, hacia lo catastrófico” [13]. ¿No es esta una explicación metafísica de esta crisis generada, en el corazón de nuestro sistema, por su corrupción estructural, por la especulación terciaria del capitalismo financiero? “Así, un proceso catastrófico ocupa el lugar del trabajo de lo negativo. El sistema entra en una estrategia fatal de desarrollo y de crecimiento, se muestra incapaz de impedir la realización de su destino, sus implacables mecanismos de reproducción lo abocan a una suerte de autodestrucción. Cabría decir que se autocanibaliza. De esta suerte, mientras la negatividad se disuelve en el corazón del sistema, el poder provoca su propia caída una vez concluida su realización y un inmenso trabajo de duelo sustituye al trabajo de lo negativo” [14].
Podemos leer en este último párrafo una diagnóstico de la situación actual de una izquierda que, después de implicarse hasta las heces en la gestión de la burbuja económica y cultural que ha preparado la catástrofe, pasa después a ocupar el rol de “conciencia infeliz” del sistema, dirigiendo una cultura de la queja que sirve de alivio oficial y mecanismo de drenaje. Ya se sabe, la libertad de expresión es el último opio del pueblo. Así pues, ¿cómo despiertan los que no están dormidos, sino anestesiados por la visibilidad total, por una vigilancia universal que no necesita vigilantes? Baudrillard concluye, remachando su secesión de un pensamiento crítico tradicional en el que incluye, desde Marx, a Foucault y –posiblemente con más dudas– Deleuze: “En el orden de la dominación todavía había lugar para el trabajo histórico de lo negativo. La desaparición de lo negativo inaugura la era de la hegemonía. Desde entonces, en este imperio virtual del bien, en esta positividad total, en esta realidad integral, el pensamiento crítico ya no puede subvertir el sistema desde dentro. Es el fin de las contradicciones, de las relaciones de fuerza: el fin de la violencia revolucionaria” [15]. En otras palabras, para Baudrillard la complicidad de las alternativas progresistas con el sistema es total: ellas son el sistema. Sólo quedan reformas que suavizan y prolongan la agonía, mientras esperamos la implosión del actual orden social desde dentro… y su probable coincidencia con algunas invasiones bárbaras.
2. Un moralista peligroso
Es normal que la izquierda canónica no quiera saber nada del “integrismo vacío” que unifica nuestro orden cultural. En Imperio, Negri y Hardt vinculan rápidamente a Baudrillard con las últimas derivas “surrealistas” del posmodernismo francés [16]. En efecto, Baudrillard es un “nostálgico”, imperdonablemente. Salvando las distancias, es nostálgico del mismo desierto espectral, de la misma indeterminación que constituía el suelo de Nietzsche, de Bataille o del mejor Deleuze. Nostálgico de una universal individuación sin sujeto que acaece aquí y ahora, en este “desierto” sin traducción que es la presencia real, suma total de nuestra posibilidades. Si Baudrillard, tal como lo entiende la lectura cultural –o el desprecio filosófico, que es su envés–, se limitara a cantar cínicamente las excelencias del simulacro, sólo estaría llevando a un extremo divulgativo la apuesta entera de la filosofía de corte deconstructivo. Al fin y al cabo ésta, cuyo auge coincide curiosamente con la potencia fragmentadora de la informática, apuesta a piñón fijo por la dispersión del referente, por una caída referencial que convierte automáticamente a la elite conceptual en árbitro de la situación, poseedora exclusiva de la interpretación en un mundo donde la exterioridad común ha desaparecido.
En este caso, Baudrillard sólo sería el hermano pequeño de toda la operación filosófica. No es el caso. Precisamente el autor de Cool memories acusa a la filosofía de procurar por todos los medios bloquear lo real, su acontecer imprevisible. Terminemos con el capítulo de rencores recordando que también a Ortega se le ha llamado “periodista”: en definitiva, porque entendía que la “ontología” consistía, no en un metalenguaje erudito, sino en poner en crisis lo óntico, nuestro andamiaje de instrumentos, a través de la crítica de sus formas actuales. En los dos casos, evidentemente muy distantes, se intenta una experimentación con el presente en la que el pensador no se mantiene a salvo desde una reserva garantizada por la tradición. La interpretación filosófica habitual se realiza desde una distancia que sobrevuela su objeto, desde el lugar seguro de una erudición que mantiene la exclusiva del pensar en la cabeza de unos pocos maestros instituidos. Frente a tal ejercicio de poder, a pesar de sus insalvables diferencias, Baudrillard estaría cerca del Deleuze que afirma: “Yo propongo conceptos casi en bruto, mientras que otros trabajan con más mediaciones (…) Nunca he abandonado un cierto empirismo que actúa mediante una exposición directa de los conceptos” [17].
