Hay ciudades mejor definidas por la publicidad que por la experiencia. «La ciudad de los rascacielos» será para siempre esta isla a la salida al mar del río Hudson, así Dubai se gaste todo el dinero del petróleo en edificios muy altos. Y si bien hay carnavales en todo el mundo, ningún par de tetas podrá moverse con tanta alegría en la mente del turista como las de Rio de Janeiro.
El turista que viene a Nueva York espera el frío tanto como el que va a Río espera el calor. Así que podría sentirse un poco defraudado si lo que detiene su vuelo a Newyópolis durante un número indefinido de días no es una tormenta de nieve sino las inundaciones provocadas por una tormenta tropical.
No soy un buen termómetro para comparar climas extremos. Vi por primera vez un relámpago en Buenos Aires, cargué mi primer paraguas en Londres, caminé sobre la nieve por primera vez en Nueva York. El clima limeño sólo nos ofrecía tímidas garúas en julio y buen viento en agosto para levantar las cometas. Lo que despertaba nuestras pasiones geográficas no eran las corrientes de viento sino las placas tectónicas. «Todos somos Defensa Civil» no significaba correr a protegerse del agua sino de los techos y las piedras que podrían desbaratar nuestro mundo en caso de terremoto.
Así que una de las ventajas de vivir entre edificios altos–decía yo–era no tener que preocuparte de que te iban a caer encima. «Éstos no saben de terremotos» comentaba con mis amigos peruanos cuando los noticieros anunciaban alarmados un movimiento de tierra en algún lugar próximo a Manhattan, tan mínimo que los perros limeños –acostumbrados a ladrar con autoridad antes de un buen temblor– apenas le hubieran dedicado una levantada de cejas.
Ya vestido yo de neoyorquino, miré otros desastres naturales no relacionados con la nieve–como los huracanes–sólo como un elemento más dentro de las precauciones a tomar en cuenta en caso de un viaje a Miami o una escala camino al sur. Al menos hasta octubre del año pasado, cuando el Huracán Irene se atrevió a meterle agua al sótano de mi casa y –remojados– los árboles de toda el área se comenzaron a tambalear.
Como buen ciudadano del mundo, decidí que estos eventos inesperados son el «uno en un millón» que cargan a nuestra vida de la chispa necesaria para seguir alertas. Mi esposa y yo recibimos de buena gana los 800 dólares que nos entregó el servicio de emergencia de los Estados Unidos para mejorar las condiciones de nuestro sótano; limpiamos y mejoramos el sistema de canaletes para la lluvia alrededor de la casa y nos preparamos a recibir la nieve, que es lo que ya sabemos: la pala para limpiar y poder abrir la puerta del auto antes de ir a trabajar; las llantas para no estar patinando una y otra vez en el hielo de la pista; las mejoras en el sistema de aislamiento para que más de la mitad de nuestro dinero no se vaya entre diciembre y marzo en pagar el gas de la calefacción, etc. Nos preparamos para la nieve… y ésta –desde diciembre hasta marzo– jamás llegó.
Así que se pueden imaginar lo que sentí hace una semana, al escuchar a una meteoróloga en el noticiero del canal Fox, hablar por primera vez de un huracán con el juguetón nombre de Sandy, y de una posible trayectoria que podría llevarlo en dirección a Manhattan ¿Incertidumbre, temor, desolación? Conforme se acercaba el día del impacto, también desaparecía cualquier esperanza de falsas alarmas y exageraciones en los pronósticos. El alcalde Bloomberg, que al principio se había mostrado cauto en sus comentarios, para el domingo en la mañana ya había decretado todas las medidas que una ciudad imaginada para nunca inundarse podría dar: paralización de los medios de transporte público y cierre de los túneles y los puentes que conectan a nuestros cinco condados con el resto del planeta; evacuación general de la línea costera y estado de emergencia.
Después de 24 horas de pánico (y buscando encontrar cierta satisfacción en la noticia de que no teníamos que trabajar), alertas al sonido del viento que golpeaba las ventanas; pendientes de las recomendaciones de las autoridades; escuchando las sirenas que iban y venían en medio de la noche, atentos a los mensajes de amigos y familiares que anunciaban por Facebook que tenían o habían perdido la luz; el huracán pasó.
Es el segundo huracán en Nueva York en dos años. Se calculan 25,000 millones de dólares en pérdidas (¿Alguien dijo cambio climático?) En Internet empiezan a surgir las fotos de ciertas calles de la ciudad inundadas. Una reportera anuncia que hay agua en el piso de la sala de la Bolsa de Valores (que seguirá cerrada tal vez un día más) y que los túneles de las líneas del tren subterráneo tienen agua de mar (¿saldrán las ratas?) La ley de la compensación me obliga a exigir un invierno tan ligero como el anterior. Si tuve mi segundo huracán quiero también mi segundo invierno-no iniverno.
Por lo pronto, alrededor de mi pequeño mundo, no hay daños visibles. Los árboles siguen de pie. El viento no se llevó nada. Hoy en esta zona del mundo, pasado el susto, otra vez sale el sol.