El otro día cometí el error de pasarme por la casa de un expatriado que organizaba una cena en su honor. Porque deben saber que casi todos los que agasajan en su casa lo hacen para saciar su propio ego emprendedor, de cocinillas, o ya atando cabos, de donjuanes.
El caso que me ocupa era de los segundos: el muy astuto cocinó sushi, quesadillas y bastantes platos representativos de la cocina mundial, justamente en la intemperie de la realidad y la cordura de una cena. Todo estaba penoso, mal construido –ni siquiera deconstruido, como le gusta a Ferrán– e insípido; que incluso regado con vino importado nadie era capaz –salvo las presas fáciles que interpretan de más por exceso de modales– de subirse a la mesa y romper a aplaudir.
Más tarde, entretenido con una de las botellas de digno contenido, olisqueé por aquella casa de los demonios que, cómo no, estaba inutilizada visualmente por la aglomeración de productos expedidos por el Ikea. Me pasé por la cocina, repleta de cacharros remojándose en agua sucia y turbia, donde abrí la puerta del frigorífico, en sí una tumba abierta. Porque entre productos supuestamente ecológicos y yogures bio estuve a punto de dejar aquella fiesta, que fue en el momento que divisé, entre un zumo de apio y zanahoria importado desde la lejana Alemania, una bandeja con dos filetes de salmón, con ese color anaranjado que, a veces, le hace a uno dudar de si debería comérselos o no.
Esta mañana, como cada día, me he dado una vuelta por el Mercado Central de Phnom Penh, donde me abastezco de verduras, mariscos y pescados frescos y salvajes. En mi puesto favorito, regentado por un matrimonio vietnamita, y entre los besugos salvajes, la lubina ídem y unas barracudas de arrímate y no te menees, salmones y caballas, venidos desde el más allá (Noruega) en barcos congeladores que aunque salieran de Oslo se habrán detenido antes de llegar a Sihanoukville, único puerto comercial de Camboya, en, al menos, treinta países diferentes. Camboya no es destino de nada. Cola de ratón.
El salmón, a veinte dólares el kilo; la caballa, a casi la mitad. Sin embargo, cada pieza de cuatro kilos de lubina o besugo, preciosas, provocativas, con brillo en sus ojos que ya querrían algunos enamorados para sí mismos, pescada en muchos casos a anzuelo, y vendida sin haber pasado por congelador, almacén ni barco alguno, se venden a siete dólares el kilo; que si la señora te guarda las espinas y las cabezas, separadas de sus agallas, uno se puede hacer unos caldos que ya habría querido para sí el organizador de aquella cena multirracial en donde, y desde la despensa de su cocina, dejaba asomar diversas pastillas de caldo de pollo y pescado de la marca Knorr, multinacional en la debe hacer años que no entra una espina de pescado salvaje y fresco.
A mí no me molesta que la gente sea incapaz de cocinar –allá cada uno con su analfabetismo vital–; a mí lo que me enerva es que teniendo zanahorias y apios frescos en cada mercado se hagan traer zumos a diez dólares la botella venidos desde lejanos países, en este caso europeos, que para sortear pérdidas económicas se hacen serigrafiar en sus etiquetas la clave de todo este desaguisado: ‘Producto ecológico’.
Antes de dejar aquella casa que poco a poco iba transformándose en una discoteca –o egoteca; ya que el jefe, tras cocinar, se puso la música que a él le gustaba, que salía, como no podía ser de otro modo, de un Mac– eché un vistazo a la única repisa con libros, de donde saqué en claro que el muchacho, aparte de comprar literatura en las terminales de aeropuertos internacionales, pertenece a la secta de la globalización mental. Porque tras el zumo ecológico, el salmón noruego, el producto Apple y las pastillas Knorr: Murakami, Coelho, Danielle Steel, Salinger –sólo ‘El guardián entre el centeno’, que sospecho leyó hace años pero promueve en la parte más visitada de su apartamento– y los clásicos que narran las atrocidades que los Jemeres Rojos realizaron contra el pueblo camboyano. Iba a la última, se podría decir.
En este mundo–despropósito llama la atención cómo se las gastan algunos para cultivar sus cuerpos (gimnasio, vegetarianos, veganos, yoga, productos ecológicos…) para luego mutilarse el cerebro, el conocimiento, el alma, leyendo ‘El Alquimista’, de Paulo Coelho. Porque la última justificación para creerse mejor es perder kilos como sea para acabar teniendo de libro de cabecera uno de Danielle Steel. O ‘Madera de Zapatero’, de Suso de Toro.
Joaquín Campos, 26/01/14, Phnom Penh.