La salud depende de la carga genética inicial, de la buena nutrición y cuidados en los primeros 1.000 días de existencia y de los determinantes de salud en general; es decir, del ambiente físico, cultural y social en que vivamos. En la salud y en la enfermedad hay aspectos clave biológicos, psicológicos y sociales. Somos mamíferos sociales (animales políticos) y nuestra salud es en mucho la salud de la sociedad en que nos desenvolvamos. Así visto, los sistemas sanitarios que mitigan el impacto del sufrimiento y de la enfermedad son también productos sociales, formas de responder con un egoísmo inteligente ante la angustia de la enfermedad y del sufrimiento (y ante la bancarrota) con un “hoy por mí, mañana por ti”.
Además, el logro de mayor salud en la población con la mejora de los diversos determinantes sociales (que incluye la búsqueda permanente de la mejor redistribución de la riqueza y participación democrática) establece un círculo virtuoso que lleva a mejorar la salud, pues favorece la cohesión social y la mejor productividad, lo que genera riqueza que puede emplearse en el logro de mejor salud. Lamentablemente, tal círculo virtuoso puede tornarse vicioso si la actividad del sistema sanitario se vuelve tóxica, pues llega a producir un beneficio marginal o negativo (no genera beneficios o incluso produce más daños que beneficios) y generar un coste que no se justifica. Resulta increíble que la actividad del sistema sanitario provoque tal mortalidad que llegue a ser la tercera entre las causas de muerte. Conviene, pues, refrenar y limitar la actividad sanitaria, sobre todo la preventiva que se ejerce sobre sanos a todas las edades. Hay que limitar dicha actividad tanto por los daños como por el despilfarro.
El sistema sanitario público de cobertura universal es un poderoso determinante de la salud. Sus servicios efectivos y equitativos pueden prevenir y curar enfermedades y ayudar y consolar ante el sufrimiento y la muerte inevitables.
El principio básico de la actividad médica continúa siendo el “primero no hacer daño” (primum non nocere), y su cumplimiento implica el respeto a la vivencia personal de la salud y de la normalidad (y sus variaciones) y el evitar la arrogancia de establecer normas, cuestionarios y medidas que transforman el gozoso vivir en angustiosa preocupación por no verse incluido en los estrechos límites sanos que se marcan con rigor más comercial que científico.
La actividad sanitaria se ha vuelto poderosa con sus técnicas, medicamentos e intervenciones. Por ello requiere de prudencia en su aplicación, pues su capacidad de hacer mucho bien va en paralelo a su capacidad de producir daños inmensos. Es peligroso modificar artificialmente las fronteras de la salud para estrecharlas con definiciones que transforman situaciones normales en patológicas (la medicalización de la vida). Con ello se justifican más y más intervenciones preventivas que transforman a sanos en pacientes (o que se comportan como tales, pues son enfermos imaginarios con sus citas y re-citas, pruebas y más pruebas y medicamentos a veces de por vida, con el agobio y sufrimiento consiguiente).
Los sanos pasan a ser enfermos, y simultáneamente muchos enfermos no reciben los cuidados que precisan. Irónicamente, las clases medias y altas enferman por los excesos de las intervenciones sanitarias (básicamente por una prevención generalmente innecesaria) y las clases bajas enferman por los escasos recursos de curación para enfermedades que en mucho se deben a las condiciones sociales. Conviene asegurar la prestación de servicios según necesidad y evitar en lo posible el cumplimiento de la “ley de cuidados inversos”.
Lamentablemente, con la expansión casi sin límites de las actividades preventivas y la conversión de facto de los factores de riesgo en causas de enfermedad, los servicios sanitarios personales preventivos y curativos han emprendido una deriva que lleva a confundir responsabilidades y funciones de los profesionales. Especialmente se han incrementado las actividades preventivas en detrimento de las curativas, y al sobrepasar los límites prudentes mucha actividad preventiva es inútil, y con frecuencia perjudicial. El sistema sanitario deja de dar consuelo frente a la adversidad, la enfermedad y la muerte y se convierte en elemento creador de incertidumbre y sufrimiento al medicalizar la vida diaria.
