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Sal, heno, flores, piedras y nubes. Una historia de los tiempos de san Isidoro de Sevilla

Esta es una historia pequeña, como la sal, el heno, las flores, las piedras y las nubes que la conforman. Y nos conforman.

La pandemia hizo que el tiempo se confinara con nosotros, y en casa se empezaron a abrir nuevos momentos para la lectura. Shirin y yo volvimos a un libro que en la librería de la humanidad podría compartir balda con la Biblia, el Avesta o el Popol Vuh: Claros del bosque, de María Zambrano. Es un mapamundi de la trascendencia conseguible; la descripción de un anverso de la realidad donde lo ilimitado nos aguarda y la plenitud nos convoca. Claros del bosque no se lee: se bucea. En una de sus secciones, ‘El tiempo naciente’, Zambrano nos invita a un tiempo que es el espacio de la vida, la vida misma, el ser donde se despliega nuestro estar, tan opuesto a ese angosto estar, que solemos llamar presente, donde apenas cabe nuestro ser; y para concluir su invocación recuerda un verso del poemario, Río natural, de su paisano y amigo Emilio Prados.

Hacía años que no leía a Emilio Prados. Todo en él, su vida y su obra, diríase destinado a entreverse en la segunda fila de la Generación del 27. La referencia de María Zambrano me incitó a buscar los dos tomos de sus Poesías completas, que había comprado y leído hace casi dos decenios en una bella y frágil edición publicada por Aguilar en 1976. El primer tomo está dedicado a la poesía que Prados escribió en España, y el segundo a la del exilio. Es en México donde su verso se despoja de política y nostalgia (contrariamente a lo que les ocurrió a muchos de los poetas derrotados), y se adentra en un misticismo denso, limpio y a la vez enmarañado de naturaleza y sentido. Tras la guerra pareciera que Emilio Prados se exilió no de su país sino de este mundo. O quizá nos abandonó a nosotros en el exilio y él se asentó en la tierra natal: ‘El tiempo naciente’.

El primer poemario del segundo tomo, Jardín cerrado, de 1946, lleva un conmovedor prólogo de Juan Larrea, el poeta vanguardista, cómplice de César Vallejo. Es maravilloso que Larrea, en cuya breve obra todo es invención y pirotecnia verbal, desmenuzara, como quien restaura un icono medieval o examina los huesecillos del oído del planeta, la delicada estructura de los poemas de Prados. En el prólogo escribe lo siguiente: “Antes de que lo árabe invadiera la península, por ejemplo, allí por los tiempos y lugares de San Isidoro, se escribía: ‘En el cuerpo (del hombre) hay nueve medidas muy bien equilibradas: cuatro principales, tierra, agua, aire y fuego; y cinco subsiguientes, sal, heno, flores, piedras y nubes. El heno está en los cabellos; las flores en la variedad de los ojos; la sal en la sangre, en el sudor y en las lágrimas; las piedras en la pesadez y en la dureza; las nubes en la instabilidad de la mente y de los pensamientos’. Sí, hemos perdido nuestro cuerpo habitual, nuestro cuerpo adámico de ‘tierra’, nuestro jardín –tierra, aire, agua y fuego–, y andamos entre las malezas de la angustia, a orillas de la Nada, rastreándolo”.

La frase me deslumbró, pero lo que de verdad me intrigó fue la cita que incluye. La releí: “En el cuerpo (del hombre) hay nueve medidas muy bien equilibradas: cuatro principales, tierra, agua, aire y fuego; y cinco subsiguientes, sal, heno, flores, piedras y nubes…”.  En realidad, Larrea no dice exactamente que su autor sea San Isidoro de Sevilla, sino que “se escribía” en sus tiempos y lugares. ¿Por qué había utilizado una expresión tan misteriosa en lugar de darnos un nombre? Decidí averiguar quién había escrito esa lección de anatomía poética. Imaginé que sería sencillo: bastaba con buscarlo en internet.

En internet solo encontré gente que copiaba la cita haciendo referencia al prólogo del libro de Prados, pero atribuyéndola, sin más explicación y debido sin duda a una lectura apresurada, a san Isidoro de Sevilla. Para complicar más las cosas también aparece en una reseña de una antología del Conde de Villamediana que en diciembre de 1977 publicó en El País el crítico literario Mario Hernández. En ese artículo la cita viene precedida de la enigmática frase: “Podríamos recoger el texto antiguo:”. Si lees con prisa puede dar la impresión de que las palabras sobre las nueve medidas muy bien equilibradas son del Conde de Villamediana, pero ni Mario Hernández lo asevera ni desvela su origen.

