Al terminar la Guerra Civil la mayoría de los españoles mantenían el sistema sanitario usual antes de la guerra. El procedimiento de igualas. Las familias solían abonar unas cantidades anuales o mensuales a los médicos y éste les atendía durante todo el año. No todos los españoles podían permitirse unas igualas. Tampoco todos la necesitaban. Los muy ricos podían permitirse acudir al médico solamente en caso de necesidad y abonar los honorarios que en cada consulta se les pidieran.
Los médicos que acababan la carrera solían instalarse en pueblos con ciertos recursos económicos, empezaban a conseguir clientes y ahorros allí, y pasados los años se trasladaban a la capital con cierto prestigio y cierto dinero.
Así viví yo la década de los 40 en un pueblo de la provincia de Badajoz, donde mi padre había empezado a trabajar como médico poco después de casarse. Con frecuencia le pagaban en especies. Harina, aceite, huevos. La situación económica podía llegar a ser penosa. Algunas veces, cuando no había nada para cenar, mi madre anunciaba que esa noche cenaríamos churros, y mis hermanos y yo saltábamos de júbilo porque esa era nuestra cena preferida.
Al comenzar la década de los 50 mi padre, buscando un sueldo fijo con el que sostener a los seis hijos que éramos entonces, pidió una plaza de médico en el recién creado Seguro Obligatorio de Enfermedad, y nos fuimos a vivir a un pueblo de la cuenca minera de Río Tinto, en la provincia de Huelva.
Durante 15 años viví la práctica de la medicina en el recién creado sistema. Cuando estaba de vacaciones o no tenía colegio, acompañaba siempre a mi padre en su trabajo. Mientras desayunábamos mi padre ordenaba la lista de avisos que habían dejado desde el día anterior en el buzón de la puerta de casa. Eran las peticiones de visitas a domicilio. Confeccionaba un itinerario que consistía casi siempre en recorrer una buena parte del pueblo, de una casa a otra.
A las 9 de la mañana empezábamos las visitas, y casi siempre hacia las 11 habíamos terminado. Casi ningún enfermo tenía nada grave (yo le solía preguntar a mi padre qué tenía cada uno). Nada, una gripe. Nada, un cólico. Nada, una bronquitis. O bien, sí, este tiene una tuberculosis, el pobre. Algunos no tenían ni siquiera un cólico, y la petición de consulta era abusiva. Pero eso no solía molestar a mi padre. Porque disponía del tiempo que él quisiera para cada enfermo.
Hacia las 11 nos íbamos a pasar consulta a los enfermos de ambulatorio. Podía haber una fila de entre 20 a 40 personas, generalmente mujeres, según los días. A las 12:30 había que dejar libre la consulta, porque de 12:30 a 14:00 la ocupaba otro médico. Si había 30 personas, tocaban a 3 minutos por paciente.
Las consultas podían durar menos de 3 minutos, incluso. Entraba la primera señora. Vengo a que me dé usted penicilina para mi niño, porque no tiene ganas de comer. Tenga, penicilina. La paciente pedía algo determinado y el médico, si llevaba ya años de servicio, generalmente se lo recetaba. Al principio, no. Al principio se enfadaba con la señora y le reñía. Mire usted, la penicilina no sirve para eso. Y le recetaba otra cosa. La señora iba a la farmacia a por el medicamento en cuestión. Miraba el precio, y si no le convencía, lo tiraba.
Al día siguiente volvía a quejarse. Pues a mí recéteme usted una medicina cara, que pa’eso pago, y no baratas, que no sirven. Así un día y otro, un mes y otro, un año y otro. Otras veces la señora iba “a un médico de pago” que era el que sabía y le recetaba lo bueno, porque era “de pago”. Otras veces se pasaban el medicamento de una vecina a otra, si le había hecho buen efecto a la primera.
El médico experimentado ya no peleaba con las pacientes. Ya no intentaba convencerles de que una medicina barata podía ser mejor que una cara. Ni de que la penicilina no servía para todo. De que usarla mucho podía hacer que no surtiera efecto cuando de verdad la necesitase. Era inútil.