Además, la sociedad y los pacientes exigen prevención “para todo y ya”, en la búsqueda de un imposible riesgo nulo de enfermar y de morir. Se ofrece y se busca la fuente de la eterna juventud y en el camino se “quema” la inmensa salud que hoy es frecuente entre los ciudadanos de los países desarrollados. Para complicarlo, el prestigio de la medicina ha arrastrado a la consulta actividades preventivas que no deberían ser clínicas sino de salud pública. Las industrias, los académicos, los medios de comunicación, los políticos y los gestores avivan el incendio de la prevención clínica excesiva, pues conviene a sus muy variados intereses. Con el calor generado se medicaliza la sociedad y se toman decisiones arriesgadas que conllevan lesiones, enfermedades y muertes, como bien demuestran los casos analizados; por ejemplo, el consejo para que los bebés durmieran boca abajo, los chequeos, el cribado del cáncer de mama, la terapia hormonal sustitutiva en la menopausia, el benfluorex en la obesidad, el cribado de cáncer de próstata y la calcitonina en la osteoporosis. Así, las actividades preventivas acaban dejando un rastro de muertos y de enfermos en el altar de la búsqueda de la mejor salud. En el intento de evitar una muerte se provocan lesiones, sufrimiento, mutilaciones y muertos incontables. Irónico, corrosivo y terrible.
En prevención es central trabajar en frío respecto a la valoración de las actividades (nuevas y aceptadas), pues la potencia beneficiosa de los servicios sanitarios obliga al manejo cuidadoso de sus recursos, y más en las actividades preventivas, donde muchas veces el paciente no es tal sino un sano que aspira a evitar problemas futuros. Es central la búsqueda del balance en favor de los beneficios y comprobar que se logra y mantiene a corto y largo plazo, en general y en poblaciones e individuos singulares.
La prevención es un amplio campo sanitario en el que se puede hacer mucho bien, como demuestra el éxito de las vacunas. Conviene prudencia con la prevención, porque también se puede hacer mucho daño, como demuestran los excesos en la hipertensión y en el cribado del cáncer de próstata. Con frecuencia lo que se mejora, y da sensación de éxito y de seguridad, son resultados intermedios como la cifra de colesterol en sangre, sin impacto en los resultados finales como los infartos de miocardio y la mortalidad consecuente. En el campo de la prevención se invierte salud, tiempo y dinero para no obtener nada en muchos casos, y para sufrir a veces efectos adversos incluso graves (hasta mortales). Los médicos se sienten fracasados cuando comprueban en la práctica que el control de los factores de riesgo, y la prevención en general, no produce los frutos esperados.
Las predicciones no se cumplen y, por ejemplo, tiene infarto de miocardio quien “no lo merece” y no se ha producido en quien “se esperaba”. Lo mismo sucede con las mujeres y la osteoporosis, y ello agravado por el aumento de fracturas que provoca el uso de bifosfonatos. Peor, incluso, son los efectos adversos provocados por otras intervenciones preventivas, como la impotencia y la incontinencia tras las prostatectomías (extirpación de la próstata). O los infartos de miocardio, embolias pulmonares, ictus cerebrales y cánceres de mama provocados por la terapia hormonal en las mujeres climatéricas para prevenir los infartos de miocardio. El conjunto dibuja un cuadro de fracaso para médicos, pacientes y poblaciones.