El próximo paso era evidente: siguiendo la pista de san Isidoro traté, con el buscador, de ver si su nombre sumado a los cinco elementos, sal, heno, piedras, nubes y flores, daba algún resultado. Nada. Una de dos, o la cita estaba enterrada en alguna parte oscura de las Etimologías que solo Larrea juzgó digna de ser mencionada, o no era de san Isidoro de Sevilla. Parecía inconcebible que la frase fuera una invención, mas ¿por qué motivo Larrea no aclaraba su autoría?

La única persona que podía iluminarme, pensé, era mi amigo Carlos García Santa Cecilia. Carlos es lo que se llama un sabio: no conozco a muchos, pero sé que él es uno de ellos. Su biblioteca en El Escorial es una pangea de saberes. Carlos, además, trabaja en la Biblioteca Nacional, lo cual le convierte en el clavero de todos los libros aparecidos en España a lo largo de los siglos. Le escribí contándole mis infructuosas pesquisas. A una parte significativa de la población le resultaría extraño que se pueda perder el tiempo intentando descubrir quién escribió, tal vez en el siglo VI o VII después de Cristo, una frase abstrusa que defiende la sal, el heno, las flores, las piedras y las nubes como partes constitutivas del organismo humano. A Carlos, no. Para él la palabra, en sus dos hemisferios, sentido y poesía, merece tiempo y unción al ser dadora de belleza y conocimiento, nuestros más altos dones.

Desde su confinamiento escurialense, Carlos hizo espeleología cibernética y tampoco dio con el origen de la cita. No se rindió. Escribió a su amigo y compañero, Eduardo Anglada, al que describió como, “uno de los hombres más sabios de la Biblioteca Nacional”. Esta frase, viniendo de alguien que sabe de prácticamente todo, es un verdadero encomio. Eduardo Anglada encontró el texto. Por fin. Se halla en el volumen 3, página 406, de la Historia de España, de Ramón Menéndez Pidal. La Historia de España es un proyecto mastodóntico iniciado por Menéndez Pidal durante la República y que en cuarentaitrés tomos cubre desde la Prehistoria hasta la democracia de las Autonomías. Para mi desconsuelo el hallazgo de la cita, en el volumen dedicado a la España visigótica, no resolvió el misterio de su autoría.

Anglada envió una fotografía tomada directamente del libro. En ella se leía el final de la frase: “El heno está en los cabellos; las flores en la variedad de los ojos; la sal en la sangre, en el sudor y en las lágrimas; las piedras en la pesadez y en la dureza; las nubes en la instabilidad de la mente y de los pensamientos”. Sin embargo, como si la foto hubiera estado destinada a Tántalo, no aparecía el inicio del párrafo, donde debería en buena lógica consignarse el nombre del autor; y como colofón, tras la cita se incluía el número de una nota, el 115, que, con certeza, al final del volumen, explicaría su origen bibliográfico. El problema es que, como decían Eduardo Anglada y Carlos García Santa Cecilia en su correo, cerrada la Biblioteca Nacional debido al coronavirus, no había manera de consultar el libro para dar con la fuente. Bastaba con esperar a que en alguna de las fases de la desescalada se reabriera el edificio del Paseo de Recoletos.

Era una posibilidad: opté por otra. La Historia de España, de Menéndez Pidal, es una de esas obras que antes, adquiridas durante años, ocupaban varias estanterías en las bibliotecas de algunas casas, como la Enciclopedia Espasa, o las colecciones de enormes libros de arte. Imaginé que alguno de mis conocidos debía conocer a alguien que la conservara, y mandé uno de esos mensajes a granel. Recibí cuatro respuestas. Los padres de mi amigo Diego Íñiguez, en Madrid, y los de mi compadre Raúl González, en Galicia, tenían la colección; la dificultad estaba en que sus ediciones eran distintas a la de la Biblioteca Nacional y no encontraron la cita. Ramón Mayrata, otro de esos sabios que la generosidad de la vida me ha puesto cerca, erudito en letras y magias, descubrió que la madre del librero de Sin Tarima, Santiago Palacios, también tenía completa la Historia de España, pero su casa se hallaba vacía porque la señora había ido a pasar la cuarentena con otro de sus hijos. Y desde Guam, la isla del Pacífico Occidental que por siglos formó parte de la ruta del Galeón de Manila, mi querido Carlos Madrid me aseguró que la obra está en la biblioteca de la Universidad, que él dirige; desgraciadamente su Universidad, como casi todas las del orbe, seguía cerrada debido a la pandemia. Carlos Madrid venera el conocimiento como otras personas sus credos o sus doctrinas: conversar con él sobre la historia, el lenguaje y la antropología, es como ir abriendo inmensos salones nuevos de palacios no concurridos.