Al médico no le desfondaba tener 3 minutos para cada enfermo. Normalmente ninguno tenía nada, y si alguno tenía algo, un médico experto podía percibirlo a simple vista, en menos de un minuto. Al médico le desfondaba tener que recetar al dictado de una fila de pacientes que no le dejaban un mínimo margen para ejercer la medicina. Esa carrera que habían estudiado con tanta ilusión para curar enfermos. Ni había enfermos, ni les curaba. A veces sí, a veces había un enfermo, y lo curaban. Si era algo importante, lo mandaban al especialista, a la capital.
Cuando terminábamos la consulta en el ambulatorio, nos íbamos a la consulta propia. Allí dedicábamos un par de horas a los análisis. Podía haber una decena de análisis de orina y otros tantos de sangre. De vez en cuando uno de heces y algún otro de esputos. Unos 20 análisis a los que se podía dedicar al menos 5 minutos a cada uno. Casi siempre eran normales.
Los médicos de los ambulatorios pedían análisis para echar balones fueras. Para quitarse de encima a enfermos muy pesados. Otras veces, y eso enfadaba a más a mi padre, porque no tienen ni idea de qué puede pasarle a este enfermo y quieren que yo les haga el diagnóstico con los análisis.
Así, un día y otro. Tanto trabajo inútil. Tanto esfuerzo para nada. Tanto estudio malversado. Tanta insatisfacción en los pacientes. Tanta insatisfacción en los médicos. Tanta destrucción de la actividad médica. Los médicos se resignaban, y comentaban entre sí. Esto tiene un arreglo muy fácil. Pero muy fácil. Bastaría con que cada uno tuviera que pagar una parte de lo que le cuesta cada cosa. A la consulta vendrían sólo los enfermos. Tomarían las medicinas que se les recetara, y no les importaría pagar por ellas un poco menos que su vecina. También pedirían solo los análisis y las pruebas necesarias.
En la primera década del siglo XXI la educación sanitaria de los españoles ha mejorado respecto a la década de los 50, pero los vicios están también más arraigados. Los médicos han hecho huelga pidiendo tener “al menos 10 minutos por enfermo”. Más del 70% de los actos médicos se realizan por urgencias. Porque no hay que esperar, porque la cola es pequeña, porque te pueden hacer las pruebas allí. Un médico de un país subsahariano, de visita en el Hospital Universitario Virgen de la Macarena de Sevilla, preguntaba asombrado al ver la cantidad de pacientes que se atendían en urgencias, si había habido algún accidente de trenes, si había una epidemia, o algo. Cuando se le explicó que eso era normal, se asombró más aún. Mi país es pobre, y allí no hay más que algunos hospitales pequeños, pero allí no hay un caos como este.
La tuberculosis vuelve a ser una enfermedad presente en el país porque los bacilos de Koch son resistentes a las cepas de antibióticos, y los medios de comunicación despliegan campañas para convencer a la población de que los antibióticos son nocivos. Se pueden pedir analíticas completas porque las hacen las máquinas y hacerlas funcionar no cuesta dinero. Pero hay otras que cuesta mucho dinero hacerlas funcionar.
Ahora también los médicos se resignan, y comentan entre sí. Pero no se atreven a decir que esto tiene un arreglo muy fácil, pero muy fácil. No se atreven porque después de 60 años de política sanitaria populista, no se les ocurre que los españoles también pueden recibir una educación sanitaria como la mayoría de los ciudadanos de países con menos medios sanitarios, a saber, por el procedimiento de aprender a administrar recursos escasos.
Frecuentemente el ahorro es educativo por sí mismo, y la escasez enseña con más eficacia que las campañas en los medios de comunicación social. Bendita pobreza esa que puede rescatarnos de sesenta años de despilfarro de medios y, sobre todo, de recursos humanos en la sanidad.
Jacinto Choza es catedrático de Antropología Filosófica de la Universidad de Sevilla. Estudió en las universidades de Sevilla, Madrid y en la Columbia University de Nueva York. Sus libros más recientes son Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote, Historia cultural del humanismo, Breve historia cultural de los mundos hispánicos e Historia de los sentimientos. En FronteraD ha publicado Bienvenida a la crisis