Baudrillard compartiría con el Žižek de hace pocos años el diagnóstico de unas nuevas clases privilegiadas comprometidas en ese “complot contra lo real”, empeñadas en bloquear su potencia soberana: para empezar, en el plano de la percepción. Salvo excepciones honrosas, para Baudrillard los intelectuales se mantienen agrupados para deconstruir la exterioridad, para que lo real no ocurra. En este sentido, la izquierda y la derecha reconocidas son profundamente cómplices. En el fondo, tras la inagotable lista de sucesivos demonios inducidos, para ambos bandos de la alternancia el mal es simplemente lo real, la existencia que siempre queda fuera. El crimen perfecto, sin rastro ninguno de cadáver, es el asesinato de lo real a manos de una clonación cultural generalizada que busca no dejar rastro. Según Virilio y Baudrillard, el “puritanismo” ideológico de lo digital tiene aquí su asiento. La misma Europa de los pueblos es duplicada en el actual “grado Xerox de la especie” [18], este producto aguado de azul y estrellas que, imitando de hecho el modelo norteamericano, se intenta imponer a las viejas comunidades nacionales. En un cierto momento Baudrillard llegará a unir el no de la “Francia profunda” a la Constitución europea con la revuelta incendiaria de las barriadas donde se hacinan los inmigrantes [19].
¿Qué significa, en otra conexión latente con Pasolini, la continua simpatía por las masas, tanto de los países pobres como del extrarradio de nuestras naciones ricas? [20]. Simpatía no sólo por la resistencia sorda de los pueblos a los valores culturales de la elite occidental, sino también por su soberana indiferencia a la alta cultura ilustrada, con esa “desaparición paródica” de las masas en el fondo estadístico de las pantallas. Esa indiferencia, esa desafección que crea esperanzas en Baudrillard, es despreciada por la burocracia intelectual como algo tosco y bárbaro, aunque Sloterdijk y otros hayan puesto ocasionalmente alguna nota discordante. De cualquier modo, Baudrillard está más allá de lo que se llama ideología, incluso en sus versiones post-estructuralistas. De hecho, acusaba a Foucault de estar demasiado prendido de ella. Frente a él, el autor de El espejo de la producción mantiene una “revuelta metafísica”, una apuesta impolítica no lejana de Agamben y de una comunidad que viene a ráfagas, a golpe de acontecimiento [21]. Con una actitud aparentemente más cínica, menos militante y comprometida que la de Pasolini o Virilio, Baudrillard insiste en que la crisis del sistema –suponiendo que algo así pueda ocurrir, dado que vivimos en el sistema de la crisis– vendrá más por el choque con las culturas exteriores que por el trabajo crítico de una izquierda que de hecho, a nivel mundial, se limita a la cogestión, a contentarse con ser el ala cultural del orden establecido. En efecto, en todas las confrontaciones que mantenemos con el exterior –sea el velo de las chicas musulmanas en nuestras escuelas, la “guerra étnica” en los Balcanes o el actual conflicto sirio– el apoyo conceptual de la izquierda ha sido fundamental para la unanimidad de nuestras iniciativas, cosa que confirma para Baudrillard el papel perverso de la alternancia en nuestro “integrismo del vacío”.
Frente al consenso y la alternancia Baudrillard insiste en que la mundialización es esencialmente inmoral, una mascarada que oculta las nuevas formas de poder ilustrado sobre unos otros que resisten con su atraso. Por tal razón no puede evitar cierta empatía con las formas desesperadas de resistencia. “Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización”, se nos recuerda en El espíritu del terrorismo. Fijémonos en cómo este pensador, con fama de cínico no comprometido, retrata la infección del poder occidental en uno de sus últimos textos: “Si ya no podemos escenificar nuestra propia muerte es porque ya estamos muertos. Y estas son la indiferencia y la abyección que planteamos como reto a los otros: el desafío de envilecerse a su vez, de negar sus propios valores, de mostrarse al desnudo, de confesarse, de admitir; en definitiva, de responder mediante un nihilismo como el nuestro. Procuramos arrancarles todo esto a la fuerza, mediante la humillación en las celdas de Abu-Ghraib o la prohibición del velo en las escuelas. Pero eso no nos asegura la victoria: es preciso que vengan por su propio pie, que se autoinmolen en el altar de la obscenidad, de la transparencia, de la pornografía y de la simulación mundial; que pierdan sus defensas simbólicas y emprendan por sí mismos el camino del orden liberal, la democracia y el espectáculo integrales” [22]. ¿Se atrevería Deleuze a una crítica así de amarga al conjunto de este capitalismo cultural que, para odiar lo real, necesita el concurso de la izquierda?
