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Mientras tantoSalvar a la desobediencia

Salvar a la desobediencia


 

La nueva tendencia en el tablón (en los tablones) que son los periódicos son las tarjetas (los tarjetones) regalo de Caja Madrid. A los afectados por las preferentes esto les debe llegar como a Jesulín los antitaurinos: “Demasiado nos contenemos que no nos liamos a hostias”, pero a Mas y a los demás les debe de venir bien; al primero para reorganizarse y a los segundos para descansar, aunque sea precisamente ahora que se pone un poco interesante cuando algunos partidos empiezan a hablar de desobediencia civil, que es el punto, una vez agarrado el tema, en el que se apreciarían algunas verdades como, quizá la más increíble, la unión absoluta del criterio político con el deseo ciudadano.

 

Pero esta sería una conjunción planetaria mucho mayor que la de Zapatero y Obama, y que no iría más allá porque es una utopía Podemista (la utopía que con el adjetivo vuelve del revés el refrán: los perros callan, pero la caravana se detiene) de esos chicos radicales que hablan el lenguaje de la calle y son políticos, con fines políticos y medios políticos. Thoreau, ese desobediente radical pero honesto y solitario decía que aceptaba de todo corazón la máxima “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, en la que Pablo y los suyos resbalan con sus almas intervencionistas como lo hacían los Cobra Kai disfrazados de esqueletos persiguiendo a Danielsan y su ducha por los pasillos del instituto.

 

Ahora, y por un tiempo, se va a hablar de las tarjetas de crédito de Bankia, esas letras escarlata de la vergüenza que a uno le recuerdan a aquellos cheques gigantes que recibían antaño los tenistas a pie de pista por su talento y esfuerzo (en este caso por su torpeza y su abulia), aunque hoy mismo la desobediencia civil planea sobre España, mayormente en Cataluña, ensuciando un concepto tan bello. Uno se siente como Blanche cuando Kowalski rebusca en su arcón y encuentra por casualidad sus viejas cartas de amor. Brutos, más que brutos.

 

Artur aparecía hoy solo, porque en su perfil, incluso dentro de su locura, todavía debe de quedar algo de hombre de Estado, el Estado mismo (aunque sea el Estado catalán) que guarda en última instancia el statu quo, ese necio al que Thoreau perdió todo el respeto. La camiseta que lleva dentro a David Fernández y el mórbido separatismo que no oculta Junqueras conspiraban sin complejos en un parlament extrovertido y alegre en su ir y venir como si por fin algo le espolease: nada de gobiernos sino posteridad. En ella han encontrado su camino y no piensan detenerse, mientras los perros callan aunque se crean que ladran.

 

El político catalán no quiere gobernar sino que le esculpan el rostro en un monte Rushmore a costa de la tabarra de una votación:“una especie de juego… con un suave tinte moral… en el que se incluye una apuesta”. Igualmente dice Thoreau que el político habla de cambiar la sociedad, pero no se siente cómodo fuera de ella. Así el político, el gobierno confraternizando con la desobediencia, usándola, es el peor engendro que un pueblo puede encontrarse, una relación contra natura (“la naturaleza nunca es un juguete para el espíritu sabio”, dejó escrito Emerson), o mejor, que un pueblo puede votar, porque no es caer en la isla de Polifemo sino ir a ella llamado por las sirenas.

 

Menudo lío de Odisea. En Cataluña han confundido lo gótico con lo mitológico vertiendo todos los órdenes como una casa asaltada por gamberros. ¡Ay, la desobediencia de la utopía tramposa y de la ruptura de los iluminados! La desobediencia es para el individuo y no para los rebaños dirigidos por fanáticos. Hay que salvar aunque sea a la desobediencia, pero para eso, igual que para tantas otras cosas, quizá demasiadas, como dice Thoreau: habría que ser hombres antes que ciudadanos.

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