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Mientras tantoSangre de valet

Sangre de valet


Un parqueador nace, no se hace. Necesita «sangre de valet». (O así dicen).

Héctor estaba escribiendo cuando sintió que le golpeaban el techo de la caseta de valet parking. Pom pom pom. Con fuerza. 

Wake up, wake up! Escuchó que gritaban.

Era el imbécil del gordo Pilotti. Héctor agarró la llave y salió corriendo a buscarle el carro. Bajó las escaleras hacia el estacionamiento.

Eran unas cincuenta gradas. Los más viejos decían que el estacionamiento había sido un lago. Lo secaron e hicieron el parqueo. Johnny Martin, un veterano de la Segunda Guerra, una vez le señaló por dónde amarraban a los caballos de las carretas cuando éstas llegaban al club con los socios: antes de que todos tuvieran automóvil.

Ese era el club de golf más antiguo de los Estados Unidos y alguna vez sus socios fueron la crema y nata del mundo de las finanzas de Nueva York. Pero había llegado la decadencia y ahora la mayor parte de los socios eran nuevos ricos italianos o irlandeses. Gente sin modales.

Comemierdas como este Pilotti.

Héctor corrió hacia el Mercedes Benz negro, apuntó con el control remoto y el auto hizo «Piu piuuu». Saltaron los seguros de las puertas. Abrió el carro. «Qué frío de la conchasumadre», pensó, mientras arrancaba y subía la colina a toda máquina. Hasta estacionar el auto debajo del techo del club de golf, donde Pilotti le dio dos billetes de un dólar, mirándolo a la cara:

You were sleeping

I wasn’t

Shut up, you were sleeping. Bring Carlucci’s and the other guys. They are leaving too.

Héctor trajo los tres carros de los amigos de Pilotti. Los tres lo miraban agazapados detrás de la puerta de entrada del club de golf. Cuando lo veían llegar con sus autos salían corriendo, para meterse apurados en sus asientos. Cada uno le dio dos billetes de dólar. Después Héctor se metió a su caseta, a seguir escribiendo. 

Era un novela.

Si lo dejaban en paz, calculaba que en un año, mientras trabajaba estacionando carros en ese club de golf, de 6 de la mañana a doce de la noche, de viernes a domingo, podría acabarla. Esa era la meta.

En eso se abrió la puerta de la caseta de los valets y entró Rodolfo. Tenía la camiseta fuera del pantalón, las zapatillas azul eléctrico que desafinaban con sus pantalones negros (despintados). Traía en la mano un plato de fideos con salsa roja. 

─Ya tienen listo el almuerzo, Chino─ dijo. 

«Claro─pensó Héctor─este huevón debería avisarme quiénes se están yendo, avisarme que se va Pilotti. Pero no. Seguro que estaba en la cocina conversando con esa mesera dominicana que le gusta. No le importa un carajo que yo esté acá tratando de escribir. Qué va».

Lo miró a Rodolfo con desdén. Las tripas hacía un buen rato que le estaban sonando. Y era cierto que, si no iba rápido, entre los meseros y los cocineros dominicanos arrasaban con todo y no le dejaban almuerzo.

Así que se paró, abrió la puerta de la caseta y se fue hacia la puerta de entrada. Abrió. Entonces vio a la vieja Cunningham y la vieja Purdy que venían juntas, agarrándose del brazo. Fue muy tarde para hacerse el idiota e irse hacia la puerta de servicio. Bring my car please!, le gritaron apenas lo vieron. No le quedó otra que dar la vuelta y caminar de regreso hacia la caseta. Ahora sí que tenía hambre. Abrió la puerta de la caseta.

─Se van dos carros─ dijo

Buscó en el tablero la llave del Cadillac blanco y del Buick marrón. Le dio la llave del Buick a Rodolfo porque ese carro siempre apestaba a pedos. 

─Me dejas que yo traiga primero el Cadillac─le explicó a Rodolfo (que tenía pasta de tomate en toda la barbilla. Qué asco, pensó Héctor) ─ y tú te pones detrás, le abres la puerta a la vieja del Buick y esperas que entre a su carro ¿Entendiste?

Qué va a entender, pensó. Si desde que entraron a trabajar en ese club (ya iba para dos años) Rodolfo no se había memorizado ni una sola de las caras de los socios, ni uno solo de sus autos. A él había que darle la llave en la mano, explicarle cuál era el carro y dónde estaba estacionado.

