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Mientras tantoSacar la vajilla

Sacar la vajilla


 

De repente el Madrid se ha ido, como el Siddhartha de Hesse, en busca de la sabiduría. Se entiende cómo el campeón de Europa (“del mundo” dirían los estadounidenses con ese orgullo que es para quererles) y también campeón de Copa ha sentido esa pulsión en esta etapa de su vida. Apenas la ira de Ramos separa al rey de Lisboa del hijo del brahmán del sábado. El Madrid es el único equipo del mundo que ha de encontrar su camino sin descanso entre los focos, el ruido y hasta los francotiradores, lo cual parece más una misión de marines que un descubrimiento personal.

 

En ese estrellato perpetuo el equilibrio es tan delicado como Benzema quien, según sienta el alma, puede ser el mismísimo Buda o una geisha recorriendo el área a pasitos con sus pies de loto, porque en el Madrid casi nunca nadie es como es al mismo tiempo; tan sólo se dan caprichosos nirvanas, que provocan esos aplausos taurinos del Bernabéu, y que son como aquellos momentos breves y mágicos de un atardecer mientras suena Nessum Dorma.

 

Uno vio a Ancelotti hablando el otro día y parecía triste y pálido, casi se diría que asustado, lejos de ese aspecto como de Alec Baldwin que fuma como Humphrey Bogart y manda como el padre de ‘La Carretera’ de McCarthy, con el mismo amor. Había miedo en esa mirada en la que se descubrió a James perdido en su fábrica de chocolate, a Kroos tratando de reconocerse vikingo, a Modric sin fuerza con su pelo corto, igual que Sansón, o a Bale como si a Forrest Gump le hubiesen dicho que dejase de correr.

 

En Chamartín parecen estar en la encrucijada en la que Siddhartha y Govinda separan sus caminos. Han de escuchar al río que recorre el barquero Vasudeva y que es la ilusión de los madridistas. Así, el Madrid tiene la clase de un gigante que se deprime tras la Décima como un artista maldito y sin embargo vivo y triunfal. Y no terminará de irse porque en su grandeza literaria no es Rimbaud sino el Víctor Hugo que permanece a pesar de las alucinaciones.

 

La melancolía de Carletto es un poema y además la horma del zapato puntiagudo (como la soberbia) de Simeone, o de la locuacidad de Luis Enrique, a quién aún se le espera hablando como un demente (o como un repipi siempre enfadado) igual que le jugaba al club de sus desvelos. Hay que sacar la plantilla, como la vajilla centenaria de esta familia noble, que no cambiaba nadie (no sólo Carlo) por ninguna, la misma que fue un primor en Anoeta, y hasta contra el Atlético, antes de apagarse como si aún estuviesen haciendo pruebas para conseguir la fusión fría, lo cual continúa a pesar de los cinco (cuatro mientras duró el encendido) al Basilea.

 

Dice Hermann Hesse que la verdadera profesión del hombre es encontrar el camino hacia sí mismo. Porque está todo ahí, hasta en la portería. Queda ver esas miles de caras que se renuevan y se transforman incesantemente y que, sin embargo, son todas Siddhartha, “la alegría y el placer de todos”, el Real Madrid con esa sonrisa “perenne, tranquila, fina, impenetrable, quizá bondadosa, burlona acaso, sabia, múltiple; la misma sonrisa que él (el madridismo) había contemplado centenares de veces con profundo respeto.”

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