Hay actividades preventivas efectivas, como las vacunas “sistemáticas” (difteria, parotiditis, poliomielitis, rubeola, sarampión, tétanos, tos ferina) y algunas ocasionales (hepatitis, fiebre amarilla y rabia, entre otras). También el consejo contra el tabaco, el tratamiento para evitar la transmisión vertical del sida en el embarazo y el parto, el diagnóstico precoz y el tratamiento de la hipertensión en adultos y ancianos, la prevención secundaria en caso de enfermedad coronaria con estatinas y en caso de osteoporosis con fracturas vertebrales y de cadera previas. Otras muchas actividades preventivas son de dudosa eficacia, y otras son lisa y llanamente absurdas, como la prevención primaria de la osteoporosis y los chequeos. Es mucho el daño que se hace con las actividades preventivas innecesarias, por su impacto en menor salud, por su coste y por el desvío de recursos de quienes los necesitan a quienes no los precisan (de viejos a jóvenes, de pobres a ricos, de analfabetos a universitarios y de enfermos a sanos).
El exceso de actividades preventivas conlleva una ideología que lo sustenta, que todo lo fía a la biología. También conlleva un enfoque filosófico y científico realista, propio del siglo XVII, que ve la enfermedad como la alteración de un mecanismo que se puede reparar y prevenir si se comprende el proceso anatómico y bioquímico patológico. Se olvidan los determinantes ambientales y sociales, y se llega a responder a problemas complejos como el cáncer de cuello del útero con una solución sencilla e inútil: la vacuna contra el virus del papiloma humano. La sobre-simplificación conlleva la deriva del sistema sanitario hacia una medicina biológica, distante, fragmentada y tecnológica que fuerza soluciones homogéneas y rígidas (protocolos, algoritmos, guías y consensos) en contra de las necesidades de los pacientes y de las poblaciones cuyo enfermar es cada día más complejo, con enfermedades de causas múltiples y con múltiples enfermedades simultáneamente.
En tiempos en que se precisa de una medicina personalizada, de una medicina centrada en la persona para responder con ciencia y humanidad a la singularidad de pacientes cada vez más complejos, la respuesta que se ofrece es la de la genomancia, la genética pronóstica y la farmacología personalizada. Es decir, más biología, más prevención y más tecnología sin ciencia y con olvido de los determinantes ambientales y sociales. El predominio del diagnóstico y del tratamiento biológico, y de su tecnología, olvida que la calidad científica médica incluye la calidad humana, además de la técnica. Los humanos somos complejos en la salud y en la enfermedad, y no se puede ofrecer alegremente una prevención sólo porque “es mejor prevenir que curar”. A veces no, y en todo caso conviene recordar que “toda actividad preventiva puede producir daños, sólo algunas producen más beneficios que daños”.
¿Qué hacer? Vivir y disfrutar de la vida y del grado de salud que tengamos. La salud no es cuestión de los médicos, que deberían dedicarse a lo suyo: a la enfermedad, y especialmente a la morbilidad y a la mortalidad innecesariamente prematuras y sanitariamente evitables. Las ofertas de prevención son muchas veces señuelos y espejismos de salud que inducen enfermedades. No hay actividad médica sin efectos adversos, y en prevención es clave que los beneficios superen en mucho y de forma evidente a los daños.
Como es imposible saber de todo, conviene la búsqueda del mejor conocimiento que permita tomar decisiones realmente informadas. Frente a un mundo de intereses que llega a enmarañar el sano juicio de pacientes y profesionales hay autores, instituciones y publicaciones independientes que pueden ayudar a tomar decisiones racionales. Se produce mucho conocimiento prudente sobre el valor clínico y social de las actividades sanitarias preventivas, en español y directamente accesible en internet. Llegar a él exige cierta práctica, ganas y tiempo, pero vale la pena.
Por principio conviene poner en duda toda actividad preventiva, tanto si es práctica implantada como se si trata de una nueva propuesta. Es poco lo que aportan — si es que aportan algo— las propuestas que se vocean y propagan cada tanto una nueva pauta preventiva, como si fueran las “actividades preventivas de temporada”. Viene bien la calma para examinar hechos y estudios antes de dar el visto bueno a nuevas propuestas y a la ampliación del campo y/o el mantenimiento de las ya aceptadas.