No parece justo acusar a Baudrillard de desentenderse de cualquier relación con la crítica y sostener un discurso meramente provocador. Ahora bien, desde nuestro conservadurismo móvil, la sospecha se puede mantener: ¿para quién espía, para quién trabaja un pensador como él, traidor al consenso en un mundo sin bloques, en un pluralismo occidental amenazado por toda clase de fundamentalismos? Toda la labor política de Baudrillard consiste en denunciar minuciosamente la ferocidad unitaria de la diversidad occidental. Y esto se hace desde le reivindicación de un suelo que otros pensadores desprecian como impolítico; desde una actitud solidaria con la singularidad sin concepto, el ser-afuera que hace de Occidente un mundo cerrado. De ahí la apuesta constante por un exterior que carece de imagen o está directamente satanizado. Lo cual no es poco en este mundo dominado por una política convertida, gracias a la ayuda inestimable de la izquierda, en mera gestión mediática de una inmediatez real con la que no podemos tener ningún trato directo. Gestión que, por cierto, siempre falla ante los vestigios del acontecimiento, sea éste el 11 de septiembre, la actual crisis económica o las revoluciones árabes.
Se da en Baudrillard una especie de populismo, una simpatía política por la masa bruta del pueblo, por el devenir imprevisto y comunitario de lo social. Por tanto, sí hay crítica: para él la “derecha”, como enemigo fundamental, es un fantasma que nos inventamos para no ver la abyección del conjunto del sistema y el colaboracionismo de la clase política con él [23]. Incluso en su xenofobia, la derecha sólo dice en voz alta lo que piensa, con la boca pequeña, la superestructura democrática. De ahí que cuando estas posiciones se explicitan, cosa que en El espíritu del terrorismo ocurre más abiertamente, resulta tan hostil para nuestro mundo ilustrado que no podemos tomarla en serio fácilmente. De cualquier modo, la radicalidad de Baudrillard parece dejar a los intelectuales, comprometidos con la gestión del actual estado de cosas, un poco mudos.
Ante todo, olvidar a Foucault significaba superar el efecto Foucault, la corriente de opinión que se organizaba en torno a él [24]. Se trataba de rebasar el automatismo y la buena conciencia radical, su ignorancia de lo impolítico, de las otras culturas y del papel perverso que representamos frente a ellas. En suma, olvidar la cantinela izquierdista de un poder separado de la cotidianidad, que no nos implica a todos. Atacar a Foucault era, como antes se hizo con Marx, atacar la mitología política occidental, esta concentración ideológica de una metafísica de la superación. Desde entonces, arrancando a Foucault de la nueva ortodoxia, Baudrillard siempre ha buscado localizar la intolerancia principal, el grado cero de este nuevo poder múltiple, lúdico y consumista, en el que la izquierda –incluyendo la gloriosa generación del 68– participa a fondo. De ser así, el método de Baudrillard sería en el fondo bastante foucaultiano. Comenzaría por la pregunta: ¿qué es lo excluido, por la izquierda y por la derecha, para que la Democracia se erijan en campo de saber, en episteme global? ¿Qué es, en suma, necesario excluir entre nosotros para que la Economía, como poder sin separación posible, siga manteniendo su hegemonía? Desde la certeza de una mítica “separación de poderes” que queda anulada en el poder unificado e incontestable de la economía, la respuesta es –no en lo político, pero sí en lo filosófico– paralela a la de Agamben: lo excluido es la singularidad cuyo ser es venir, reaparecer una y otra vez como lo necesariamente contingente. Nuestra política de integración supone en realidad una exclusión de masas, voluntaria y personalizada. Sexualidad, democracia, cultura, pluralismo, información: Marx y Freud vulgarizados son útiles como nuevo combustible del viejo racismo de Occidente, sólo que ahora disperso sobre la existencia cual sea. Baudrillard se ha propuesto traicionar esa violencia autista.
De ahí que se de en él una crítica constante de los Derechos Humanos como arma política de penetración. Las estrellas personalizadas de este dispositivo abstracto son vistas como un arma implacable de coacción, del desarraigo que necesita nuestro concepto de libertad. En El continente negro de la infancia se traza un panorama inquietante de la explotación postmoderna que concretamos sobre los menores [25]. Se critica ahí otra modalidad de nuestra intolerancia radical hacia cualquier existencia que se mantenga fuera de nuestra guardería social, de la religión de la cobertura. El niño, la mujer, el viejo, el inmigrante son especies en vías de extinción a manos de un reciclaje de la vida en sujeto de derechos. Frente a esta ofensiva global, Baudrillard, apuesta provocativamente por la superioridad del niño mudo y de la mujer-objeto; apuesta por la seducción que ejerce una existencia que resista todas las ofertas de reconocimiento, de reterritorializarse en identidades reconocidas [26]. En este punto Baudrillard mantiene hasta el final, no tan lejos de Foucault y Deleuze, una constante ironía sobre las minorías cristalizadas, convertidas de hecho en armas sutiles de la mayoría moral. Conservadores y socialdemócratas estarían unidos, a la postre, por su voluntad de socializar a ultranza, de liquidar cualquier singularidad –individual, genética, familiar, cultural– que aparezca por fuera de la concentración social, trenzada por la convergencia de mayoría pragmática y minoría cultural.
