Algunos lectores de la Folha de São
Paulo encontraron dramático que Morumbi, el barrio más chic
de Sampa, llegase a la portada del dominical de uno de los principales diarios
del país por motivos poco agradables. Así habría el reportaje de la Folha:
“Morumbi, barrio que hasta los años 90 era el nirvana de la elite paulistana,
sufre una ola de violencia y problemas de infraestructura”. No me extrañó ni el
tono del reportaje ni el de los comentarios en la edición de la revista del
domingo siguiente. Un tono de lamento porque ni la población ni el precio de
los inmuebles crece en Morumbi como en el resto de la ciudad. Lo que sí crece
imparablemente es la favela que cerca al que sigue siendo el barrio por
antonomasia de la clase alta de esta inmensa y caótica ciudad de veinte
millones de habitantes.
Desde que el sábado pasado pasé por allí en autobús, no consigo sacarme del
pensamiento esa foto que ya se hizo célebre. La de los edificios Penthouse y
Roof, emblemáticos del poder y el lujo, junto a la favela Paraisópolis. Los
caprichosos edificios ondean ostentosos, poderosos, mientras la creciente
miseria se amontona y crece en las precarias viviendas de Paraisópolis, que
resiste, desafiante, a la inercia de las elites, a las que nunca les gustó ver
la pobreza. Ya ha habido intentos de echarlos, de murarlos. Pero allí siguen. Y
se multiplican. En quince años, Paraisópolis triplicó su población, que llega
ahora a 60.000 habitantes. En España podría ser el tamaño de una capital de
provincia.
Supongo que a esa burguesía paulista que derrocha en seguridad privada, se
encierra en predios cerrados y tinta las lunas de sus coches blindados no se le
ha ocurrido pensar que es esa miseria que se ve desde los flamantes balcones
del edificio Roof la causa de la inseguridad que les mantiene asustados día y
noche. Esa es mi hipótesis, yo que soy ingenua por naturaleza. Otros más
malpensados, o mejor conocedores de la realidad paulistana, afirman que,
simplemente, esos que tanto tienen, esos que se desplazan en helicóptero para
prevenir asaltos, saben que tocarían a menos si el reparto fuera un poco más
justo. Así que miran hacia otro lado cuando el Estado, que no existe
sino para sostener ese statu quo, criminaliza, encierra y mata a jóvenes
de la periferia, desaloja o
amuralla las favelas que molestan y fomenta, en la ciudad como
en el campo, la realidad dual de la sociedad más latifundista del planeta.
Y recuerdo esas palabras tan sabias de Galeano que coloqué en este blog a modo
de mantra: «Quien no está preso de la necesidad, está preso del
miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y
otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen.»
A uno y otro lado del río Pinheiros se alzan, separadas pero revueltas, dos
ciudades con ritmos diferentes. Todo cambia al atravesar el puente, desde la
fisonomía de sus gentes hasta las formas de socialización. ¿Qué comparten el
Jardim São Luis y la Vila Madalena? Hace tres años, desde que sentí la
esquizofrenia de esta doble vida, me hago esa pregunta. Por el momento, sólo
encontré las havaianas y el fútbol…
São Paulo, como Rio de
Janeiro, es una ciudad en estado de apartheid. Eso lo saben todos
los que no quieren ser ciegos. Mientras los ciegos sigan queriendo
estarlo, así seguirán las cosas. El morro no se mezclará con el asfalto, y de
un lado crecerá el miedo y del otro, la rabia, en una espiral de violencia,
porque no sólo la pobreza y la desigualdad generan delincuencia, sino que, a
menudo, la violencia de esos delincuentes es la reacción ante la violencia del
Estado. Sólo un apunte: la violencia del Estado es constante,
institucionalizada; la violencia del otro lado es, todavía, apenas una reacción
asilada y minoritaria. La pregunta es hasta cuándo.