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La flor de un sueño


En junio de 1970 Álvaro Cunqueiro visitó el castillo donde Shakespeare había situado las desventuras del príncipe Hamlet, en Elsinor, reino de Dinamarca. Con emoción y piedad tal vez sacral – suponemos-, el escritor gallego recogió del foso exterior de la fortaleza una hoja que quiso guardar como testimonio de su visita. Luego pidió a sus dos acompañantes- Néstor Luján y el doctor Obiols- que acreditasen con su firma el feliz suceso.

Se trata, sin duda, de un gesto bien hermoso. No solo demuestra que para Cunqueiro Hamlet está más vivo que (casi) todo. Sino que, para él, esa rama es la misma que el príncipe pudo haber tocado. La hoja, en cierto modo, es la prueba de un viaje en el tiempo. Cunqueiro- o el sueño de Cunqueiro- ha atravesado los siglos y aun otras imposibilidades y vuelve con esa rama como prueba de que él ha estado allí.

Puede, también, que en ese momento se acordase de Coleridge. De la flor de Coleridge de que habló Borges en Otras inquisiciones, libro que seguro el escritor de Mondoñedo leyó. Allí, se describen diversas imaginaciones de viajes en el tiempo- en las diferentes direcciones del tiempo- para las que una flor sirve como prueba irrefutable de la efectuación de la travesía. La sugerencia de Coleridge dice así: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”.

Pues bien, creo que es exactamente eso lo que el gran gesto fetichista de Cunqueiro quiere transmitirnos.

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