Una muerte a tiempo es la eternidad, la única eternidad posible. Pero se da actualmente un pánico cultural a la ruptura, a la decisión, a cualquier cosa que interrumpa el consenso infinito del consumo [27]. Frente a esa posibilidad de la ruptura, nosotros apostamos por el consenso interminable, en definitiva, por la sala de espera que es lo social. Exiliados en la promesa de esta seguridad gregaria, nos mantenemos en una indecisión patética, un enmudecimiento común cuya otra cara es el decisionismo delegado en los medios. Digamos que, en la vida y en el pensamiento, Baudrillard defiende la “acción directa” de la singularidad sin concepto. Reivindica, en este sentido, una buena relación con la violencia, una violencia anómala [28]. Esto no significa defender necesariamente el “paso al acto” espectacular, la violencia desatada que es el pan nuestro de cada día, sino lo que late en el reposo de la existencia. Para empezar, la violencia simbólica de la vida que se detiene, que respira y conspira en secreto, fuera de la velocidad de la transparencia. Al faltar esta violencia anómala del mero existir, Baudrillard insiste en que un odio larvado se extiende por doquier, cebándose en cualquier ente, nación o individuo, que aparezca por fuera de la gigantesca pantalla del control.
De este odio sólo se salva el otro en cuanto víctima, en cuanto se presenta desarmado y pidiendo reconocimiento. Los llamados “pasillos de la solidaridad” son en realidad pasillos de vampirización, pues a través de ellos esta sociedad carnívora, exiliada en la lógica del “cero muertos”, se aprovecha de la energía de los parias del exterior. Todo el sistema de la comunicación tiene una función endogámica y está encaminado a exorcizar el mal, a blanquear el malestar interno [29]. Esto vale incluso para el simulacro de la guerra, que tiene lugar sobre todo en una televisión que gira sobre sí misma, entreteniendo al bienestar occidental al lado de los deportes y muy cerca del reality show generalizado. En nuestro feroz maniqueísmo es necesario siempre colocar el mal fuera, exorcizarlo: convertir la angustia en un mal localizado que se acerca, como diría Heidegger. Así es el mecanismo de la información, funcionando para la consistencia interna del circuito global. Frente a esta lógica incestuosa, Baudrillard se atreve a proponer que pensemos un Bien que solamente consistiera en el asimiento del Mal, no en su exclusión maniquea [30].
Hoy cualquier cosa, incluyendo lo más absurdo, se justifica a la postre en que genera empleo. Pero esto señala justamente la ocupación y el empleo del tiempo como metas finales. En la época imperial de los medios, el fin es que la mediación sea incesante. Y esto confirma que el único objetivo de nuestro nihilismo global es mantener el circuito cerrado de la circulación, el fetichismo de lo Social como mercancía. Denunciar este circuito, el de la información, significa diagnosticar el terrorismo como envés de la transparencia mundial. Existe para Baudrillard un espíritu del terrorismo, una cultura y una política detrás de él, no sólo una causalidad aberrante que lo explica. Ciertamente, un sistema global es en sí mismo fatal, infinitamente frágil: un pequeño hackerfilipino, poniendo en circulación el virus I love you, es capaz de crear el pánico hasta el centro mismo de la Red. Igual que las Torres Gemelas, en su elevación, son infinitamente frágiles ante un envite de alta definición que utilice a fondo nuestras armas técnicas y provenga de abajo: por ejemplo, empuñando la propia muerte en un mundo donde nadie da su vida por nada. Lo verdaderamente terrorista, en la cultura del cero muertos, es que alguien durmiente esté dispuesto a dar su vida por algo, por cualquier causa. De ahí el terror generalizado hacia todo lo que no se manifiesta, lo que no se conecta y toma decisiones al margen.
No hay ganancia sin pérdida, insistía Freud. Cada avance conlleva su accidente específico, repite Virilio. Y Baudrillard está cercano a esta sabiduría, de ahí que piense que un despegue global conlleva un accidente global. Para empezar, el hombre desarrollado tecnológicamente es un marginal en el mundo de los sentidos. Por eso la inteligencia occidental, armada con toda clase de prótesis tecnológicas, no detecta nunca lo que se acerca reptando con otra lógica, sea un tsunami o los nuevos conflictos virales. Para empezar, esta crisis mundial generada en el corazón mismo de Wall Street.
Igual que los cuerpos y las mentes necesitan el roce con un horror externo, todo nuestro sistema necesita en realidad la catástrofe. El orden vigente desea la catástrofe, como se vio en las múltiples premoniciones mediáticas del 11 de septiembre neoyorquino, y necesita un continuo estado de excepción que mantenga una sociedad que, como decía Debord, sólo puede ser apreciada por sus enemigos. Sería útil analizar en qué aspectos, a pesar de su aparente falta de agresividad ideológica en un sentido tradicional, el libro América preveía ya esta catástrofe actual generada desde dentro, desde la metástasis un poco obscena del propio desarrollo. En cualquier instante, al mínimo pinchazo, está a punto de producirse una depresurización de nuestra cabina artificial. La velocidad de la nave social, nuestro actual Titanic económico y tecnológico, convierte a cualquier punta de exterioridad en un iceberg potencialmente mortal. De ahí la furia de nuestro orden político, insiste Baudrillard, con las pequeñas naciones que resisten, con las sectas o los sujetos que caen del lado del mal. En momentos críticos, la misma lógica expansiva que es la baza del capitalismo frente a la finitud, este fetichismo de la multiplicación, se convierte en una característica fatal, pues propaga hasta el infinito el más mínimo grumo de opacidad, de contaminación exterior.
