Resulta un tanto extraño escribir mi primera entrada en el Blog sobre San Francisco a 10,000 km de distancia, donde la navidad me ha tenido las dos últimas semanas volviendo a casa como el chico del turrón. Todavía quedan unos días para tocar tierra californiana, pero el estreno de la bitácora me ha dado la oportunidad de recordar por qué echo tanto de menos una ciudad en donde las raíces apenas han comenzado a arraigar.
Dejé la ciudad en plena efervescencia navideña, con las casas compitiendo por la mejor decoración de fantasía. En un espectáculo de luz y sonido que haría las delicias de cualquier fallero, los vecinos se afanaban en añadir los últimos retoques a las composiciones temáticas de monigotes de mazapán, elfos felices y diligentes, cervatillos saltarines y carros de Papa Noel. Todo aderezado con las sempiternas melodías musicales (¿quién y por qué las compone?). Volver a casa en bicicleta por la noche era lo más cercano a participar en una de esas películas de Santa Claus con Tim Allen. La cosa es tan seria que incluso podemos encontrar una web llamada California Christmas Lights, donde los vecinos cuelgan fotos de sus casas y puntúan los delirios de los demás. Para muestra un botón fuera de control:
Por lo demás las calles de San Francisco presentaban la misma estampa navideña de cualquier urbe moderna que se precie; colas que colman vasos, actos de consumismo desesperado y multitudes suicidas. Creo que desde el avión pude ver a Santa Claus, paladín del capital, frotarse las manos ante una campaña más con éxito. La calefacción en el Polo Norte debe salir cara digo yo.
Rememorando la pesadilla de las compras navideñas me viene a la cabeza una de las cosas por las que más he echado de menos San Francisco: la posibilidad de escapar de la ciudad EN la ciudad. El colapso nervioso navideño siempre se puede evitar fácilmente subiendo a una colina desde donde dominar la urbe con una vista espectacular. O dirigiéndose a Golden Gate Park, Land’s End o Presidio (ya habrá tiempo de hablar de ellos), inmensos remansos de paz que nos ocultan la realidad metropolitana para reconciliarnos con la belleza de lo simple. Por no hablar de Ocean Beach, un playa que funciona como verdadero umbral, con su duna mágica que nos transporta a un tiempo en donde la naturaleza dominaba al hombre y no al revés .
En todos estos lugares, y muchos otros por descubrir, pienso mientras intento atravesar las aglomeraciones de Barcelona un 5 de enero. Aquí simplemente no hay un lugar adonde huir, el cemento y los billetes han colonizado todo espacio disponible. Paradójicamente cuanto más nos acercamos al mar, más nos alejamos de la tranquilidad. Aunque el fenómeno se repite en todas direcciones. Vaya ironía descubrir semejante tragedia después de emigrar al epicentro del capitalismo. La única manera que encuentra la gente de escapar parecer ser en los bares, siempre llenos en esta ciudad. Un ejercicio que no está mal (sobre todo después de la anhelada ley antitabaco), pero nada que ver con la simple magnificencia de contemplar el entorno y poder dejar la mente en blanco. Algo que se ha convertido en un verdadero lujo, pero uno que todos pueden disfrutar en estas fechas, al contrario que un bolso de Louis Vuitton o un Ipad.
Este lujo es sólo uno de los muchos que os quiero descubrir en esta bitácora, pero más vale hacerlo poco a poco, ya saben que los empachos navideños siempre son peligrosos. Cada Domingo os invito a descubrir una razón nueva por la que me he enamorado perdidamente de San Francisco, aunque estoy seguro de que también habrá espacio para el desamor. Al fin y al cabo esto es Estados Unidos, donde lo mejor y lo peor del ser humano conviven en precario equilibrio. Espero lo disfruten.