Agotadas todas las vías, resignado a esperar a que el virus permitiera a la gente salir de sus domicilios o regresar a ellos, y abrir las bibliotecas de Europa y las islas de la Micronesia, una mañana recibí un correo de Carlos García Santa Cecilia que llevaba por título: Misterio aclarado. La ventaja de contar con muchos relevistas es que alguno llega a la meta. Su amigo, el bibliógrafo Eduardo Anglada, sin darse por vencido, acabó por encontrar a alguien que atesoraba en su casa los volúmenes de Menéndez Pidal: el archivero de la Biblioteca Nacional, Ignacio Panizo. Panizo encontró el texto en el capítulo dedicado a la cultura visigótica en España y nos envió fotos de la página 406 y de las notas 114 y 115, relativas al párrafo donde aparece la cita. La frase pertenece a una obra llamada, Liber Numeris, que escribió un discípulo de san Isidoro de Sevilla cuyo nombre es desconocido. Al leerlo me izó una sonrisa la boca: Larrea había resuelto el anonimato del autor con un elegante, “allí por los tiempos y lugares de San Isidoro, se escribía”. Qué delicia. El Liber Numeris fue incluido en la Patrología Latina, el gran compendio de los textos cristianos de la Antigüedad publicado a mediados del siglo XIX.

Te lo advertí, esta es una historia pequeña. Al final aprendes que alguien en el siglo VII, quizá en alguna parte de Andalucía, escribió que nuestros cabellos comparten esencia con el heno; el llanto de los ojos, el sudor de la frente y la sangre de las venas, con la sal; los huesos y los dientes, con la piedra; que de algún modo las flores definen la diversidad de colores en el iris; y que nuestros pensamientos poseen la materia misma de las nubes. Imagino a ese hombre escribiendo a la luz de un candil, concibiendo vínculos entre la naturaleza y el cuerpo, y concluyo que existe una verdad poética en su propuesta, algo que no reclama aceptación sino reconocimiento. Me sé hecho de células; me reconozco elaborado de sal, heno, flores, piedras y nubes.

Y pienso en el camino que han recorrido esas cinco palabras para llegar hasta mí: una innúmera concatenación de seres humanos enamorados de la escritura, el saber y el lenguaje hizo posible que hasta mis ojos llegara ese presente. La pensadora mística en su vieja casa a los pies del macizo del Jura, en el oriente francés, los dos poetas exiliados en México, recién perdida una guerra, y mis amigos, y los padres de mis amigos, y los amigos de mis amigos, desde El Escorial a Oceanía, desde la magia a internet, todos confinados, todos libres por obra y gracia de los libros y de la poesía que albergan. Por debajo y por encima de las efemérides, las hazañas bélicas y la política, ha habido siempre una colmena de hombres y mujeres dedicados a explorar y definir el anverso y el reverso de nuestra existencia. Algunos registraron su sentir y su saber en rocas, arcillas, papiros, pergaminos y papel: continuamos rebatiendo, confirmando y recreando cuanto pervivió, y proponemos nuevas ideas y ensoñaciones para quienes nos sucedan. Esta, la nuestra, es una historia mayor, de poesía y amistad, no de violencia y división.

En la página 406 del volumen III de la Historia de España Ramón Menéndez Pidal, tras referir la cita del autor anónimo discípulo de san Isidoro de Sevilla sobre las nueve medidas bien equilibradas que hay en el cuerpo, las cuatro principales y las cinco subsiguientes, añade: “En cuanto al alma, preguntábase este atrevido razonador: ‘¿Qué es? ¿Cuál es su nombre? ¿Vive? Si vive, ¿cuál es su destino en la universalidad de las cosas? ¿Ha nacido para ser desgraciada o feliz?’”. Mil cuatro cientos años después seguimos igualmente perplejos y desconcertados ante estas preguntas. En cuanto a si hemos nacido para ser desgraciados o felices, es incierto; sí sé que la poesía y la amistad son buenos lugares para conversar sobre ello.

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