Se trata, para empezar, del efecto propagador de la información, a su vez terrorista, que el terrorismo conoce muy bien. Justamente las oleadas continuas de pánico, la cultura del riesgo, la hipocondría generalizada proviene en esta sociedad de que lo gigantesco presiente su infinita fragilidad ante lo pequeño, armado con la potencia de una relación afirmativa con la muerte. Eso es lo terrorífico para nosotros, que alguien esté dispuesto a morir. Que algo, libre del canon nihilista, no le tenga miedo a la muerte.
Sobre esta remota y temible posibilidad, nuestra norma es la ideología de la seguridad, el maniqueísmo de la cultura preventiva, de la medicina y la arquitectura preventivas. Exiliados en el limbo de la cobertura técnica, nos condenamos a lo irreparable de cualquier irrupción exterior. Y esto, básicamente, debido a que el confort y la seguridad atraen el accidente como un imán. El terror proviene en realidad del corazón de la obscenidad transparente. Nace de la respuesta fatal del cuerpo físico –cáncer, sida, alergias– y del cuerpo social –crimen, desafección, corrupción– a la promesa de la mediación, de la promiscuidad continua. El globalitarismo de la pantalla integral crea el temor generalizado a un potencial accidente. Un temor completamente justificado, pues hemos perdido la tecnología para lo contingente. Como diría Tiqqun, la frágil positividad de este mundo sólo se alimenta de una suspensión provisional del instante, esa fortaleza vital de la muerte con la que amenaza toda presencia real [31].
3. El grado cero del nihilismo
De una manera no muy lejana a Deleuze, existe una empatía lógica de Baudrillard con la tosquedad de la cultura norteamericana, con su fuerza casi geológica. Frente a la hipocondría de una cultura europea que siempre nada en torno a los padres, es preciso buscar el grado cero de nuestra cultura, la fuerza de la incultura [32]. Es importante mantener la atención hacia el nihilismo de fondo de nuestra sociedad, su momento de inercia frente a todo lo que sea relieve y singularidad. Para analizar el presente, es preciso partir otra vez del desierto, de una zona cero o punto indiferente de sentido. En este aspecto, la América de los años 80 resulta fascinante, pues parece permitirnos comprender la furia de nuestro integrismo instintivo. Bajo la apariencia multicolor de su cálida sonrisa, Estados Unidos representa una impiedad generalizada, absolutamente moderna.
El secreto de América, el secreto de su fuerza y su energía, no es un vitalismo primario que en Europa habríamos perdido, sino la hiperreal modernidad de un nihilismo total, eso que sólo con las dificultades propias de una venerable tradición intentan Europa, Rusia o Japón. Como si los estadounidenses invirtieran cierto emblema célebre para mantener la clave de su poder: Piensa localmente, actúa globalmente:
“Estados Unidos se venga a su modo del desprecio de que es objeto. Es su forma de demostrar su poder imaginario, porque si hay algún ámbito en el que este país sigue siendo inigualable y está llamado a conservar una importante y duradera ventaja es precisamente –más allá del terreno financiero y armamentístico– en esa huida hacia delante en la mascarada democrática, en esa empresa nihilista de aniquilación de los valores y de simulación total. El resto del mundo asistimos fascinados a esta forma extrema de burla y de profanación de los valores, a esta obscenidad radical y a esta impiedad total de un pueblo (por otro lado profundamente religioso). Disfrutamos desde el rechazo y el sarcasmo de esta vulgaridad fenomenal, de un universo –político y televisivo– que al fin ha alcanzado el grado cero de la cultura. Y ése es también el secreto de la hegemonía mundial. Lo digo sin ironía y con admiración: Estados Unidos domina y, al mismo tiempo, se venga del resto del mundo –al cual sirve de modelo– mediante el simulacro y la simulación radical (…) Es la carnavalización del poder. Un desafío imposible de afrontar, pues no disponemos ni de una finalidad ni de una contra finalidad que oponerle” [33].
