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Mientras tantoSan Giovanni Decollato

San Giovanni Decollato

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

No he podido salir del desasosiego que me ha provocado la muerte brutal de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, hasta encontrar el artículo que, de pronto y sin razón aparente, me vino a la cabeza. Una vez más recurro al consuelo de las palabras de María Zambrano, a su armonioso discurso, a la originalidad de su mirada siempre lúcida y profundamente humana. La respuesta, de nuevo, al sufrimiento, la sinrazón y la crueldad de una sociedad descarnada que estallan en el corazón de su declive. El artículo –que me recordó mi amiga Tatjana Gajic, profesora de español en Chicago y gran conocedora de la Zambrano– se publicó en dos entregas, en el suplemento “Culturas” de Diario16 los días 2 y 9 de junio de 1985, y lleva por título: “Roma, ciudad abierta y secreta” (recogido después en Las palabras del regreso, Cátedra, 2009; cito por los artículos originales).

 

Pasea y reflexiona María Zambrano: “Sucede con Roma que parece estar enteramente abierta, enteramente visible y presente, que nada más llegar a ella, Roma está ahí ya, como preparada para ser recorrida, para ser vista, para ser abrazada”. Pero hay también una Roma hermética y secreta, laberíntica, en la que se puede abrir “una grieta, un intersticio, un vacío”. Respira el aire, se deja llevar por su sensualidad comestible –“de un melocotón, diría yo”–, por la proliferación de gatos a los que hay que dar de comer (Zambrano llegó a alimentar a más de una docena de gatos en los años que vivió en Roma, entre 1953 y 1964). Es una ciudad vital, pero también de la muerte, con el Circo, los lugares del martirio y, sobre todo, las catacumbas.

 

Tiene Roma sus cofradías y no se puede completar una idea de la ciudad sin conocer sus ritos, sus manifestaciones, opina la autora. “Muchos pasarán por la Via de San Giovanni Decollato, y aún por la pequeñísima calle de la Misericordia, sin saber, sin sospechar lo que dentro de esa iglesia, que da nombre a la vía, sucede: algo extraordinario, prodigioso y, desde luego, impensable para la ortodoxa mente hispánica por lo menos”. La Cofradía de San Giovanni Decollato nació en Florencia y se sabe que Miguel Ángel perteneció a ella. “Su ocupación y su finalidad eran aliviar en todo lo posible la suerte de los condenados por la Inquisición”.

 

Además de asistir y consolar a los condenados, era misión de la cofradía, formada por nobles de la ciudad, tomar nota minuciosa de todo lo que acontecía en los tres últimos días. Sus archivos son inmensos y custodian, por ejemplo, el relato de los tres últimos días de Giordano Bruno, cuya estatua configura, en Campo di Fiori, una de las más bellas plazas del mundo. La estatua se encuentra en el mismo lugar en el que fue quemado vivo: “¿No se tratará de la necesidad que el ser humano occidental tiene de hacer arder cuerpos vivos, de no conformarse con la llama del amor y ni siquiera con la llama del odio?”

 

La iglesia –erigida a comienzos del XVI– está servida por españoles, franciscanos mallorquines en concreto. Yo me eduqué en el Colegio Obispo Perelló del barrio de La Concepción, regentado también por franciscanos mallorquines, y no recuerdo que mencionaran nunca tan extraña congregación, aunque es posible me haya quedado algún poso y brote en el momento más inesperado. Llega Zambrano a la pequeña iglesia sin saber de sus secretos, atraída porque tiene uno de los cinco claustros románicos de Roma, pero comprueba que no conserva más que dos lados de columnas; uno de los cegados es el muro de una capilla llamada Piccola Sixtina porque se dice que lo frescó Miguel Ángel, aunque la visitante lo pone en duda. Un fraile franciscano que le hace de guía le enseña los instrumentos con los que se ayudaba a los ejecutados: las cestas en las que se recogían sus cabezas, los hierros con que movían las ascuas. “No, no tuve valor…”, concluye Zambrano.

 

Asiste a la ceremonia en la que los cofrades –con los mismos trajes que en el siglo XVI– y los fieles admitidos se colocan formando un rectángulo en cuyo centro se situaba al ajusticiado. Rezan, invocan a Dios y entonan el salmo: “En el último día, el de la ira, acuérdate y ten piedad de mi”. Depositan sus velas en las ranuras que dejan las tumbas circulares que presiden el claustro y en las que se sepultaba a los ejecutados. Las magnolias y las adelfas crean un aire denso “que sólo tienen las plantas que se nutren de la muerte”. Se hace el silencio y las campanas tocan a muerto.

 

¿Cómo fueron los tres últimos días de Isabel Carrasco? ¿Recibió una última súplica, una amenaza? ¿Había olvidado el caso cuando se cruzó con el fuego en el puente? ¿Reconoció a su agresora? ¿Se detuvo a saludar a alguien en el parque antes de embocar la pasarela? ¿Cómo fueron los tres últimos días de la madre y la hija previos al comienzo del resto de sus vidas desdichadas?

 

Los cofrades de San Giovanni Decollato no juzgan ni preguntan. Escuchan, atienden al condenado, anotan cada palabra, cada actitud… y lo guardan todo para la posteridad cuando ya está señalada la hora de la muerte.

 

  

Iglesia de Giovanni Decollato. A la derecha, María Zambrano en Roma.

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