«¡Paciencia!», pensó Héctor. 

Bajó las escaleras corriendo. En ese momento se dio cuenta de que el Cadillac estaba estacionado muy lejos. El Buick estaba al lado de las escaleras. Pero ni cagando se metía a ese carro que apestaba. Para eso estaba Rodolfo. Siguió corriendo, miró para atrás y se dio cuenta de que Rodolfo ya se estaba metiendo al Buick y si no se apuraba le iba a poner el carro primero a la vieja Purdy y eso no iba a estar bien: esa vieja iba a darle un dólar, la vieja del Cadillac daba cinco. Y eso iba contra la primera regla del valet:

Regla primera del valet parking:

Nunca pongas delante del carro de un socio que te da cinco dólares de propina, el de UN socio que solo te da unO. 

Rodolfo ya estaba saliendo del parqueo y él apenas estaba abriendo la puerta con el control remoto.

Piu piuu.

Arrancó y enfiló hacia la subida del parqueo. Pensó en cerrarlo con el Cadillac a Rodolfo que─dicho y hecho─se había olvidado de sus indicaciones y ya se iba con el Buick adelante.

Las dos ancianas estaban paradas sobre las escaleras de la entrada congelándose, en sus abrigos, esperando su carro.

«Qué papelón» pensó Héctor: el Buick llegaba primero. Peor aún, a pesar del frío, Rodolfo había abierto las cuatro ventanas del carro (para no ahogarse con los pedos. Héctor también lo hacía pero cerraba las ventanas antes de llegar. Rodolfo las dejaba abiertas).

Desde el Cadillac, Héctor pudo ver la cara contrariada de la señora Cunningham.

Y lo peor no era que la vieja Purdy diera un dólar. Sino que lo entregaba mostrándolo. Ponía la mano arriba de su cabeza, para que Cunningham y todos vieran que ella sólo daba un dólar de propina.

(A veces gritaba: Guuuy! Here is the dollar!)

Y ahora el carro de la tacaña estaba llegando primero.

Además ─si bien Rodolfo casi se lanzó afuera del auto, para no oler sus pedos horribles─ la Purdy siempre se demoraba algo así como medio siglo para meterse a su carro e irse.

La Purdy estaba mirando sus ventanas, tal vez preguntándose por qué con este frío, el valet tenía todos los vidrios abajo.

Purdy le dio el billete de dólar a Rodolfo. Él lo miró y, frente a la cara de la vieja, lo estiró. A Rodolfo le encantaba mostrarle el billete a los socios como diciendo: tacaña de mieeeeerda. Qué le importaba si ese carro lo traía todas las semanas y siempre recibía un dólar. Rodolfo no se acordaba de nada.

Por fin se largó Purdy y Héctor pudo poner el Cadillac de Cunningham debajo del techo de la entrada. 

I turned on your heat, madam─ le dijo Héctor a la señora Cunningham. 

Thank you young man─ le dijo ella, dándole en la mano el billete enrollado de cinco dólares que Héctor se metió muy rápido en el bolsillo. Y ella le puso su sonrisa de abuela buena, con las chapas sonrosadas.

¿Qué edad tendría la señora Cunningham? Se preguntó Héctor. Por lo menos 80, pensó.

Esperó que la vieja entrara al auto, le sostuvo la puerta y la cerró cuando ella ya estaba agarrando el timón, con el cinturón abrochado. Estuvo ahí hasta que el Cadillac se fue y otra vez corrió hacia la cocina.

Quedaba un poco de arroz en una bandeja. Un poco de cebollas fritas. Nada de la pasta.

«Conchasumadre», pensó. Se sirvió todo lo que pudo. Rascó la bandeja de las cebollas. Los dos cocineros gringos se hicieron los huevones (aparentaban que ordenaban las ollas, que prendían el fuego de la cocina. No lo miraban). No había comida.

«Qué querías pues hijito─pensó. Pasaron veinte minutos y mientras tú escribías tus cojudeces, te ganabas tus cinco dólares, otra gente estaba con hambre».

«Esta es la vida dura del valet» pensó Héctor. Se fue a buscar a Rodolfo para ver si le prestaba su celular. Iba a pedir un delivery de comida china.

 

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