Los Estados Unidos representaron también en su momento, viniendo de la endogamia europea, la posibilidad de fascinarse con lo geológico de un silencio sideral. Sobre esa naturaleza ignorada, aquí y allí, se asienta lo casi extraterrestre de las urbes, pues parecería que este nuevo mundo está hecho para la publicidad que de él se haría en otro mundo. “Todo es recuperado por la simulación. Los paisajes por la fotografía, las mujeres por el guión sexual, los pensamientos por la escritura, el terrorismo por la moda y los media, los acontecimientos por la televisión. Podríamos preguntarnos si el mundo sólo existe en función de la publicidad que de él pueda hacerse en otro mundo (…) la belleza es creada por la cirugía estética de los cuerpos y la belleza urbana por la cirugía de los espacio verdes y la opinión por la cirugía estética de lo sondeos [34]. Institutos especializados enseñan a que los cuerpos aprendan a tocarse. Pero bajo esta simulación planetaria, es palpable la soledad infinita de la gente, su abandono inconcebible a la nada, un poco lo que Hopper trasluce en su mirada. Baudrillard piensa esta soledad del habitante del holograma ideal mucho antes que las escenas medievales que siguieron al huracán Katrina, o las incursiones antropológicas de Moore, nos mostrasen algunas imágenes desoladoras.
No es que se desarrolle en primer plano en Baudrillard un compromiso político, a la antigua usanza, con la América de la pobreza. Lo hay, también con los espaldas mojadas que sirven de base al bienestar de una minoría. Sin embargo, ese continente negro de la infelicidad se rescata sobre todo en la forma de retratar a los ricos, podridos en el estupor del confort. Como si la depresión en el primer mundo fuera el equivalente al hambre en el tercero. Como si en esas urbanizaciones luminosas de California la angustia consistiese precisamente en que nadie parece sentirla en esa minuciosa definición de la vulgaridad reinante. Late en ese lujo una hiperrealidad fetal, una violencia autista. Incluso la pasión por el espectáculo trasluce un fondo siniestro. Disney y sus ardillas simulan el paraíso, hasta parecen quererte, pero basta una pequeña variación milimétrica para que pronto se desencadene un infierno de odio y violencia [35].
Toda América circula, interactúa, se expresa sin parar como forma magistral de amnesia, de desarraigo y separación. Es la forma radiante de actualizar un puritanismo fúnebre, que incluye el exterminio del afecto comunitario, la aversión pública a la opacidad y su retorno perverso en las sectas. Nothing personal! Nadie mira en las ciudades y hasta la sonrisa perpetua es vista por Baudrillard con ojos sospechosos. La sonrisa adorna el vacío de la indiferencia, la ausencia de palabras. Si no tiene nada que decir, “sonría, le sonreirán”.
Todo el mundo se desplaza continuamente, enfundado en su caparazón tecnológico y en sus prótesis. El lifting, la cirugía estética es ahí la única ideología, una especie de narcótico del bienestar, un odio correcto que triunfa incluso en variantes verdes [36]. La ignorancia hacia el prójimo de carne y hueso es total. Nadie mira, y así funciona la ciudad ideal. La excentricidad neoyorquina, tan cara a Europa, sólo es el envés de ese autismo convertido en cultura, una cultura armada hasta los dientes por su profundo desarme ante el silencio de la existencia mortal. Desde esta óptica hay que destacar que Baudrillard ya sabía de cómo una América wasp puede ignorar a la otra, la depauperada en las barriadas del color. Toda esta mirada melancólica que Baudrillard pasea de costa a costa sostiene la simpatía por el silencio del desierto –hay algo parecido en el artista Bill Viola–, por el sur y la mugre, esas masas infectas que quedan fuera, incluyendo el broker que toma impúdicamente su comida en las calles de las grandes urbes. Se dibuja entonces un infierno en medio de esa opulencia. No sólo para los otros, la masa de inmigrantes excluidos, sino también para el ser humano que agoniza sedado por el confort [37].
Del mismo código de la separación brota también ese afán por archivarlo todo, esa potencia estadounidense, visible en el cine y en los museos, por congelarlo y criogenizarlo todo, imitando incluso escenas que jamás han vivido, amurallando constantemente una inmensa burbuja protectora [38]. Más descaradamente que en ningún otro sitio, el incesante espectáculo de la vida visible tiene un pánico pueril al vacío como sustento.
La crítica que se realiza a la cultura estadounidense desenmascara, frente a la provinciana fascinación europea por esa energía, el envés de su brillo espectacular. Toda América –es curioso que Baudrillard, como Deleuze, denomine así a lo que es sólo su parte más norteña y opulenta– estaría presa por una religión de la circulación, una empresa móvil de la que la izquierda allí instituida casi no parece enterarse. Es esa pasión por el esplendor de lo uniforme, ese puritanismo dinámico lo que convierte a California y a la costa Este en un infierno de aburrimiento terminal. USA realiza día a día un apocalipsis antropológico creado por la velocidad del movimiento y el espectáculo de la circulación. Nadie puede parar a un jogger que corre: si le preguntas algo, sigue saltando en el mismo sitio. Es como si esa cultura hubiera perdido totalmente la fórmula para detenerse y en eso estribase su fuerza, en carecer de cualquier sensibilidad para la detención, para el secreto de lo pequeño. No es extraño entonces que se haya convertido en una cultura temible y magnética para medio mundo.