En lo personal, cuente siempre y para siempre (si es posible) con un médico de cabecera accesible, científico, humano y prudente. Utilícelo con moderación y trate de que coordine todos los servicios sanitarios que precise. No consulte con los otros especialistas sin pasar por el médico de cabecera. Recuerde que en urgencias sobreabundan la confusión y el caos; acuda a ellas sólo en situaciones muy justificadas. El consumo sanitario siempre puede producir efectos adversos y conviene buscar el balance positivo entre beneficios y riesgos a corto y a largo plazo.
Respecto a la vida, sea consciente de que podemos vivir disfrutando de la salud que tengamos, sea poca o mucha, gozando de la singularidad que nos adorne y de las variaciones de la normalidad que no nos agobien. No hay nada más beneficioso para la salud que la educación/formación, pertenecer a una familia estructurada, mantener un optimismo razonable, tener trabajo y participar frecuentemente en actividades culturales y sociales. Mantener y promover la solidaridad mediante la participación política ayuda y nos ayuda, como favorecer el crecimiento y el mantenimiento de las redes sociales informales de familiares y amigos. La salud es una cuestión social, y necesitamos respuestas políticas y sociales (con algunas gotas de medicina) a los problemas sanitarios complejos. No hay píldoras mágicas ni respuestas simples que resuelvan el sufrir que conllevan la enfermedad y la muerte. Creer que es posible el “sálvese quien pueda” con prevención para todos los factores de riesgo en el campo sanitario es como creer que la astronomía se resuelve con actividades de astrología. Precisamos una actitud y una actividad que sean prudentes para evitar que los remedios (para prevenir y/o tratar) sean peores que la propia enfermedad.
No podemos mejorar nuestros genes, pero podemos conservar lo mejor de la cultura y de la sociedad mediterránea, disfrutar de la vida sin demasiados prejuicios, pasear al aire libre y mantener una deliciosa y sana dieta mediterránea que incluya, además de componentes esenciales varios (pan, vino, aceite de oliva, verduras, frutas, legumbres y pescado), tiempo para disfrutar de la compra y de la cocina, poner mantel, comer sentados, utilizar cubiertos, apagar la televisión y dedicar un rato específico para la mesa y la sobremesa. Con una pizca de drogas y sexo (no en dosis homeopáticas, por supuesto) se puede conseguir la felicidad y, si no, incrementar el disfrute de la salud.
En síntesis, si los médicos quieren conservar la confianza y la tolerancia de los pacientes y el aprecio de la sociedad, la práctica médica precisa de un gobierno clínico capaz de mantener el relativo predominio del contrato curativo, al que se añada lo preventivo razonable y prudente, en un entorno de ética social de la microgestión, entendida como el uso responsable de los recursos. Los pacientes pueden mantenerse sanos y a salvo de intervenciones sanitarias innecesarias y, al tiempo, participar en esa ética social del uso razonable de los recursos si son capaces de disfrutar de la salud que poseen y si quieren incrementarla sin exigencias de juventud eterna ni de pornoprevención.
Juan Gérvas es doctor en Medicina por la Universidad de Valladolid y profesor en las facultades de Medicina de Valladolid, UAM, UNED y Johns Hopkins (Estados Unidos). Ha ejercido como médico general en la sanidad pública española hasta su jubilación en 2010. Actualmente se dedica a la investigación y divulgación científica. Ha publicado más de 300 artículos en revistas de divulgación científica con revisión por pares. Mercedes Pérez Fernández se licenció en Medicina por la Universidad de Valladolid, y fue profesora en la UAM. Ha sido médico general de la Sanidad Pública y actualmente se dedica a la docencia y la investigación, y es responsable de ética en la Red Española de Atención Primaria y en NoGracias.
La editorial Los libros del lince acaba de publicar Sano y Salvo (y libre de intervenciones médicas innecesarias). Este es el capítulo final