De este análisis proviene también una diferencia filosófica y política fundamental, que nada tiene que ver con el conformismo de unos o de otros. Mientras Foucault y Deleuze apostaban por el movimiento continuo –el nomadismo, la traición, la máquina de guerra– como forma de huir del poder, Baudrillard cree ver en el flujo incesante, en la fluidez acelerada, la forma máxima del nihilismo y su poder. En este sentido, Baudrillard se acercaría más a la concepción política de la velocidad como arma del capitalismo que sostiene Virilio [39].
La conexión con Virilio, que ha pasado por altibajos, proviene tal vez de una complicidad paleocristiana con lo pequeño, lo que está al borde de la extinción. Ambos autores compartirían una estética y una ética de la desaparición, como si creyeran sólo en la energía de lo que está en el borde de lo más ínfimo [40]. Podríamos decir que en Baudrillard palpita una especie de existencialismo pasado por el filtro del cinismo postmoderno, de su pasión microfísica por las esquinas y las superficies. Detrás de los ademanes cínicos se esconde la indignación de un moralista escandalizado por la dificultad de vivir en medio de la eliminación contemporánea de cualquier signo de vida no codificado. Esto es especialmente visible en Cool memories o América, pero recorre tal vez otros libros considerados más frívolos, como El complot del arte. Es posible que, junto a una ironía feroz y la crueldad fría del análisis, Baudrillard esconda un guiño hacia esa vieja humanidad que está en el punto de mira de la alianza global de progresismo y conservadurismo, de Europa y América. Tal vez es ésta otra de las razones de la desconfianza hacia él por parte de una filosofía, finalmente, tantas veces comprometida con la elite institucional.
Desde la fascinación y el horror que le crea esa América, parece querer decir: sin queremos sobrevivir, la única tradición posible es la de dejarnos absorber por la vibración de un instante puro, desértico. En este punto no es extraña su fascinación por las culturas “bárbaras” exteriores, empezando por la de Estados Unidos. No habría, sin embargo, que matar a los padres, ni circular en torno a ellos. Más bien se trata de asumir que la herencia, la tarea de los padres, es la de transmitir el abandono. ¿Viene de aquí la posterior y creciente simpatía de Baudrillard por Asia, por Japón y China, por el mundo árabe? Si el sueño de la mentalidad estadounidense es que lo real no existe –El show de Truman, Matrix–, es necesario que haya fallos, accidentes, para que la impostura de todo nuestro sistema se desvele. De ahí la empatía del pensador por la fuerza política de lo imperfecto y lo irregular. La apoteosis norteamericana del simulacro, la América del holograma infinito, permite, desde el empobrecimiento brutal de la experiencia, reivindicar una nueva barbarie, una fenomenología al desnudo. Permite ser inmoral para pensar la inmoralidad de nuestro sistema. ¿Como Warhol, quizá, convertirse en máquina para pensar la máquina? De cualquier modo, el autor de Las estrategias fatales no defiende ni la melancolía propia de la enfermedad europea de la trascendencia, ni la brutalidad de esa inmanencia tosca que crea fascinación en la senil Europa.
Notas
1. José Luis Pardo y Fernando Savater, Palabras cruzadas, Pre-Textos, Valencia, 2003, pp. 61-68.
2. Al menos, Derrida se ocupa de Lacan, aunque sea para tomar distancias en el momento clave. Cfr. Jacques Derrida, Resistencias del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1997, pp. 81 ss.
3. Jean Baudrillard, Olvidar a Foucault, Pre-Textos, Valencia, 1986 (2º ed.), p. 24.
4. Ibíd., p. 49.
5. Ibíd., p. 85.
6. Ibíd., pp. 67-68.
7. Ibíd., p. 78.
8. Ibíd., p. 80.
9. Jean Baudrillard, La agonía del poder, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p. 13.
10. Ibíd., pp. 14-15.
11. Ibíd., pp. 16-17.
12. “Desde este punto de vista, de lo que se despoja a las multitudes es de su derecho a experimentar la ‘nada’, o sea, algo distinto a sus identificaciones constituyentes”. Jorge Alemán, Soledad: Común. Políticas en Lacan, Clave Intelectual, Madrid, 2012, p. 61. Compárese esta provocativa idea con esta otra: “Diga lo que diga, no es el derecho a la felicidad lo que se le niega a la Jovencita , sino el derecho a la desgracia”. Tiqqun, Primeros materiales para una Teoría de la Jovencita , Acuarela & A. Machado Libros, Madrid, 2012, p. 137.
13. Jean Baudrillard, La agonía del poder, op. cit., pp. 16-17.
14. Ibíd., p. 20.
15. Ibíd., p. 40.
16. Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, 2002, Barcelona, p. 383. Más prudentemente, Félix Duque sólo acusa a Baudrillard de moralista y nostálgico. Félix Duque, Filosofía para el fin de los tiempos, Tecnos, Madrid, 2001, p. 199.
17. Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), p. 144.
18. Jean Baudrillard, Pantalla total, Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 227-232.
19. El País, 24 de noviembre de 2005.
20. Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Anagrama, Barcelona, 1994 (4ª ed.), pp. 90-91.
21. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996, pp. 19 ss.
22. Jean Baudrillard, La agonía del poder, op. cit., p. 24.
23. “No digo que no exista el fascismo. Digo: dejar de hablar del mar mientras estamos en la montaña. Este es un paisaje distinto. Aquí existe el deseo de matar. Y este deseo nos ata como hermanos siniestros de un fracaso siniestro de todo un sistema social. También a mí me gustaría que todo se resolviese con aislar a la oveja negra”. Pier Paolo Pasolini, “Todos estamos en peligro”, Palabra de corsario, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2005, p. 309.
24. Jean Baudrillard, Cool memories, Anagrama, Barcelona, 1997 (2ª ed.), pp. 136-138.
25. Jean Baudrillard, Pantalla total, op. cit., pp. 119-123.
26. Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, op. cit., pp. 130-138.
27. Jean Baudrillard, Cool memories, op. cit., p. 181.
28. “La única excepción es la de la singularidad. La singularidad es la de la violencia anómala a la que me refiero, la que se opone a la violencia real, a la violencia de cualquier principio de realidad, pues la violencia fundamental, la intoxicación fundamental, es la del principio de realidad. Ahora bien, el sistema crea cada vez más realidad, cada vez más socialidad, cada vez más politicidad, cada vez más sexo, cada vez más información, etc. Ahí está su violencia (…) Dentro de poco lo social estará totalmente realizado, y sólo habrá excluidos”. Jean Baudrillard, El paroxista indiferente. Conversaciones con Philippe Petit, Anagrama, Barcelona, 1998, p. 109.
29. «La tarea fundamental del Estado actualmente es justificar su propia existencia. Para ello debe aniquilar la capacidad de la sociedad de sobrevivir por sí misma. Minar suavemente todas las regulaciones espontáneas, desregulando, desocializando, rompiendo los mecanismos tradicionales de cuerpos y anticuerpos, para sustituirlos por mecanismos artificiales: tal es la estrategia del Estado en su lucha sutil con la sociedad; exactamente como la medicina, que vive de las destrucción de las defensas naturales en favor de su sustitución artificial». Jean Baudrillard, Cool memories, op. cit., p. 162.
30. Jean Baudrillard, Power Inferno, Arena, Madrid, 2003, pp. 15-16.
31. Tiqqun, Teoría del Bloom, Melusina, Barcelona, 2005, p. 96.
32. Jean Baudrillard, América, Anagrama, Barcelona, 1987, p. 109.
33. Jean Baudrillard, La agonía del poder, op. cit., pp. 27-28.
34. Jean Baudrillard, América, op. cit., p. 49.
35. Ibíd., p. 67.
36. J. Baudrillard y J. Nouvel, Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía, F.C.E., Buenos Aires, 2003, p. 85.
37. Existen unas inolvidables páginas en la novela 13’99 euros que recuerdan mucho a esta visión apocalíptica de Baudrillard sobre el confort wasp, emparentada a una suerte de «solución final» a la americana. Frédéric Beigbeder, 13’99 euros, Anagrama, Barcelona, 2004 (3ª ed.), pp. 160-165.
38. Ibíd., p. 19 y p. 63. Sobre los límites orgánicos de la cultura norteamericana y su “doctrina de la separación” Steiner ha realizado un excelente análisis histórico y estructural. Cfr. George Steiner, “Los archivos del edén”, Pasión intacta, Siruela, Madrid, 1997, pp. 297 ss.
39. Existe de hecho una polémica en Mil mesetas, en la nota 58 del cap. 12, entre Deleuze-Guattari y Virilio acerca del sentido político de la velocidad. Cfr. G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1988, p. 427.
40. El poeta se sirve de estas crisis y conmociones como condición creativa, como condición de coherencia última. La crisis puede tomar ciertamente la forma terrible de un derrumbamiento mudo. No obstante, las más de las veces apenas es perceptible: consiste en la «zona ártica» que se atraviesa entre dos palabras, mientras los demás hablan de cualquier cosa. Son estados de ensimismamiento, de ausencia o epilepsia imperceptible; un registro clandestino del pensamiento, un registro nómada. Se trata de estados de reposo, casi catatónicos, donde el hombre ve de otro modo, vive de otro modo. Paul Virilio, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 30 ss. Cfr. Gilles Deleuze, Conversaciones, op. cit., p. 252.
Ignacio Castro Rey es filósofo y crítico de arte, autor de libros como Sociedad y barbarie (Melusina), Votos de riqueza (A. Machado Libros) y Roxe de sebes (Noitarenga). En FronteraD ha publicado, entre otros, Cuarteto neoyorquino, El cuerpo de la desintegración, Bajo la máscara. Patología y concepto en el sistema filosófico, ¿Una segunda transición?, Si esto es amor y De Jaren. Un viaje a Holanda y algunas preguntas. En FronteraD mantiene el blog Crítica y barbarie